30 de diciembre de 2020

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

Es precisamente en la familia donde aprendemos a dar gracias. En ella notamos u observamos, desde temprana edad, como nuestros padres y los demás se desviven por darnos todo lo que necesitamos. Luego, cuando descubrimos que tenemos un Padre mayor, creador de todo y que nos ama y nos regala la vida y todo lo que necesitamos, experimentamos el deseo de darle gracias.

Hoy, el Papa Francisco, en la última audiencia del año, nos habla de esa hermosa oración de gracias con la que agradecemos todos los dones recibido por nuestro Padre Dios. Demos gracias a Dios también por la familia, escuela de oración y de madurez.

 

FELIZ AÑO 2021

 


PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 30 de diciembre de 2020

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Catequesis 20. La oración de acción de gracias

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Quisiera detenerme hoy en la oración de acción de gracias. Y hago referencia a un episodio del evangelista Lucas. Mientras Jesús estaba en camino, se le acercaron diez leprosos que imploran: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!» (17,13). Sabemos que, para los enfermos de lepra, al sufrimiento físico se le unía la marginación social y la marginación religiosa. Eran marginados. Jesús no rehúye el encuentro con ellos. A veces va más allá de los límites impuestos por la ley y toca al enfermo —que no se podía hacer —, lo abraza, lo sana. En este caso no hay contacto. A distancia, Jesús les invita a presentarse donde los sacerdotes (v. 14), los cuales estaban encargados, según la ley, de certificar la sanación. Jesús no dice otra cosa. Ha escuchado su oración, ha escuchado su grito de piedad, y les manda enseguida donde los sacerdotes.

Los diez se fían, no se quedan ahí hasta el momento de ser sanados, no: se fían y van enseguida, y mientras están yendo se curan, los diez. Los sacerdotes habrían por tanto podido constatar su sanación y devolverles a la vida normal. Pero aquí viene el punto más importante: de ese grupo, solo uno, antes de ir donde los sacerdotes, vuelve atrás a dar las gracias a Jesús y alabar a Dios por la gracia recibida. Solo uno, los otros nueve siguen el camino. Y Jesús nota que ese hombre era un samaritano, una especie de “hereje” para los judíos de la época. Jesús comenta: «¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?» (17,18). ¡Es conmovedora la historia!

Este pasaje, por así decir, divide el mundo en dos: quien no da las gracias y quien da las gracias; quien toma todo como si se le debiera, y quien acoge todo como don, como gracia. El Catecismo escribe: «Todo acontecimiento y toda necesidad pueden convertirse en ofrenda de acción de gracias» (n. 2638). La oración de acción de gracias comienza siempre desde aquí: del reconocerse precedidos por la gracia. Hemos sido pensados antes de que aprendiéramos a pensar; hemos sido amados antes de que aprendiéramos a amar; hemos sido deseados antes de que en nuestro corazón surgiera un deseo. Si miramos la vida así, entonces el “gracias” se convierte en el motivo conductor de nuestras jornadas. Muchas veces olvidamos también decir “gracias”.

Para nosotros cristianos el dar las gracias ha dado nombre al Sacramento más esencial que hay: la Eucaristía. La palabra griega, de hecho, significa precisamente esto: acción de gracias. Los cristianos, como todos los creyentes, bendicen a Dios por el don de la vida. Vivir es ante todo haber recibido la vida. Todos nacemos porque alguien ha deseado para nosotros la vida. Y esto es solo la primera de una larga serie de deudas que contraemos viviendo. Deudas de reconocimiento. En nuestra existencia, más de una persona nos ha mirado con ojos puros, gratuitamente. A menudo se trata de educadores, catequistas, personas que han desempeñado su rol más allá de la medida pedida por el deber. Y han hecho surgir en nosotros la gratitud. También la amistad es un don del que estar siempre agradecidos.

Este “gracias” que debemos decir continuamente, este gracias que el cristiano comparte con todos, se dilata en el encuentro con Jesús. Los Evangelios testifican que el paso de Jesús suscita a menudo alegría y alabanza a Dios en aquellos que lo encontraban. Las narraciones de la Navidad están llenas de orantes con el corazón ensanchado por la llegada del Salvador. Y también nosotros hemos sido llamados a participar en esta inmensa exultación. Lo sugiere también el episodio de los diez leprosos sanados. Naturalmente todos estaban felices por haber recuperado la salud, pudiendo así salir de esa interminable cuarentena forzada que les excluía de la comunidad. Pero entre ellos hay uno que a la alegría añade alegría: además de la sanación, se alegra por el encuentro sucedido con Jesús. No solo está libre del mal, sino que ahora también posee la certeza de ser amado. Este es el núcleo: cuando tú das gracias, expresas la certeza de ser amado. Y este es un paso grande: tener la certeza de ser amado. Es el descubrimiento del amor como fuerza que gobierna el mundo. Dante diría: el Amor «que mueve el sol y las otras estrellas» (Paraíso, XXXIII, 145). Ya no somos viajeros errantes que vagan por aquí y por allá, no: tenemos una casa, vivimos en Cristo, y desde esta “casa” contemplamos el resto del mundo, y este nos aparece infinitamente más bello. Somos hijos del amor, somos hermanos del amor. Somos hombres y mujeres de gracia.

Por tanto, hermanos y hermanas, tratemos de estar siempre en la alegría del encuentro con Jesús. Cultivemos la alegría. Sin embargo el demonio, después de habernos engañado —con cualquier tentación—, nos deja siempre tristes y solos. Si estamos en Cristo, ningún pecado y ninguna amenaza nos podrán impedir nunca continuar con alegría el camino, junto a tantos compañeros de viaje.

