Benedicto XVI: La oración según el Patriarca Abraham
Hoy en la Audiencia General
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 18 de mayo de 2011 (ZENIT.org).-
A continuación ofrecemos la catequesis que el Papa Benedicto XVI ha
dirigido a los peregrinos y fieles provenientes de Italia y de todo el
mundo, recibiéndolos en audiencia en la Plaza de San Pedro. Dicha
catequesis forma parte del ya iniciado ciclo sobre la oración.
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas,
en las dos últimas catequesis hemos reflexionado sobre la oración
como fenómeno universal, que -incluso de distintas formas- está presente
en las culturas de todas las épocas. Hoy, sin embargo, querría comenzar
un recorrido bíblico sobre este tema, que nos conducirá a profundizar
en el diálogo de alianza entre Dios y el hombre, que anima la historia
de salvación, hasta su culmen, la palabra definitiva que es Jesucristo.
Este camino nos hará detenernos en algunos textos importantes y figuras
paradigmáticas del Antiguo y Nuevo Testamento. Será Abraham, el gran
Patriarca, padre de todos los creyentes (cfr Rm 4,11-12.16-17),
el que nos ofrece el primer ejemplo de oración, en el episodio de
intercesión por la ciudad de Sodoma y Gomorra. Y quisiera invitaros a
aprovechar el recorrido que haremos en las próximas catequesis para
aprender a conocer mejor la Biblia, que espero que tengáis en vuestras
casas, y, durante la semana, deteneros a leerla y meditarla en la
oración, para conocer la maravillosa historia de la relación entre Dios y
el hombre, entre el Dios que se comunica con nosotros y el hombre que
responde, que reza.
El primer texto sobre el que vamos a reflexionar, se encuentra en el
capítulo 18 del Libro del Génesis; se cuenta que la maldad de los
habitantes de Sodoma y Gomorra estaba llegando a su cima, tanto que era
necesaria una intervención de Dios para realizar un gran acto de
justicia y frenar el mal destruyendo aquellas ciudades. Aquí interviene
Abraham con su oración de intercesión. Dios decide revelarle lo que le
va a suceder y le hace conocer la gravedad del mal y sus terribles
consecuencias, porque Abraham es su elegido, elegido para construir un
gran pueblo y hacer que todo el mundo alcance la bendición divina. La
suya es una misión de salvación, que debe responder al pecado que ha
invadido la realidad del hombre; a través de él, el Señor quiere llevar a
la humanidad a la fe, a la obediencia, a la justicia. Y entonces, este
amigo de Dios se abre a la realidad y a las necesidades del mundo, reza
por los que están a punto de ser castigados y pide que sean salvados.
Abraham afronta enseguida el problema en toda su gravedad, y dice al
Señor: “Entonces Abraham se le acercó y le dijo: «¿Así que vas a
exterminar al justo junto con el culpable? Tal vez haya en la ciudad
cincuenta justos. ¿Y tú vas a arrasar ese lugar, en vez de perdonarlo
por amor a los cincuenta justos que hay en él? ¡Lejos de ti hacer
semejante cosa! ¡Matar al justo juntamente con el culpable, haciendo que
los dos corran la misma suerte! ¡Lejos de ti! ¿Acaso el Juez de toda la
tierra no va a hacer justicia?” (vv. 23-25). Con estas palabras, con
gran valentía, Abraham plantea a Dios la necesidad de evitar la justicia
sumaria: si la ciudad es culpable, es justo condenar el crimen e
infligir la pena, pero -afirma el gran Patriarca- sería injusto castigar
de modo indiscriminado a todos los habitantes. Si en la ciudad hay
inocentes, estos no pueden ser tratados como culpables. Dios, que es un
juez justo, no puede actuar así, dice Abraham, justamente, a Dios.
Si leemos, más atentamente el texto, nos damos cuenta de que la
petición de Abraham es todavía más seria y profunda, porque no se limita
a pedir la salvación para los inocentes. Abraham pide el perdón para
toda la ciudad y lo hace apelando a la justicia de Dios; dice, de hecho,
al Señor: “Y tú vas a arrasar ese lugar, en vez de perdonarlo por amor a
los cincuenta justos que hay en él?” (v. 24b). De esta manera pone en
juego una nueva idea de justicia: no la que se limita a castigar a los
culpables, como hacen los hombres, sino una justicia distinta, divina,
que busca el bien y lo crea a través del perdón que transforma al
pecador, lo convierte y lo salva. Con su oración, por tanto, Abraham no
invoca una justicia meramente retributiva, sino una intervención de
salvación que, teniendo en cuenta a los inocentes, libera de la culpa
también a los impíos, perdonándoles. El pensamiento de Abraham, que
parece casi paradójico, se podría resumir así: obviamente no se pueden
tratar a los inocentes como a los culpables, esto sería injusto, es
necesario, sin embargo, tratar a los culpables como a los inocentes,
realizando un acto de justicia “superior”, ofreciéndoles una posibilidad
de salvación, por que si los malhechores aceptan el perdón de Dios y
confiesan su culpa, dejándose salvar, no continuarán haciendo el mal, se
convertirán estos, también, en justos, sin necesitar nunca más ser
castigados.
