Benedicto XVI: “Todos estamos llamados a la santidad”
Hoy en la Audiencia General
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 13 de abril de 2011 (ZENIT.org).-
A continuación ofrecemos el discurso que el Santo Padre Benedicto XVI
dirigió a los fieles reunidos en la plaza San Pedro , durante la
Audiencia General celebrada esta mañana.
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas,
en
las Audiencias Generales de estos últimos dos años, nos han acompañado
las figuras de muchos Santos y Santas: hemos aprendido a conocerles
desde cerca y a entender que toda la historia de la Iglesia está marcada
por estos hombres y mujeres que con su fe, con su caridad, con su vida
fueron los faros de muchas generaciones, y lo son también para nosotros.
Los santos manifiestan de muchos modos la presencia potente y
transformadora del Resucitado; dejaron que Cristo tomase tan plenamente
sus vidas que podían afirmar como san Pablo “no vivo yo, es Cristo que
vive en mí” (Ga 2,20). Seguir su ejemplo, recurrir a su
intercesión, entrar en comunión con ellos, “nos une a Cristo, del cual,
como de la Fuente y la Cabeza, emana toda la gracia y toda la vida del
mismo Pueblo de Dios” (Conc. Ec. Vat. II, Cost. Dogm. Lumen gentium 50. Al final de este ciclo de catequesis, quisiera ofrecer alguna idea de lo que es la santidad.
¿Qué
quiere decir ser santos? ¿Quién está llamado a ser santo? A menudo se
piensa que la santidad es un objetivo reservado a unos pocos elegidos.
San Pablo, sin embargo, habla del gran diseño de Dios y afirma: “En él –
Cristo – (Dios) nos ha elegido antes de la creación del mundo, y
para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor” (Ef 1,4). Y habla de todos nosotros. En el centro del diseño divino está Cristo, en el que Dios muestra su Rostro: el Misterio escondido en los siglos se ha revelado en la plenitud del Verbo hecho carne. Y Pablo dice después: “porque Dios quiso que en él residiera toda la Plenitud” (Col 1,19). En Cristo el Dios viviente se ha hecho cercano, visible, audible, tangible de manera que todos puedan obtener de su plenitud de gracia y de verdad (cfr Jn 1,14-16). Por esto, toda la existencia cristiana conoce una única suprema ley, la que san Pablo expresa en un fórmula que aparece en todos sus escritos: en Cristo Jesús. La santidad, la plenitud de la vida cristiana no consiste en el realizar empresas extraordinarias, sino en la unión con Cristo, en el vivir sus misterios, en el hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. La medida de la santidad vienen dada por la altura de la santidad que Cristo alcanza en nosotros, de cuanto, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida sobre la suya. Es el conformarnos a Jesús, como afirma san Pablo: “En efecto, a los que Dios conoció de antemano, los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo” (Rm 8,29). Y san Agustín exclama: “Viva será mi vida llena de Ti (Confesiones, 10,28). El Concilio Vaticano II, en la Constitución sobre la Iglesia, habla con claridad de la llamada universal a la santidad, afirmando que nadie está excluido: “Una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios ...siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer ser hechos partícipes de su gloria” (nº41).
para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor” (Ef 1,4). Y habla de todos nosotros. En el centro del diseño divino está Cristo, en el que Dios muestra su Rostro: el Misterio escondido en los siglos se ha revelado en la plenitud del Verbo hecho carne. Y Pablo dice después: “porque Dios quiso que en él residiera toda la Plenitud” (Col 1,19). En Cristo el Dios viviente se ha hecho cercano, visible, audible, tangible de manera que todos puedan obtener de su plenitud de gracia y de verdad (cfr Jn 1,14-16). Por esto, toda la existencia cristiana conoce una única suprema ley, la que san Pablo expresa en un fórmula que aparece en todos sus escritos: en Cristo Jesús. La santidad, la plenitud de la vida cristiana no consiste en el realizar empresas extraordinarias, sino en la unión con Cristo, en el vivir sus misterios, en el hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. La medida de la santidad vienen dada por la altura de la santidad que Cristo alcanza en nosotros, de cuanto, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida sobre la suya. Es el conformarnos a Jesús, como afirma san Pablo: “En efecto, a los que Dios conoció de antemano, los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo” (Rm 8,29). Y san Agustín exclama: “Viva será mi vida llena de Ti (Confesiones, 10,28). El Concilio Vaticano II, en la Constitución sobre la Iglesia, habla con claridad de la llamada universal a la santidad, afirmando que nadie está excluido: “Una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios ...siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer ser hechos partícipes de su gloria” (nº41).