Sobre todo, no dejemos de agradecer: si somos portadores de gratitud, también el mundo se vuelve mejor, quizá solo un poco, pero es lo que basta para transmitirle un poco de esperanza. El mundo necesita esperanza y con la gratitud, con esta actitud de decir gracias, nosotros transmitimos un poco de esperanza. Todo está unido, todo está conectado y cada uno puede hacer su parte allá donde se encuentra. El camino de la felicidad es el que San Pablo ha descrito al final de una de sus cartas:  «Orad constantemente. En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros. No extingáis el Espíritu» (1Ts 5,17-19). No apagar el Espíritu, ¡buen programa de vida! No apagar el Espíritu que tenemos dentro que nos lleva a la gratitud.


Saludos:

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Los animo a responder a esta alegría del encuentro con Jesús como nos pide el apóstol san Pablo, dando gracias en cualquier situación y siendo perseverantes en la oración. Y a todos les deseo un año nuevo lleno de la Presencia misericordiosa de Dios. Que el Señor los bendiga.


LLAMAMIENTO

Ayer un terremoto provocó víctimas y daños enormes en Croacia. Expreso  mi cercanía a los heridos y a quienes han sido golpeados por el terremoto y rezo en particular por quienes han perdido la vida y por sus familiares. Espero que las autoridades del país, ayudadas por la Comunidad internacional, puedan aliviar pronto los sufrimientos de la querida población croata.

 


Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy reflexionamos sobre la oración de acción de gracias. El evangelista Lucas nos relata cómo Jesús curó diez leprosos, pero sólo uno de ellos volvió a darle gracias, precisamente un samaritano, considerado “hereje” por los judíos. En esa ocasión Jesús comentó: «¿Sólo este extranjero volvió para glorificar a Dios?». Así nos muestra cómo el mundo puede dividirse en dos tipos de personas: los que dan gracias y los que creen que todo se les debe. La oración de acción de gracias nace precisamente de sentir que todo lo que tenemos es un regalo, un don, que estamos vivos, porque alguien nos ha querido antes incluso que nosotros aprendiéramos a pensar, aprendiéramos a amar o a desear. 

Los cristianos, hemos dado el nombre de “Eucaristía”, que en griego significa acción de gracias, al principal sacramento de nuestra fe. Nosotros damos gracias por la vida y por todo lo que ella nos da; pero, como el leproso samaritano, no sólo agradecemos los dones, sino en ellos, el encuentro con Jesús. Ese leproso se distinguió de los otros porque entendió que debía dar gracias por su curación, pero sobre todo por haber conocido cuánto lo amaba Jesús. También nosotros estamos llamados a ser testigos, con la acción de gracias, de esa alegría, pues hemos encontrado una casa, donde nos sentimos acogidos y amados. El demonio busca alejarnos, dejarnos solos y tristes, sin embargo no estamos solos. Con Jesús podemos estar siempre alegres, porque nada puede separarnos de su amor

23 de diciembre de 2020

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

Llega la Navidad y el Papa Francisco, en su audiencia de los miércoles nos invita a vivir la Navidad con un sentido verdadero desde nuestra fe. Evitemos que la Navidad, cuyo hecho  fundamental es que Dios se hace hombre - celebrado en el nacimiento del Niño Dios en el pesebre - y viene a liberarnos de la esclavitud del pecado, un pecado que nos esclaviza y nos somete, se convierta en unas fiestas banales y sin sentido.

Pongamos las cosas en su sitio, y no ocultemos la venida del Dios hecho hombre - como nos dice el Papa Francisco -  con las banalidades del consumo y las celebraciones festivas como centro de estas fiestas.

¡FELIZ NAVIDAD!

 

 

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 23 de diciembre de 2020

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Catequesis sobre la Navidad

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En esta catequesis, en los días previos a la Navidad, quisiera ofrecer algunos puntos de reflexión en preparación a la celebración de la Navidad. En la Liturgia de la Noche resonará el anuncio del ángel a los pastores: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,10-12).

Imitando a los pastores, también nosotros nos movemos espiritualmente hacia Belén, donde María ha dado a luz al Niño en un establo,  «porque —dice San Lucas— no tenían sitio en el alojamiento» (2,7). La Navidad se ha convertido en una fiesta universal, y también quien no cree percibe la fascinación de esta festividad. El cristiano, sin embargo, sabe que la Navidad es un evento decisivo, un fuego perenne que Dios ha encendido en el mundo, y no puede ser confundido con las cosas efímeras. Es importante que no se reduzca a fiesta solamente sentimental o consumista. El domingo pasado llamé la atención sobre este problema, subrayando que el consumismo nos ha secuestrado la Navidad. No: la Navidad no debe reducirse a fiesta solamente sentimental o consumista, rica de regalos y de felicitaciones pero pobre de fe cristiana, y también pobre de humanidad. Por tanto, es necesario frenar una cierta mentalidad mundana, incapaz de captar el núcleo incandescente de nuestra fe, que es este: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14). Y esto es el núcleo de la Navidad, es más: es la verdad de la Navidad; no hay otra.

La Navidad nos invita a reflexionar, por una parte, sobre la dramaticidad de la historia, en la cual los hombres, heridos por el pecado, van incesantemente a la búsqueda de verdad, a la búsqueda de misericordia, a la búsqueda de redención; y, por otro lado, sobre la bondad de Dios, que ha venido a nuestro encuentro para comunicarnos la Verdad que salva y hacernos partícipes de su amistad y de su vida. Y este don de gracia: esto es pura gracia, sin mérito nuestro. Hay un Santo Padre que dice: “Pero mirad de este lado, del otro, por allí: buscad el mérito y no encontraréis otra cosa que gracia”. Todo es gracia, un don de gracia. Y este don de gracia lo recibimos a través de la sencillez y la humanidad de la Navidad, y puede quitar de nuestros corazones y de nuestras mentes el pesimismo, que hoy se ha difundido todavía más por la pandemia. Podemos superar ese sentido de pérdida inquietante, no dejarnos abrumar por las derrotas y los fracasos, en la conciencia redescubierta de que ese Niño humilde y pobre, escondido e indefenso, es Dios mismo, hecho hombre por nosotros. El Concilio Vaticano II, en un célebre pasaje de la Constitución sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, nos dice que este evento nos concierne a cada uno de nosotros: «El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado» (Const. past. Gaudium et spes, 22). Pero Jesús nació hace dos mil años, ¿y me concierne a mí? — Sí, te concierne a ti y a mí, a cada uno de nosotros. Jesús es uno de nosotros: Dios, en Jesús, es uno de nosotros.

