Benedicto XVI: santa Gertrudis la Grande
Hoy en la Audiencia General
CIUDAD DEL
VATICANO, miércoles 6 de octubre de 2010 (ZENIT.org).-
Ofrecemos a continuación la catequesis que el Papa Benedicto XVI
pronunció hoy durante la Audiencia General, en la Plaza de San Pedro, y
que dedicó a santa Gertrudis la Grande, mística alemana del sigo XIII.
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Queridos hermanos y hermanas,
Santa Gertrudis la Grande, de la que quisiera
hablaros hoy, nos lleva también esta semana al monasterio de Helfta,
donde nacieron algunas de las obras maestras de la literatura religiosa
femenina latino-germánica. A este mundo pertenece Gertrudis, una de las
místicas más famosas, única mujer de Alemania que lleva el apelativo “la
Grande”, por su estatura cultural y evangélica: con su vida y su
pensamiento incidió de modo singular en la espiritualidad cristiana. Es
una mujer excepcional, dotada de talentos naturales particulares y de
extraordinarios dones de la gracia, de profundísima humildad y ardiente
celo por la salvación del prójimo, de íntima comunión con Dios en la
contemplación y disponibilidad para socorrer a los necesitados.
En
Helfta se compara, por así decirlo, sistemáticamente con su maestra
Matilde de Hackeborn, de la que hablé en la Audiencia del pasado
miércoles; entra en relación con Matilde de Magdeburgo, otra mística
medieval; crece bajo el cuidado maternal, dulce y exigente de la abadesa
Gertrudis. De estas tres hermanas suyas adquiere tesoros de experiencia
y sabiduría; los elabora en una síntesis propia, recorriendo su
itinerario religioso con confianza ilimitada en el Señor. Expresa la
riqueza de la espiritualidad no sólo en su mundo monástico, sino también
y sobre todo en el mundo bíblico, litúrgico,patrístico y benedictino,
con un sello personalísimo y con gran eficacia comunicativa.
Nació
el 6 de enero de 1256, fiesta de la Epifanía, pero no se sabe nada de
sus padres ni de su lugar de nacimiento. Gertrudis escribe que el Señor
mismo le revela el sentido de este primer desarraigo suyo, dice que el
Señor habría dicho: “La elegí por morada mía porque me complazco de que
todo lo que hay de amable en ella sea obra mía […]. Precisamente por
esta razón la alejé de todos sus parientes para que nadie la amase por
razón de consanguinidad y yo fuese el único motivo del afecto que la
mueve” (Las Revelaciones, I, 16, Siena 1994, p. 76-77).
A la edad
de cinco años, en 1261, entra en el monasterio, como se acostumbraba a
menudo en aquella época, para la formación y el estudio. Aquí transcurre
toda su existencia, de la que ella misma señala las etapas más
significativas. En sus memorias recuerda que el Señor la preservó con
paciencia generosa e infinita misericordia, olvidando los años de su
infancia, adolescencia y juventud, transcurridos – escribe: “en una tal
ceguera de mente que habría sido capaz […] de pensar, decir o hacer sin
ningún remordimiento todo lo que me habría gustado y donde hubiese
querido, si tu no me hubieses preservado, sea con un horror inherente
por el mal y una natural inclinación al bien, sea con la vigilancia
externa de los demás. Me habría comportado como una pagana […] y ello
aún habiendo querido tu que desde la infancia, desde mi quinto año de
edad, habitara en el santuario bendito de la religión para ser educada
entre tus amigos más devotos” (Ibid., II, 23 140s).
Gertrudis fue
una estudiante extraordinaria, aprendió todo lo que se podía aprender
de las ciencias del Trivio y del Cuadrivio; estaba fascinada por el
saber y se dedicó al estudio profano con ardor y tenacidad, consiguiendo
éxitos escolares más allá de toda expectativa. Si no sabemos nada de
sus orígenes, ella cuenta mucho sobre sus pasiones juveniles: la
literatura, la música y el canto, el arte de la miniatura la cautivan;
tiene un carácter fuerte, decidido, inmediato, impulsivo; a menudo dice
que es negligente; reconoce sus defectos, pide humildemente perdón por
ellos. Con humildad pide consejos y oraciones por su conversión. Hay
rasgos de su temperamento y defectos que la acompañarán hasta el final,
hasta el punto de hacer asombrar a algunas personas, que se preguntan
cómo es posible que el Señor la prefiera tanto.