Pero
permanece la pregunta: ¿Cómo podemos recorrer el camino de santidad,
responder a esta llamada? ¿Puedo hacerlo con mis fuerzas? La respuesta
está clara: una vida santa no es fruto principalmente de nuestro
esfuerzo, de nuestras acciones, porque es Dios, el tres veces Santo (
(cfr Is 6,3), que nos hace santos, y la acción del Espíritu Santo
que nos anima desde nuestro interior, es la vida misma de Cristo
Resucitado, que se nos ha comunicado y que nos transforma. Para decirlo
otra vez según el Concilio Vaticano II: “Los seguidores de Cristo,
llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y
gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el
bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de
la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos. En
consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y
perfeccionen en su vida la santificación que recibieron” (ibid.,
40). La santidad tiene, por tanto, su raíz principal en la gracia
bautismal, en el ser introducidos en el Misterio pascual de Cristo, con
el que se nos comunica su Espíritu, su vida de Resucitado, san Pablo
destaca la transformación que obra en el hombre la gracia bautismal y
llega a cuñar una terminología nueva, forjada con la preposición “con”: con-muertos, con-sepultados, con-resucitados, con-vivificados con
Cristo; nuestro destino está vinculado indisolublemente al suyo. “Por
el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como
Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una
Vida nueva” (Rm 6,4). Pero Dios respeta siempre nuestra libertad y pide
que aceptemos este don y vivamos las exigencias que comportan, pide que
nos dejemos transformar por la acción del Espíritu Santo, conformando
nuestra voluntad a la voluntad de Dios.
¿Cómo puede suceder que
nuestro modo de pensar y nuestras acciones se conviertan en el pensar y
en el actuar con Cristo y de Cristo? ¿Cuál es el alma de la santidad? De
nuevo el Concilio Vaticano IIcfr Rm 5,5);
por esto el primer don y el más necesario es la caridad, con la que
amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por amor a Él. Para que
la caridad como una buena semilla, crezca en el alma y nos fructifique,
todo fiel debe escuchar voluntariamente la Palabra de Dios, y con la
ayuda de su gracia, realizar las obras de su voluntad, participar
frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía y en la
santa liturgia, acercarse constantemente a la oración, a la abnegación
de sí mismo, al servicio activo a los hermanos y al ejercicio de toda
virtud. La caridad, de hecho, es vínculo de la perfección y cumplimiento
de la ley (cfr Col 3,14; Rm 13, 10), dirige todos los
medios de santificación, da su forma y la conduce a su fin. Quizás
también este lenguaje del Concilio Vaticano II es un poco solemne para
nosotros, quizás debemos decir las cosas de un modo todavía más
sencillo. ¿Qué es lo más esencial? Esencial es no dejar nunca un domingo
sin un encuentro con el Cristo Resucitado en la Eucaristía, esto no es
una carga, sino que es luz para toda la semana. No comenzar y no
terminar nunca un día sin al menos un breve contacto con Dios. Y, en el
camino de nuestra vida, seguir las “señales del camino” que Dios nos ha
comunicado en el Decálogo leído con Cristo, que es simplemente la
definición de la caridad en determinadas situaciones. Me parece que esta
es la verdadera sencillez y grandeza de la vida de santidad: el
encuentro con el Resucitado el domingo; el contacto con Dios al
principio y al final de la jornada; seguir, en las decisiones, las
“señales del camino” que Dios nos ha comunicado, que son sólo formas de
la caridad. De ahí que la caridad para con Dios y para con el prójimo
sea el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo. (Lumen gentium, 42). Esta es la verdadera sencillez, grandeza y profundidad de la vida cristiana, del ser santos.