Esta realidad nos dona tanta alegría y tanta valentía. Dios no nos ha mirado desde arriba, desde lejos, no ha pasado de largo, no ha sentido asco por nuestra miseria, no se ha revestido con un cuerpo aparente, sino que ha asumido plenamente nuestra naturaleza y nuestra condición humana. No ha dejado nada fuera, excepto el pecado: lo único que Él no tiene. Toda la humanidad está en Él. Él ha tomado todo lo que somos, así como somos. Esto es esencial para comprender la fe cristiana. San Agustín, reflexionando sobre su camino de conversión, escribe en sus Confesiones: «Todavía no tenía tanta humildad para poseer a mi Dios, al humilde Jesús, ni conocía las enseñanzas de su debilidad» (Confesiones VII, 8). ¿Y cuál es la debilidad de Jesús? ¡La “debilidad” de Jesús es una “enseñanza”! Porque nos revela el amor de Dios. La Navidad es la fiesta del Amor encarnado, del amor nacido por nosotros en Jesucristo. Jesucristo es la luz de los hombres que resplandece en las tinieblas, que da sentido a la existencia humana y a la historia entera.

Queridos hermanos y hermanas, que estas breves reflexiones nos ayuden a celebrar la Navidad con mayor conciencia. Pero hay otro modo de prepararse, que quiero recordaros a vosotros y a mí, que está al alcance de todos: meditar un poco en silencio delante del pesebre. El pesebre es una catequesis de esta realidad, de lo que se hizo ese año, ese día, que hemos escuchado en el Evangelio. Para esto, el año pasado escribí una Carta, que nos hará bien retomar. Se titula Admirabile signum, “Signo admirable”. Siguiendo las huellas de San Francisco de Asís, nos podemos convertir un poco en niños y permanecer contemplando la escena de la Natividad, y dejar que renazca en nosotros el estupor por la forma “maravillosa” en la que Dios ha querido venir al mundo. Pidamos la gracia del estupor: delante de este misterio, de esta realidad tan tierna, tan bella, tan cerca de nuestros corazones, el Señor nos dé la gracia del estupor, para encontrarlo, para acercarnos a Él, para acercarnos a todos nosotros.  Esto hará renacer en nosotros la ternura. El otro día, hablando con algunos científicos, se hablaba de inteligencia artificial y de los robots… Hay robots programados para todos y para todo, y esto va adelante. Y yo les dije: “¿pero qué es eso que los robots no podrán hacer nunca?”. Ellos han pensado, han hecho propuestas, pero al final quedaron de acuerdo en una cosa: la ternura. Esto los robots no podrán hacerlo. Y esto es lo que nos trae Dios, hoy: una forma maravillosa en la que Dios ha querido venir al mundo, y esto hace renacer en nosotros la ternura, la ternura humana que está cerca a la de Dios. ¡Y hoy necesitamos mucho la ternura, tenemos mucha necesidad de caricias humanas, frente a tantas miserias! Si la pandemia nos ha obligado a estar más distantes, Jesús, en el pesebre, nos muestra el camino de la ternura para estar cerca, para ser humanos. Sigamos este camino. ¡Feliz Navidad!


Saludos:

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Que esta Navidad contemplemos con corazón de niños, en silencio orante, el signo hermoso del pesebre, y que el Señor nos conceda acoger con corazón puro y extasiado el modo maravilloso que Dios escogió para venir al mundo. La Virgen y San José nos alcancen del Niño Jesús la gracia de que renazca en nuestro corazón la ternura, para abrazar con amor a todos, como verdaderos hermanos y hermanas. Feliz Navidad para todos.


 

Resumen leído por el Santo Padre en español

Con la celebración de la Navidad a las puertas, quisiera compartir con ustedes algunas reflexiones que ayuden a vivir mejor el nacimiento del Señor. Como los pastores, obedientes al anuncio del ángel, vayamos espiritualmente también nosotros a Belén, donde en la pobreza de una gruta, María dio a luz al Salvador del mundo. 

La Navidad es, hoy en día, una fiesta universal; aun los que no tienen fe perciben su encanto. Para nosotros los cristianos es el acontecimiento decisivo, que no puede ser confundido con lo que es banal y efímero. No se trata de una fiesta sentimental, consumista, llena de regalos, pero vacía de fe. Es necesario que dejemos de lado una mentalidad mundana, incapaz de entender que la verdad fundamental de nuestra fe es el misterio de Dios que se hizo hombre, en todo igual a nosotros, menos en el pecado.

Esta fiesta nos invita a contemplar, por una parte, el drama del mundo, en el que el hombre herido por el pecado busca misericordia y salvación, y por otra parte, la bondad de Dios que vino a su encuentro, para hacerlo participar de su bondad y de su vida. En este tiempo de sufrimiento y de incerteza a causa de la pandemia, la presencia de Dios en el niño recién nacido en Belén, indefenso, humilde y pobre, nos libra del sentido de fracaso, de impotencia y de pesimismo que llevamos dentro, y nos descubre el verdadero significado de la existencia humana y de la historia, porque Jesús se revela como luz que disipa las tinieblas y nos abre el horizonte de la alegría y de la esperanza. 

