Benedicto XVI: oración y sentido religioso
Hoy en la Audiencia General
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 11 de mayo de 2011 (ZENIT.org).-
A continuación ofrecemos el discurso que el Papa Benedicto XVI dirigió a
los peregrinos y fieles provenientes de Italia y de todo el mundo, en
la Audiencia General que se ha celebrado esta mañana en la Plaza de San
Pedro
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Queridos hermanos y hermanas,
hoy
quisiera continuar reflexionando sobre cómo la oración y el sentido
religioso forman parte del hombre a lo largo de toda su historia.
Vivimos
en una época en la que son evidentes los signos del secularismo. Parece
que Dios haya desaparecido del horizonte de muchas personas o que se
haya convertido en una realidad ante la cual se permanece indiferente.
Vemos, sin embargo, al mismo tiempo, muchos signos que nos indican un
despertar del sentido religioso, un redescubrimiento de la importancia
de Dios para la vida del hombre, una exigencia de espiritualidad, de
superar una visión puramente horizontal, material, de la vida humana.
Analizando la historia reciente, ha fracasado la previsión de quien, en
la época de la Ilustración, anunciaba la desaparición de las religiones y
exaltaba la razón absoluta, separada de la fe, una razón que habría
ahuyentado las tinieblas de los dogmas religiosos y que habría disuelto
“el mundo de lo sagrado”, restituyendo al hombre su libertad, su
dignidad y su autonomía de Dios. La experiencia del siglo pasado, con
las dos trágicas Guerras Mundiales pusieron en crisis aquel progreso que
la razón autónoma, el hombre sin Dios, parecía poder garantizar.
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma:
“Por la creación Dios llama a todo ser desde la nada a la existencia
... Incluso después de haber perdido, por su pecado, su semejanza con
Dios, el hombre sigue siendo imagen de su Creador. Conserva el deseo de
Aquel que le llama a la existencia. Todas las religiones dan testimonio
de esta búsqueda esencial de los hombres” (nº 2566). Podríamos decir –
como mostré en la catequesis anterior – que no ha habido ninguna gran
civilización, desde los tiempos más antiguos hasta nuestros días, que no
haya sido religiosa.
El hombre es religioso por naturaleza, es homo religiosus como es homo sapiens y homo faber: “el deseo de Dios – afirma también el Catecismo –
está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado
por Dios y para Dios” (nº27). La imagen del Creador está impresa en su
ser y siente la necesidad de encontrar una luz para dar respuesta a las
preguntas que tienen que ver con el sentido profundo de la realidad;
respuesta que no puede encontrar en sí mismo, en el progreso, en la
ciencia empírica. El homo religiosus no emerge sólo del mundo
antiguo, sino que atraviesa toda la historia de la humanidad. Para este
fin, el rico terreno de la experiencia humana ha visto surgir diversas
formas de religiosidad, en el tentativo de responder al deseo de
plenitud y de felicidad, a la necesidad de salvación, a la búsqueda de
sentido. El hombre “digital” así como el de las cavernas, busca en la
experiencia religiosa las vías para superar su finitud y para segurar su
precaria aventura terrena. Por lo demás, la vida sin un horizonte
trascendente no tendría una sentido completo, y la felicidad a la que
tendemos, se proyecta hacia un futuro, hacia un mañana que se tiene que
cumplir todavía. El Concilio Vaticano II, en la Declaración Nostra aetate,
lo subrayó sintéticamente. Dice: “Los hombres esperan de las diversas
religiones la respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana,
que hoy como ayer, conmueven íntimamente su corazón: ¿Qué es el hombre,
cuál es el sentido y el fin de nuestra vida, el bien y el pecado, el
origen y el fin del dolor, el camino para conseguir la verdadera
felicidad, la muerte, el juicio, la sanción después de la muerte? ¿Cuál
es, finalmente, aquel último e inefable misterio que envuelve nuestra
existencia, del cual procedemos y hacia donde nos dirigimos?” (nº1). El
hombre sabe que no puede responder por sí mismo a su propia necesidad
fundamental de entender. Aunque sea iluso y crea todavía que es
autosuficiente, tiene la experiencia de que no se basta a sí mismo.
Necesita abrirse al otro, a algo o a alguien, que pueda darle lo que le
falta, debe salir de sí mismo hacia Él que puede colmar la amplitud y la
profundidad de su deseo.
El hombre lleva dentro de si una sed
del infinito, una nostalgia de la eternidad, una búsqueda de la belleza,
un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo empujan
hacia el Absoluto; el hombre lleva dentro el deseo de Dios. Y el hombre
sabe, de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle.
Santo Tomás de Aquino, uno de los más grandes teólogos de la historia,
define la oración como la “expresión del deseo que el hombre tiene de
Dios”. Esta atracción hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre,
es el alma de la oración, que se reviste de muchas formas y modalidades
según la historia, el tiempo, el momento, la gracia y finalmente el
pecado de cada uno de los que rezan. La historia del hombre ha conocido,
en efecto, variadas formas de oración, porque él ha desarrollado
diversas modalidades de apertura hacia lo Alto y hacia el Más Allá,
tanto que podemos reconocer la oración como una experiencia presente en
toda religión y cultura.