De estudiante
pasó a consagrarse totalmente a Dios en la vida monástica y durante
veinte años no sucedió nada excepcional: el estudio y la oración fueron
su actividad principal. Por sus dotes sobresale entre sus hermanas; es
tenaz en consolidar su cultura en campos diversos. Pero, durante el
Adviento de 1280, empieza a sentir disgusto de todo ello, advierte su
vanidad y el 27 de enero de 1281, pocos días antes de la fiesta de la
Purificación de la Virgen, hacia la hora de Completas, el Señor ilumina
sus densas tinieblas. Con suavidad y dulzura calma la turbación que la
angustia, turbación que Gertrudis ve como un mismo don de Dios “para
abatir esa torre de vanidad y de curiosidad que, ay de mí, aún llevando
el nombre y el hábito de religiosa, había ido elevando con mi soberbia, y
al menos así encontrar el camino para mostrarme tu salvación” (Ibid.,
II,1, p. 87). Tiene la visión de un jovencito que la guía a superar la
maraña de espinas que oprime su alma, tomándola de la mano. En esa mano,
Gertrudis reconoce “la preciosa huella de esas llagas que abrogaron
todas las actas de acusación de nuestros enemigos” (Ibid., II,1, p. 89),
reconoce a Aquel que sobre la Cruz nos salvó con su sangre, Jesús.
Desde
aquel momento, su vida de comunión con el Señor se intensifica, sobre
todo en los tiempos litúrgicos más significativos – Adviento-Navidad,
Cuaresma-Pascua, fiestas de la Virgen – aún cuando, enferma, no podía
dirigirse al coro. Es el mismo humus litúrgico de Matilde, su maestra,
que Gertrudis, sin embargo, describe con imágenes, símbolos y términos
más simples y lineales, más realistas, con referencias más directas a la
Biblia, a los Padres, al mundo benedictino.
Su biógrafa indica
dos direcciones de la que podríamos definir una particular “conversión”
suya: en los estudios, con el paso radical de los estudios humanistas
profanos a los teológicos, y en la observancia monástica, con el paso de
la vida que ella define como negligente a la vida de oración intensa,
mística, con un excepcional ardor misionero. El Señor, que la había
elegido desde el seno materno y que desde pequeña la había hecho
participar en el banquete de la vida monástica, la vuelve a llamar con
su gracia “desde las cosas externas a la vida interior, y desde las
ocupaciones terrenas al amor por las cosas espirituales”. Gertrudis
comprende que ha estado lejos de Él, en la región de la disimilitud,
como dice san Agustín: de haberse dedicado con demasiada avidez a los
estudios liberales, a la sabiduría humana, descuidando la ciencia
espiritual, privándose del gusto de la verdadera sabiduría; ahora es
conducida al monte de la contemplación, donde deja al hombre viejo para
revestirse del nuevo. “De gramática se convierte en teóloga, con la
lectura incansable y cuidadosa de todos los libros sagrados que podía
tener u obtener, llenaba su corazón de las más útiles y dulces
sentencias de la Sagrada Escritura. Tenía por ello siempre dispuesta
alguna palabra inspirada y de edificación con la que satisfacer a quien
venía a consultarla, y al mismo tiempo los textos escriturísticos más
adecuados para confutar cualquier opinión errónea y cerrar la boca a sus
oponentes” (Ibid., I,1, p. 25).
Gertrudis transforma todo esto
en apostolado: se dedica a escribir y divulgar las verdades de la fe con
claridad y sencillez, gracia y persuasión, sirviendo con amor y
fidelidad a la Iglesia, hasta el punto de que fue útil y bienvenida para
los teólogos y las personas piadosas. De esta intensa actividad suya
nos queda poco, también a causa de las circunstancias que llevaron a la
destrucción del monasterio de Helfta. Además del “Heraldo del divino
amor” o “Las revelaciones”, nos quedan los “Ejercicios Espirituales”,
una rara joya de la literatura mística espiritual.