17 de diciembre de 2020

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

Cuando rezas, no solo rezas por ti sino por los que más lo necesitan, es decir, por aquellos que sufren enfermedad, marginación, son excluidos y pobres. Pobres de todo lo necesario para vivir, pero también pobres de espíritu y del Pan espiritual que nos sostiene ante la adversidad y el sufrimiento. Cuando rezas, como hoy nos dice el Papa Francisco, estás preocupándote por los demás, y esa misma oración te empuja a compartir y a darte.

Si tu oración no contiene esta actitud y desprendimiento, revísala, porque entonces no es una oración con Dios sino una oración pagana y encerrada en egoísmos materialistas. 

 

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 16 de diciembre de 2020

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Catequesis 19. La oración de intercesión

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Quien reza no deja nunca el mundo a sus espaldas. Si la oración no recoge las alegrías y los dolores, las esperanzas y las angustias de la humanidad, se convierte en una actividad “decorativa”, una actitud superficial, de teatro, una actitud intimista. Todos necesitamos interioridad: retirarnos en un espacio y en un tiempo dedicado a nuestra relación con Dios. Pero esto no quiere decir evadirse de la realidad. En la oración, Dios “nos toma, nos bendice, y después nos parte y nos da”, para el hambre de todos. Todo cristiano está llamado a convertirse, en las manos de Dios, en pan partido y compartido. Es decir una oración concreta, que no sea una evasión.

Así los hombres y las mujeres de oración buscan la soledad y el silencio, no para no ser molestados, sino para escuchar mejor la voz de Dios. A veces se retiran del mundo, en lo secreto de la propia habitación, como recomendaba Jesús (cfr. Mt 6,6), pero, allá donde estén, tienen siempre abierta la puerta de su corazón: una puerta abierta para los que rezan sin saber que rezan; para los que no rezan en absoluto pero llevan dentro un grito sofocado, una invocación escondida; para los que se han equivocado y han perdido el camino… Cualquiera puede llamar a la puerta de un orante y encontrar en él o en ella un corazón compasivo, que reza sin excluir a nadie. La oración es nuestro corazón y nuestra voz, y se hace corazón y voz de tanta gente que no sabe rezar o no reza, o no quiere rezar o no puede rezar: nosotros somos el corazón y la voz de esta gente que sube a Jesús, sube al Padre, como intercesores. En la soledad quien reza —ya sea la soledad de mucho tiempo o la soledad de media hora para rezar— se separa de todo y de todos para encontrar todo y a todos en Dios. Así el orante reza por el mundo entero, llevando sobre sus hombros dolores y pecados. Reza por todos y por cada uno: es como si fuera una “antena” de Dios en este mundo. En cada pobre que llama a la puerta, en cada persona que ha perdido el sentido de las cosas, quien reza ve el rostro de Cristo.

El Catecismo escribe: «Interceder, pedir en favor de otro es […] lo propio de un corazón conforme a la misericordia de Dios» (n. 2635). Esto es muy bonito. Cuando rezamos estamos en sintonía con la misericordia de Dios: misericordia en relación con nuestros pecados —que es misericordioso con nosotros—, pero también misericordia hacia todos aquellos que han pedido rezar por ellos, por los cuales queremos rezar en sintonía con el corazón de Dios. Esta es la verdadera oración. En sintonía con la misericordia de Dios, ese corazón misericordioso. «En el tiempo de la Iglesia, la intercesión cristiana participa de la de Cristo: es la expresión de la comunión de los santos» (ibid.). ¿Qué quiere decir que se participa en la intercesión de Cristo, cuando yo intercedo por alguien o rezo por alguien? Porque Cristo delante del Padre es intercesor, reza por nosotros, y reza haciendo ver al Padre las llagas de sus manos; porque Jesús físicamente, con su cuerpo está delante del Padre. Jesús es nuestro intercesor, y rezar es un poco hacer como Jesús; interceder en Jesús al Padre, por los otros. Esto es muy bonito.

A la oración le importa el hombre. Simplemente el hombre. Quien no ama al hermano no reza seriamente. Se puede decir: en espíritu de odio no se puede rezar; en espíritu de indiferencia no se puede rezar. La oración solamente se da en espíritu de amor. Quien no ama finge rezar, o él cree que reza, pero no reza, porque falta precisamente el espíritu que es el amor. En la Iglesia, quien conoce la tristeza o la alegría del otro va más en profundidad de quien indaga los “sistemas máximos”. Por este motivo hay una experiencia del humano en cada oración, porque las personas, aunque puedan cometer errores, no deben ser nunca rechazadas o descartadas.

Cuando un creyente, movido por el Espíritu Santo, reza por los pecadores, no hace selecciones, no emite juicios de condena: reza por todos. Y reza también por sí mismo. En ese momento sabe que no es demasiado diferente de las personas por las que reza: se siente pecador, entre los pecadores, y reza por todos. La lección de la parábola del fariseo y del publicano es siempre viva y actual (cfr. Lc 18,9-14): nosotros no somos mejores que nadie, todos somos hermanos en una comunidad de fragilidad, de sufrimientos y en el ser pecadores. Por eso una oración que podemos dirigir a Dios es esta: “Señor, no es justo ante ti ningún viviente (cfr. Sal 143,2) —esto lo dice un salmo: ‘Señor, no es justo ante ti ningún viviente’, ninguno de nosotros: todos somos pecadores—, todos somos deudores que tienen una cuenta pendiente; no hay ninguno que sea impecable a tus ojos. ¡Señor ten piedad de nosotros!”. Y con este espíritu la oración es fecunda, porque vamos con humildad delante de Dios a rezar por todos. Sin embargo, el fariseo rezaba de forma soberbia: “Te doy gracias, Señor, porque yo no soy como esos pecadores; yo soy justo, hago siempre…”. Esta no es la oración: esto es mirarse al espejo, a la realidad propia, mirarse al espejo maquillado de la soberbia.