De hecho, queridos hermanos y hermanas,
como vimos el pasado miércoles, la oración no está vinculada a un
contexto particular, sino que se encuentra inscrita en el corazón de
toda persona y de toda civilización. Naturalmente, cuando hablamos de la
oración como experiencia del hombre en cuanto a tal, del homo orans,
es necesario tener presente que esta es una actitud interior, antes que
una serie de prácticas y fórmulas, un modo de estar frente a Dios,
antes que de realizar actos de culto o pronunciar palabras. La oración
tiene su centro y fundamenta sus raíces en lo más profundo de la
persona; por esto no es fácilmente descifrable y, por el mismo motivo,
puede estar sujeta a malentendidos y mistificaciones. También en este
sentido podemos entender la expresión: rezar es difícil. De hecho, la
oración es el lugar por excelencia de la gratuidad, de la tensión hacia
lo Invisible, lo Inesperado y lo Inefable. Por esto, la experiencia de
la oración es un desafío para todos, una “gracia” que invocar, un don de
Aquel al que nos dirigimos.
En la oración, en todas las épocas
de la historia, el hombre se considera a sí mismo y a su situación
frente a Dios, a partir de Dios y respecto a Dios, y experimenta ser
criatura necesitada de ayuda, incapaz de procurarse por sí mismo el
cumplimiento de la propia existencia y de la propia esperanza. El
filósofo Ludwig Wittgenstein recordaba que “rezar significa sentir que
el sentido del mundo está fuera del mundo”. En la dinámica de esta
relación con quien da el sentido a la existencia, con Dios, la oración
tiene una de sus típicas expresiones en el gesto de ponerse de rodillas.
Es un gesto que lleva en sí mismo una radical ambivalencia: de hecho,
puedo ser obligado a ponerme de rodillas -condición de indigencia y de
esclavitud- o puedo arrodillarme espontáneamente, confesando mi límite
y, por tanto, mi necesidad de Otro. A él le confieso que soy débil,
necesitado, “pecador”. En la experiencia de la oración, la criatura
humana expresa toda su conciencia de sí misma, todo lo que consigue
captar de su existencia y, a la vez, se dirige, toda ella, al Ser frente
al cual está, orienta su alma a aquel Misterio del que espera el
cumplimiento de sus deseos más profundos y la ayuda para superar la
indigencia de la propia vida. En este mirar a Otro, en este dirigirse
“más allá” está la esencia de la oración, como experiencia de una
realidad que supera lo sensible y lo contingente.
Sin embargo,
sólo en el Dios que se revela encuentra su plena realización la búsqueda
del hombre. La oración que es la apertura y elevación del corazón a
Dios, se convierte en una relación personal con Él. Y aunque el hombre
se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de llamar al
hombre al misterioso encuentro de la oración. Como afirma el Catecismo:
“Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la
oración, la actitud del hombre es siempre una respuesta. A medida que
Dios se revela, y revela al hombre a sí mismo, la oración aparece como
un llamamiento recíproco, un hondo acontecimiento de Alianza. A través
de palabras y de actos, tiene lugar un trance que compromete el corazón
humano. Este se revela a través de toda la historia de la salvación”
(nº2567).
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a estar más
tiempo delante de Dios, al Dios que se ha revelado en Jesucristo,
aprendamos a reconocer en el silencio, en la intimidad de nosotros
mismos, su voz que nos llama y nos reconduce a la profundidad de nuestra
existencia, a la fuente de la vida, al manantial de la salvación, para
hacernos ir más allá de los límites de nuestra vida y abrirnos a la
medida de Dios, a la relación con Él que es Infinito Amor. ¡Gracias!
[En español dijo]
Saludo
cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los
jóvenes de Guatapé, Colombia, así como a los grupos provenientes de
España, México, Panamá, Argentina y otros países latinoamericanos. Os
invito a que entrando en el silencio de vuestro interior aprendáis a
reconocer la voz que os llama y os conduce a lo más intimo de vuestro
ser, para abriros a Dios, que es Amor Infinito. Muchas gracias.
[En italiano dijo]
Me
dirijo, finalmente, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién
casados, exhortando a todos a intensificar la práctica piadosa del Santo
Rosario, especialmente en este mes de mayo dedicado a la Madre de Dios.
Os invito a vosotros, queridos jóvenes, a valorar esta tradicional
oración mariana, que ayuda a comprender mejor y a asimilar los momentos
centrales de la salvación realizada por Cristo. Os exhorto a vosotros,
queridos enfermos, a dirigiros con confianza a la Virgen María mediante
este pío ejercicio, confiándole a Ella todas vuestras necesidades. Os
exhorto a vosotros, queridos recién casados, a hacer del rezo del
Rosario en familia, un momento de crecimiento espiritual bajo la mirada
de la Virgen María.