He
aquí el porqué de que San agustín, comentando el cuarto capítulo de la
1ª Carta de San Juan puede afirmar una cosa sorprendente: "Dilige et fac quod vis",
“Ama y haz lo que quieras”. Y continúa: “Si callas, calla por amor; si
hablas, habla por amor, si corriges, corrige por amor, si perdonas,
perdona por amos, que es té en ti la raíz del amor, porque de esta raíz
no puede salir nada que no sea el bien” (7,8: PL 35). Quien se
deja conducir por el amor, quien vive la caridad plenamente es Dios
quien lo guía, porque Dios es amor. Esto significa esta palabra grande: "Dilige et fac quod vis", “Ama y haz lo que quieras”.
Quizás podríamos preguntarnos: ¿podemos nosotros, con nuestras
limitaciones, con nuestra debilidad, llegar tan alto? La Iglesia,
durante el Año Litúrgico, nos invita a recordar a una fila de santos,
quienes han vivido plenamente la caridad, han sabido amar y seguir a
Cristo en su vida cotidiana. Ellos nos dicen que es posible para todos
recorrer este camino. En todas las épocas de la historia de la Iglesia,
en toda latitud de la geografía del mundo, los santos pertenecen a todas
las edades y a todo estado de vida, son rostros concretos de todo
pueblo, lengua y nación. Y son muy distintos entre sí. En realidad, debo
decir que también según mi fe personal muchos santos, no todos, son
verdaderas estrellas en el firmamento de la historia. Y quisiera añadir
que para mí no sólo los grandes santos que amo y conozco bien son
“señales en el camino”, sino que también los santos sencillos, es decir
las personas buenas que veo en mi vida, que nunca serán canonizados. Son
personas normales, por decirlo de alguna manera, sin un heroísmo
visible, pero que en su bondad de todos los días, veo la verdad de la
fe. Esta bondad, que han madurado en la fe de la Iglesia y para mi la
apología segura del cristianismo y la señal de donde está la verdad.
En la comunión con los santos, canonizados y no canonizados, que la
Iglesia vive gracias a Cristo en todos sus miembros, nosotros
disfrutamos de su presencia y de su compañía y cultivamos la firme
esperanza de poder imitar su camino y compartir un día la misma vida
beata, la vida eterna.
Queridos amigos, ¡qué grande y bella, y
también sencilla, es la vocación cristiana vista desde esta luz! Todos
estamos llamados a la santidad: es la medida misma de la vida cristiana.
Una vez más san Pablo lo expresa con gran intensidad cuando escribe:
“Sin embargo, cada uno de nosotros ha recibido su propio don, en la
medida que Cristo los ha distribuido... El comunicó a unos el don de
ser apóstoles, a otros profetas, a otros predicadores del Evangelio, a
otros pastores o maestros. Así organizó a los santos para la obra del
ministerio, en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que
todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de
Dios, al estado de hombre perfecto y a la madurez que corresponde a la
plenitud de Cristo” (Ef 4,7.11-13). Quisiera invitaros a todos a
abriros a la acción del Espíritu Santo, que transforma nuestra vida,
para ser, también nosotros, como piezas del gran mosaico de santidad que
Dios va creando en la historia, para que el Rostro de Cristo
resplandezca en la plenitud de su fulgor. No tengamos miedo de mirar
hacia lo alto, hacia la altura de Dios; no tengamos miedo de que Dios
nos pida demasiado, sino que dejemos guiarnos en todas las acciones
cotidianas por su Palabra, aunque si nos sintamos pobres, inadecuados,
pecadores: será Él el que nos transforme según su amor. Gracias.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a
los profesores y alumnos del Colegio diocesano San Roque, de Valencia,
al grupo de la Escuela de la Santísima Trinidad, de Barcelona, así como a
los fieles provenientes de España, México, Argentina y otros países
latinoamericanos. Les invito a que se abran sin miedo a la acción del
Espíritu Santo, que con sus dones transforma la vida, para responder a
la vocación a la santidad, a la cual el Señor nos llama a todos los
bautizados. Muchas gracias.