El mundo va adelante gracias a esta cadena de orantes que interceden, y que son en su mayoría desconocidos… ¡pero no para Dios! Hay muchos cristianos desconocidos que, en tiempo de persecución, han sabido repetir las palabras de nuestro Señor: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).

El buen pastor permanece fiel también delante de la constatación del pecado de la propia gente: el buen pastor continúa siendo padre también cuando sus hijos se alejan y lo abandonan. Persevera en el servicio de pastor también en relación con quien lo lleva a ensuciarse las manos; no cierra el corazón delante de quien quizá lo ha hecho sufrir.

La Iglesia, en todos sus miembros, tiene la misión de practicar la oración de intercesión, intercede por los otros. En particular tiene el deber quien está en un rol de responsabilidad: padres, educadores, ministros ordenados, superiores de comunidad… Como Abraham y Moisés, a veces deben “defender” delante de Dios a las personas encomendadas a ellos. En realidad, se trata de mirar con los ojos y el corazón de Dios, con su misma invencible compasión y ternura. Rezar con ternura por los otros.

Hermanos y hermanas, todos somos hojas del mismo árbol: cada desprendimiento nos recuerda la gran piedad que debemos nutrir, en la oración, los unos por los otros. Recemos los unos por los otros: nos hará bien a nosotros y hará bien a todos. ¡Gracias!


Saludos:

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Mañana comenzamos los días mayores de Adviento, y la liturgia se centra con mayor énfasis en la preparación de la Navidad. En estos días tan especiales, los animo a dedicar más tiempo a la oración de intercesión: recemos con mayor intensidad pidiendo unos por otros, en particular por los que más sufren. Que Dios los bendiga.


 

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

La oración verdadera no nos separa de la realidad. El que reza presenta al Señor los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren. Todos necesitamos tiempos y espacios de silencio y soledad para la relación con Dios, para escuchar su voz. En la oración, el Señor nos bendice y nos hace pan partido y repartido para la vida del mundo.

La oración de intercesión abre las puertas del corazón de quien reza por los demás. Es una puerta abierta para los que rezan sin saberlo, para los que no rezan pero esconden un grito sofocado en su interior, para los que se equivocaron y no encuentran el rumbo. Cualquiera puede encontrar en la persona orante un corazón compasivo que ruega por todos sin excluir a nadie. Es como una “antena” de Dios, que está en sintonía con su misericordia y ve a Cristo en los rostros de las personas por las que reza.

En la oración experimentamos que todos somos hermanos, que pertenecemos a la misma humanidad frágil y pecadora. El que reza lo hace por todos, y también por sí mismo. La Iglesia, en todos sus miembros, tiene la misión de practicar la oración de intercesión, especialmente quienes tienen un rol de responsabilidad: padres, educadores, sacerdotes, superiores de comunidad. Este modo de oración nos ayuda a mirar a los otros con los ojos y el corazón de Dios, con su misma ternura y compasión.

9 de diciembre de 2020

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

En la oración descubrimos nuestra pequeñez y dependencia, porque orar significa adorar, alabar y suplicar al Señor por todo aquello que necesitamos, tanto materialmente como espiritualmente. Adoramos y alabamos al Señor porque es nuestro Padre y de Él recibimos todo lo que somos y tenemos, y también necesitamos. Por eso, a través de la oración - sobre todo el Padrenuestro que el mismo Jesús nos enseñó, le pedimos por nuestras carencias, enfermedades y sufrimientos.

Hoy el Papa Francisco nos sigue introduciendo en este apasionante mundo de la oración. Una oración que nos relaciona con nuestro Padre Dios y de la que Jesús nos dio muchas enseñanzas y ejemplos. Orar es hablar con nuestro Padre Dios y, ¿de qué hablamos con nuestro Padre? Pues, de todo lo que le queremos y necesitamos. La oración es el vehículo que nos pone en contacto directo con nuestro Padre Dios.



PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 9 de diciembre de 2020

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Catequesis 18. La oración de súplica

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Continuamos con nuestras reflexiones sobre la oración. La oración cristiana es plenamente humana —nosotros rezamos como personas humanas, como lo que somos—, incluye la alabanza y la súplica. De hecho, cuando Jesús enseñó a sus discípulos a rezar, lo hizo con el “Padrenuestro”, para que nos pongamos con Dios en la relación de confianza filial y le dirijamos todas nuestras necesidades. Suplicamos a Dios por los dones más sublimes: la santificación de su nombre entre los hombres, el advenimiento de su señoría, la realización de su voluntad de bien en relación con el mundo. El Catecismo recuerda: «Hay una jerarquía en las peticiones: primero el Reino, a continuación lo que es necesario para acogerlo y para cooperar a su venida» (n. 2632). Pero en el “Padrenuestro” rezamos también por los dones más sencillos, por los dones más cotidianos, como el “pan de cada día” —que quiere decir también la salud, la casa, el trabajo, las cosas de todos los días; y también quiere decir por la Eucaristía, necesaria para la vida en Cristo—; así como rezamos por el perdón de los pecados —que es algo cotidiano; siempre necesitamos perdón—, y por tanto la paz en nuestras relaciones; y finalmente que nos ayude en las tentaciones y nos libre del mal.

Pedir, suplicar. Esto es muy humano. Escuchamos una vez más el Catecismo: «Mediante la oración de petición mostramos la conciencia de nuestra relación con Dios: por ser criaturas, no somos ni nuestro propio origen, ni dueños de nuestras adversidades, ni nuestro fin último; pero también, por ser pecadores, sabemos, como cristianos, que nos apartamos de nuestro Padre. La petición ya es un retorno hacia Él» (n. 2629).