Es esta la petición de justicia que Abraham expresa en su
intercesión, una petición que se basa en la certeza de que el Señor es
misericordioso. Abraham no pide a Dios una cosa contraria a su esencia,
llama a la puerta del corazón de Dios conociendo su verdadera voluntad.
Ya que Sodoma es una gran ciudad, cincuenta justos parecen poca cosa,
pero la justicia de Dios y su perdón ¿no son quizás la manifestación de
la fuerza del bien, aunque si parece más pequeño y más débil que el mal?
La destrucción de Sodoma debía frenar el mal presente en la ciudad,
pero Abraham sabe que Dios tiene otro modos y medios para poner freno a
la difusión del mal. Es el perdón el que interrumpe la espiral de
pecado, y Abraham, en su diálogo con Dios, apela exactamente a esto. Y
cuando el Señor acepta perdonar a la ciudad si encuentra cincuenta
justos, su oración de intercesión comienza a descender hacia los abismos
de la misericordia divina. Abraham -como recordamos- hace disminuir
progresivamente el número de los inocentes necesarios para la salvación:
si no son cincuenta, podrían ser cuarenta y cinco, y así hacia abajo,
hasta llegar a diez, continuando con su súplica, que se hace audaz en
las insistencia: “Quizá no sean más de cuarenta..treinta... veinte...
diez” (cfr vv. 29, 30, 31, 32), y según es más pequeño el número, más
grande se revela y se manifiesta la misericordia de Dios, que escucha
con paciencia la oración, la acoge y repite después de cada súplica:
“perdonaré... no la destruiré... no lo haré” (cfr vv.
26.28.29.30.31.32).
Así, por la intercesión de Abraham, Sodoma podrá ser salvada, si en
ella se encuentran tan sólo diez inocentes. Esta es la potencia de la
oración. Porque a través de la intercesión, la oración a Dios por la
salvación de los demás, se manifiesta y se expresa el deseo de salvación
que Dios tiene siempre hacia el hombre pecador. El mal, de hecho, no
puede ser aceptado, debe ser señalado y destruido a través del castigo:
la destrucción de Sodoma tenía esta intención. Pero el Señor no quiere
la muerte del malvado, sino que se convierta y que viva (cfr Ez 18,23;
33,11); su deseo es perdonar siempre, salvar, dar la vida, transformar
el mal en bien. Si bien, precisamente es este deseo divino el que, en la
oración se convierte en el deseo del hombre y se expresa a través de
las palabras de intercesión. Con su súplica, Abraham está prestando su
propia voz, pero también su propio corazón, a la voluntad divina: el
deseo de Dios es misericordia, amor y voluntad de salvación, y este
deseo de Dios ha encontrado en Abraham y en su oración la posibilidad de
manifestarse en modo concreto en en la historia de los hombres, para
estar presente donde hay necesidad de gracia. Con la voz de su oración,
Abraham está dando voz al deseo de Dios, que no es el de destruir, sino
el de salvar a Sodoma, dar vida al pecador convertido.
Y esto es lo que el Señor quiere, y su diálogo con Abraham es una
prolongada e inequívoca manifestación de su amor misericordioso. La
necesidad de encontrar hombres justos en la ciudad se vuelve cada vez
más, en menos exigente y al final sólo bastan diez para salvar a la
totalidad de la población. Por qué motivo Abraham se detuvo en diez, no
lo dice el texto. Quizás es un número que indica un núcleo comunitario
mínimo (todavía hoy, diez personas, constituyen el quorum necesario
para la oración pública hebrea). De todas maneras, se trata de un
número exiguo, una pequeña parcela del bien para salvar a un gran mal.