En la
observancia religiosa, nuestra santa es “una columna firme …], firmísima
propugnadora de la justicia y de la verdad”, dice su biógrafa (Ibid.,
I, 1, p. 26). Con las palabras y el ejemplo suscita en los demás gran
fervor. A las oraciones y a las penitencias de la regla monástica añade
otras con tal devoción y abandono confiado en Dios, que suscita en quien
la encuentra la conciencia de estar en la presencia del Señor. Y de
hecho Dios mismo le da a entender que la ha llamado a ser instrumento de
su gracia. De este inmenso tesoro divino Gertrudis se siente indigna,
confiesa no haberlo custodiado y valorado. Exclama: “¡Ay de mí! ¡Si Tu
me hubieses dado para recuerdo tuyo, indigna como soy, incluso un solo
hilo de estopa, habría sin embargo debido guardarlo con mayor respeto y
reverencia de cuanta he tenido por estos dones tuyos!” (Ibid., II,5, p.
100). Pero, reconociendo su pobreza y su indignidad, ella se adhiere a
la voluntad de Dios, “porque – afirma – he aprovechado tan poco tus
gracias que no puedo decidirme a creer que me hayan sido concedidas para
mí sola, no pudiendo tu eterna sabiduría ser frustrada por alguien.
Haz, por tanto, o Dador de todo bien, que me has concedido gratuitamente
dones tan inmerecidos, que, leyendo este escrito, el corazón de al
menos uno de tus amigos se conmueva por el pensamiento de que el celo
por las almas te ha inducido a dejar durante tanto tiempo una gema de
valor tan inestimable en medio del fango abominable de mi corazón”
(Ibid., II,5, p. 100s).
En particular, dos favores le fueron más
queridos que ningún otro, como escribe la propia Gertrudis: “Los
estigmas de tus saludables llagas que me imprimiste, como preciosas
joyas, en el corazón, y la profunda y saludable herida de amor con que
lo marcaste. Tu me inundaste con estos dones tuyos de tanta alegría que,
aunque tuviese que vivir mil años sin ningún consuelo ni interior ni
exterior, su recuerdo bastaría para reconfortarme, iluminarme, colmarme
de gratitud. Quisiste también introducirme en la inestimable intimidad
de tu amistad, abriéndome de muchas firmas ese sagrario nobilísimo de tu
Divinidad que es tu Corazón divino […]. A este cúmulo de beneficios
añadiste el de darme por Abogada a la santísima Virgen María Madre Tuya,
y de haberme recomendado a menudo a su afecto como el más fiel de los
esposos podría recomendar a su propia madre su esposa querida” (Ibid.,
II, 23, p. 145).
Dirigida hacia la comunión sin fin, concluyó su
vida terrena el 17 de noviembre de 1301 o 1302, a la edad de casi 46
años. En el séptimo Ejercicio, el de la preparación a la muerte, santa
Gertrudis escribe: “Oh, Jesús, tu que me eres inmensamente querido,
estate siempre conmigo, para que mi corazón permanezca contigo y tu amor
persevere conmigo sin posibilidad de división, y mi tránsito sea
bendecido por tí, de modo que mi espíritu, libre de los lazos de la
carne, pueda inmediatamente encontrar reposo en ti. Amen” (Esercizi,
Milán 2006, p. 148).
Me parece obvio que estas no son sólo
cosas del pasado, históricas, sino que la existencia de santa Gertrudis
sigue siendo una escuela de vida cristiana, de recta vía, que nos
muestra que el centro de una vida feliz, de una vida verdadera, es la
amistad con Jesús el Señor. Y esta amistad se aprende en el amor por la
Sagrada Escritura, en el amor por la liturgia, en la fe profunda, en el
amor por María, de forma que se conozca cada vez más realmente a Dios
mismo y así la verdadera felicidad, la meta de nuestra vida. Gracias.