Si uno se siente mal porque ha hecho cosas malas —es un pecador— cuando reza el Padrenuestro ya se está acercando al Señor. A veces podemos creer que no necesitamos nada, que nos bastamos nosotros mismos y vivimos en la autosuficiencia más completa. ¡A veces sucede esto! Pero antes o después esta ilusión se desvanece. El ser humano es una invocación, que a veces se convierte en grito, a menudo contenido. El alma se parece a una tierra árida, sedienta, como dice el Salmo (cf. Sal 63,2). Todos experimentamos, en un momento u otro de nuestra existencia, el tiempo de la melancolía o de la soledad. La Biblia no se avergüenza de mostrar la condición humana marcada por la enfermedad, por las injusticias, la traición de los amigos, o la amenaza de los enemigos. A veces parece que todo se derrumba, que la vida vivida hasta ahora ha sido vana. Y en estas situaciones aparentemente sin escapatoria hay una única salida: el grito, la oración: «¡Señor, ayúdame!». La oración abre destellos de luz en la más densa oscuridad. «¡Señor, ayúdame!». Esto abre el camino, abre la senda.

Nosotros los seres humanos compartimos esta invocación de ayuda con toda la creación. No somos los únicos que “rezamos” en este universo exterminado: cada fragmento de la creación lleva inscrito el deseo de Dios. Y San Pablo lo expresó de esta manera. Dice así: «Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no solo ella, también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo» (Rm 8,22-24). En nosotros resuena el gemido multiforme de las creaturas: de los árboles, de las rocas, de los animales… Todo anhela la realización. Escribió Tertuliano: «Ora toda la creación, oran los animales domésticos y los salvajes, y doblan las rodillas y, cuando salen de sus establos o guaridas, levantan la vista hacia el cielo y con la boca, a su manera, hacen vibrar el aire.También las aves, cuando despiertan, alzan el vuelo hacia el cielo y extienden las alas, en lugar de las manos, en forma de cruz y dicen algo que asemeja una oración» (De oratione, XXIX).  Esta es una expresión poética para hacer un comentario a lo que San Pablo dice “que toda la creación gime, reza”. Pero nosotros, somos los únicos que rezamos conscientemente, que sabemos que nos dirigimos al Padre, y que entramos en diálogo con el Padre.

Por tanto, no tenemos que escandalizarnos si sentimos la necesidad de rezar, no tener vergüenza. Y sobre todo cuando estamos en la necesidad, pedir. Jesús hablando de un hombre deshonesto, que debe hacer cuentas con su patrón, dice esto: “Pedir, me avergüenzo”. Y muchos de nosotros tenemos este sentimiento: tenemos vergüenza de pedir; de pedir ayuda, de pedir a alguien que nos ayude a hacer algo, a llegar a esa meta, y también vergüenza de pedir a Dios. No hay que tener vergüenza de rezar y de decir: “Señor, necesito esto”, “Señor, estoy en esta dificultad”, “¡Ayúdame!”. Es el grito del corazón hacia Dios que es Padre. Y tenemos que aprender a hacerlo también en los tiempos felices; dar gracias a Dios por cada cosa que se nos da, y no dar nada por descontado o debido: todo es gracia. El Señor siempre nos da, siempre, y todo es gracia, todo. La gracia de Dios. Sin embargo, no reprimamos la súplica que surge espontánea en nosotros. La oración de petición va a la par que la aceptación de nuestro límite y de nuestra creaturalidad. Se puede incluso llegar a no creer en Dios, pero es difícil no creer en la oración: esta sencillamente existe; se presenta a nosotros como un grito; y todos tenemos que lidiar con esta voz interior que quizá puede callar durante mucho tiempo, pero un día se despierta y grita.

Hermanos y hermanas, sabemos que Dios responderá. No hay orante en el Libro de los Salmos que levante su lamento y no sea escuchado. Dios responde siempre: hoy, mañana, pero siempre responde, de una manera u otra. Siempre responde. La Biblia lo repite infinidad de veces: Dios escucha el grito de quien lo invoca. También nuestras peticiones tartamudeadas, las que quedan en el fondo del corazón, que tenemos también vergüenza de expresar, el Padre las  escucha y quiere donarnos el Espíritu Santo, que anima toda oración y lo transforma todo. Es cuestión de paciencia, siempre, de soportar la espera. Ahora estamos en tiempo de Adviento, un tiempo típicamente de espera para la Navidad. Nosotros estamos en espera. Esto se ve bien. Pero también toda nuestra vida está en espera. Y la oración está en espera siempre, porque sabemos que el Señor responderá. Incluso la muerte tiembla cuando un cristiano reza, porque sabe que todo orante tiene un aliado más fuerte que ella: el Señor Resucitado. La muerte ya ha sido derrotada en Cristo, y vendrá el día en el que todo será definitivo, y ella ya no se burlará más de nuestra vida y de nuestra felicidad.

Aprendamos a estar en la espera del Señor. El Señor viene a visitarnos, no solo en estas fiestas grandes — la Navidad, la Pascua —, sino que el Señor nos visita cada día en la intimidad de nuestro corazón si nosotros estamos a la espera. Y muchas veces no nos damos cuenta de que el Señor está cerca, que llama a nuestra puerta y lo dejamos pasar. “Tengo miedo de Dios cuando pasa; tengo miedo de que pase y yo no me dé cuenta”, decía san Agustín. Y el Señor pasa, el Señor viene, el Señor llama. Pero si tú tienes los oídos llenos de otros ruidos, no escucharás la llamada del Señor.

Hermanos y hermanas, estar en espera: ¡esta es la oración!


 

Saludos:

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Hoy conmemoramos a san Juan Diego, a quien Nuestra Señora de Guadalupe escogió como su enviado. Que a través de su intercesión presente a la Virgen los países de América Latina, damnificados por la pandemia y los desastres naturales, para que ella, como Madre, salga al encuentro de sus hijos y los cubra con su manto. Pidamos además al Señor que infunda en nosotros su Espíritu Santo para que vivifique nuestra oración y transforme nuestro corazón, abriéndolo al servicio de la caridad. Que el Señor los bendiga a todos.