Pero ni siquiera diez justos se encontraban en Sodoma y Gomorra, y las
ciudades fueron destruidas. Una destrucción paradójicamente necesaria
por la oración de intercesión de Abraham. Porque precisamente esa
oración ha revelado la voluntad salvífica de Dios: el Señor estaba
dispuesto a perdonar, deseaba hacerlo, pero las ciudades estaban
encerradas en un mal total y paralizante, sin tener unos pocos inocentes
desde donde comenzar a transformar el mal en bien.
Porque es este el camino de salvación que también Abraham pedía: ser
salvados no quiere decir simplemente escapar del castigo, sino ser
liberados del mal que nos habita. No es el castigo el que debe ser
eliminado, sino el pecado, ese rechazo a Dios y del amor que lleva en sí
el castigo. Dirá el profeta Jeremías al pueblo rebelde: “¡Que tu propia
maldad te corrija y tus apostasías te sirvan de escarmiento! Reconoce,
entonces, y mira qué cosa tan mala y amarga es abandonar al Señor, tu
Dios” (Jer 2,19). Es de esta tristeza y amargura de donde el Señor
quiere salvar al hombre liberándolo del pecado. Pero es necesaria una
transformación desde el interior, una pizca de bien, un comienzo desde
donde partir para cambiar el mal en bien, el odio en amor, la venganza
en perdón. Por esto los justos tenían que estar dentro de la ciudad, y
Abraham continuamente repite: “Quizás allí se encuentren...” “allí”: es
dentro de la realidad enferma donde tiene que estar ese germen de bien
que puede resanar y devolver la vida. Y una palabra dirigida también a
nosotros: que en nuestras ciudades haya un germen de bien, que hagamos
lo necesario para que no sean sólo diez justos, para conseguir
realmente, hacer vivir y sobrevivir a nuestras ciudades y para salvarlas
de esta amargura interior que es la ausencia de Dios. Y en la realidad
enferma de Sodoma y Gomorra aquel germen de bien no estaba.
Pero la misericordia de Dios en la historia de su pueblo se amplía
más tarde. Si para salvar Sodoma eran necesarios diez justos, el profeta
Jeremías dirá, en nombre del Omnipotente, que basta sólo un justo para
salvar Jerusalén: “Recorred las calles de Jerusalén, mirad e informaos
bien; buscad por sus plazas a ver si encontráis un hombre, si hay
alguien que practique el derecho, que busque la verdad y yo perdonaré a
la ciudad” (Jer 5,1). El número ha bajado aún más, la bondad de Dios se
muestra aún más grande. -y ni siquiera esto basta, la sobreabundante
misericordia de Dios no encuentra la respuesta del bien que busca, y
Jerusalén cae bajo asedio de los enemigos. Será necesario que Dios se
convierta en ese justo. Y este es el misterio de la Encarnación: para
garantizar un justo, Él mismo se hace hombre. El justo estará siempre
porque es Él: es necesario que Dios mismo se convierta en ese justo. El
infinito y sorprendente amor divino será manifestado en su plenitud
cuando el Hijo de Dios se hace hombre, el Justo definitivo, el perfecto
Inocente, que llevará la salvación al mundo entero muriendo en la cruz,
perdonando e intercediendo por quienes “no saben lo que hacen” (Lc 23,34).
Entonces la oración de todo hombre encontrará su respuesta , entonces
todas nuestras intercesiones serán plenamente escuchadas.
Queridos hermanos y hermanas, la súplica de Abraham, nuestro padre en
la fe, nos enseñe a abrir cada vez más, el corazón a la misericordia
sobreabundante de Dios, para que en la oración cotidiana sepamos desear
la salvación de la humanidad y pedirla con perseverancia y con confianza
al Señor que es grande en el amor. Gracias.
[En español dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular a los grupos provenientes de España, Colombia, Venezuela,
Chile, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos
a conocer cada vez más la Biblia, a leerla y meditarla en la oración
para profundizar así en la maravillosa historia de Dios con el hombre, y
abrir el corazón a la sobreabundante misericordia divina. Muchas
gracias.
[En italiano dijo]
Saludo finalmente a los jóvenes, a los enfermos y a los recién
casados. Queridos jóvenes, espero que sepáis reconocer en medio de
tantas otras voces del este mundo, la de Cristo, que continua invitando
al corazón de quien sabe escuchar. Sed generosos en seguirlo, no tengáis
en poner todas vuestras energías y vuestro entusiasmo al servicio del
Evangelio. Y vosotros, queridos enfermos, abrid el corazón con
confianza; Él no os dejará sin la luz consoladora de su presencia.
Finalmente a vosotros, queridos recién casados, espero que vuestras
familias respondan a la vocación de ser transparentes al amor de Dios.
Gracias.