 

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

La oración cristiana es plenamente humana porque abraza la alabanza y la súplica. Encontramos esta realidad en la oración que Jesús nos enseñó, el “Padrenuestro”, modelo de toda oración. Nos dirigimos a Dios como hijos y con confianza filial le presentamos todas nuestras necesidades. Le suplicamos los dones más sublimes, empezando por la santificación de su nombre y la venida de su reino, y también los dones más sencillos, como el pan de cada día, que incluye salud, casa, comida, necesarios para nuestra vida corporal, y también la Eucaristía, alimento para nuestra vida espiritual.

Pedir, suplicar es algo muy humano, ya que como creaturas no somos autónomos, sino que dependemos de la bondad del Señor. Prueba de ello es la precariedad de nuestra condición humana, marcada por la enfermedad, por las injusticias, la soledad y el sufrimiento. Cuando parece que todo está perdido, sentimos la necesidad de rezar a Dios. La oración ilumina la oscuridad interior que nos angustia y nos abre a la esperanza.

Nosotros, seres humanos, compartimos esta “invocación de ayuda al Señor” con toda la creación, que lleva impreso el anhelo de Dios y ansía alcanzar su realización. Y nuestro consuelo es la seguridad de que Él escucha siempre nuestras súplicas y responde a nuestros ruegos como Padre amoroso.

 

2 de diciembre de 2020

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

El Papa nos habla hoy de la oración de bendición. Una oración de la que Jesús es la gran bendición que el Padre nos da y nos envía para nuestra salvación. Estamos bendecidos, nos dice el Papa, y eso nos debe llenar de esperanza y de paz. Porque, Dios nos espera y nos ama hasta el último momento de nuestra vida y su bendición nos acompaña y nos perdona todos nuestros desplantes y pecados. Seamos también nosotros una bendición para llevar la Buena Noticia de esperanza a los demás.

 



PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 2 de diciembre de 2020

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Catequesis 17. La bendición

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy nos detenemos en una dimensión esencial de la oración: la bendición. Continuamos las reflexiones sobre la oración. En las narraciones de la creación (cfr. Gen 1-2) Dios continuamente bendice la vida, siempre. Bendice a los animales (1,22), bendice al hombre y a la mujer (1,28), finalmente bendice el sábado, día de reposo y del disfrute de toda la creación (2,3). Es Dios que bendice. En las primeras páginas de la Biblia es un continuo repetirse de bendiciones. Dios bendice, pero también los hombres bendicen, y pronto se descubre que la bendición posee una fuerza especial, que acompaña para toda la vida a quien la recibe, y dispone el corazón del hombre a dejarse cambiar por Dios (Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 61).

Al principio del mundo está Dios que “dice-bien”, bien-dice, dice-bien. Él ve que cada obra de sus manos es buena y bella, y cuando llega al hombre, y la creación se realiza, reconoce que «estaba muy bien» (Gen 1,31). Poco después, esa belleza que Dios ha impreso en su obra se alterará, y el ser humano se convertirá en una criatura degenerada, capaz de difundir el mal y la muerte por el mundo; pero nada podrá cancelar nunca la primera huella de Dios, una huella de bondad que Dios ha puesto en el mundo, en la naturaleza humana, en todos nosotros: la capacidad de bendecir y el hecho de ser bendecidos. Dios no se ha equivocado con la creación y tampoco con la creación del hombre. La esperanza del mundo reside completamente en la bendición de Dios: Él sigue queriéndonos, Él el primero, como dice el poeta Péguy[1], sigue esperando nuestro bien.

La gran bendición de Dios es Jesucristo, es el gran don de Dios, su Hijo. Es una bendición para toda la humanidad, es una bendición que nos ha salvado a todos. Él es la Palabra eterna con la que el Padre nos ha bendecido «siendo nosotros todavía pecadores» (Rm 5,8) dice san Pablo: Palabra hecha carne y ofrecida por nosotros en la cruz.

San Pablo proclama con emoción el plan de amor de Dios y dice así: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado» (Ef 1,3-6). No hay pecado que pueda cancelar completamente la imagen del Cristo presente en cada uno de nosotros. Ningún pecado puede cancelar esa imagen que Dios nos ha dado a nosotros. La imagen de Cristo. Puede desfigurarla, pero no puede quitarla de la misericordia de Dios. Un pecador puede permanecer en sus errores durante mucho tiempo, pero Dios es paciente hasta el último instante, esperando que al final ese corazón se abra y cambie. Dios es como un buen padre y como una buena madre, también Él es una buena madre: nunca dejan de amar a su hijo, por mucho que se equivoque, siempre. Me viene a la mente las muchas veces que he visto a la gente hacer fila para entrar en la cárcel. Muchas madres en fila para entrar y ver a su hijo preso: no dejan de amar al hijo y ellas saben que la gente que pasa en el autobús dice “Ah, esa es la madre del preso”. Y sin embargo no tienen vergüenza por esto, o mejor, tienen vergüenza pero van adelante, porque es más importante el hijo que la vergüenza. Así nosotros para Dios somos más importantes que todos los pecados que nosotros podamos hacer, porque Él es padre, es madre, es amor puro, Él nos ha bendecido para siempre. Y no dejará nunca de bendecirnos.

Una experiencia intensa es la de leer estos textos bíblicos de bendición en una prisión, o en un centro de desintoxicación. Hacer sentir a esas personas que permanecen bendecidas no obstante sus graves errores, que el Padre celeste sigue queriendo su bien y esperando que se abran finalmente al bien. Si incluso sus parientes más cercanos les han abandonado, porque ya les juzgan como irrecuperables, para Dios son siempre hijos. Dios no puede cancelar en nosotros la imagen de hijo, cada uno de nosotros es hijo, es hija. A veces ocurren milagros: hombres y mujeres que renacen.  Porque encuentran esta bendición que les ha ungido como hijos. Porque la gracia de Dios cambia la vida: nos toma como somos, pero no nos deja nunca como somos.

Pensemos en lo que hizo Jesús con Zaqueo (cfr. Lc 19,1-10), por ejemplo. Todos veían en él el mal; Jesús sin embargo ve un destello de bien, y de ahí, de su curiosidad por ver a Jesús, hace pasar la misericordia que salva. Así cambió primero el corazón y después la vida de Zaqueo. En las personas marginadas y rechazadas, Jesús veía la indeleble bendición del Padre. Zaqueo es un pecador público, ha hecho muchas cosas malas, pero Jesús veía ese signo indeleble de la bendición del Padre y de ahí su compasión. Esa frase que se repite tanto en el Evangelio, “tuvo compasión”,  y esa compasión lo lleva a ayudarlo y cambiarle el corazón. Es más, llegó a identificarse a sí mismo con cada persona necesitada (cfr. Mt 25,31-46). En el pasaje del “protocolo” final sobre el cual todos nosotros seremos juzgados, Mateo 25, Jesús dice: “Yo estaba hambriento, yo estaba desnudo, yo estaba en la cárcel, yo estaba en el hospital, yo estaba ahí…”.

Ante la bendición de Dios, también nosotros respondemos bendiciendo —Dios nos ha enseñado a bendecir y nosotros debemos bendecir—: es la oración de alabanza, de adoración, de acción de gracias. El Catecismo escribe: «La oración de bendición es la respuesta del hombre a los dones de Dios: porque Dios bendice, el corazón del hombre puede bendecir a su vez a Aquel que es la fuente de toda bendición» (n. 2626). La oración es alegría y reconocimiento. Dios no ha esperado que nos convirtiéramos para comenzar a amarnos, sino que nos ha amado primero, cuando todavía estábamos en el pecado.

No podemos solo bendecir a este Dios que nos bendice, debemos bendecir todo en Él, toda la gente, bendecir a Dios y bendecir a los hermanos, bendecir el mundo: esta es la raíz de la mansedumbre cristiana, la capacidad de sentirse bendecidos y la capacidad de bendecir. Si todos nosotros hiciéramos así, seguramente no existirían las guerras. Este mundo necesita bendición y nosotros podemos dar la bendición y recibir la bendición. El Padre nos ama. Y a nosotros nos queda tan solo la alegría de bendecirlo y la alegría de darle gracias, y de aprender de Él a no maldecir, sino bendecir.  Y aquí solamente una palabra para la gente que está acostumbrada a maldecir, la gente que tiene siempre en la boca, también en el corazón, una palabra fea, una maldición. Cada uno de nosotros puede pensar: ¿yo tengo esta costumbre de maldecir así? Y pedir al Señor la gracia de cambiar esta costumbre para que nosotros tengamos un corazón bendecido y de un corazón bendecido no puede salir una maldición. Que el Señor nos enseñe a no maldecir nunca sino a bendecir.

 

[1] Le porche du mystère de la deuxième vertu, primera ed. 1911. Ed. es. El pórtico del misterio de la segunda virtud.


Saludos:

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Los animo a responder al amor de Dios Padre, que nos ha amado en su Hijo Jesucristo, con la alegría de bendecirlo y de darle gracias, y a aprender de su bondad a no responder jamás al mal con el mal, sino a bendecir siempre, porque para eso fuimos llamados, para heredar una bendición. Gracias.

 

LLAMAMIENTO

Deseo asegurar mi oración por Nigeria, lamentablemente una vez más ensangrentada por una masacre terrorista. El sábado pasado, en el noreste del país, fueron brutalmente asesinados más de cien campesinos. Dios les acoja en su paz y consuele a sus familiares; y convierta los corazones de quien comete tales horrores, que ofenden gravemente su nombre.

Hoy es el cuadragésimo aniversario de la muerte de cuatro misioneras norteamericanas asesinadas en El Salvador: las monjas de Maryknoll Ita Ford y Maura Clarke, la monja ursulina Dorothy Kazel y la voluntaria Jean Donovan. El 2 de diciembre de 1980 fueron secuestradas, violadas y asesinadas por un grupo de paramilitares. Prestaban su servicio a El Salvador en el contexto de la guerra civil. Con empeño evangélico y corriendo grandes riesgos llevaban comida y medicinas a los desplazados y ayudaban a las familias más pobres. Estas mujeres vivieron su fe con gran generosidad. Son un ejemplo para todos para convertirse en fieles discípulos misioneros.


 

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy nos detenemos en una dimensión esencial de la oración: la bendición. Como nos narra el libro del Génesis, desde el inicio Dios bendijo la creación, afirmando que todo era bueno. Por más que el pecado empañó la huella de Dios en nosotros, nada podrá cancelarla. La bendición de Dios, su benevolencia hacia nosotros, es el motivo de nuestra esperanza. Dios siempre nos ama.

Cristo es la gran bendición de Dios para nosotros; con Él, con su Palabra eterna nos bendijo cuando todavía éramos pecadores. Dios, en su designio de amor y con infinita paciencia, espera hasta el último instante a que cada pecador abra su corazón a Él. Es una experiencia intensa el poder leer esta bendición en una prisión o en un centro de desintoxicación. Las personas acogidas en estos lugares perciben que Dios las sigue bendiciendo y no las abandona aun cuando sus mismos parientes y amigos las consideren irrecuperables. La gracia de Dios obra en ellos y es capaz de transformarlas.

Ante la bendición de Dios, le correspondemos bendiciendo con la oración de alabanza, de adoración, de acción de gracias. A través de la oración respondemos con gratitud a los dones que Dios nos concede. Dios no ha esperado que nos convirtiéramos para comenzar a amarnos. Dios nos ha amado primero, cuando todavía estábamos en el pecado. Caer en la cuenta del amor que Dios nos tiene llena nuestro corazón de paz y alegría.