Benedicto XVI: Dios está siempre cerca
Hoy en la Audiencia General
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 7 de septiembre de 2011 (ZENIT.org).-
A continuación les ofrecemos la catequesis que el Santo Padre Benedicto
XVI ha dirigido a los fieles congregados en la Plaza de San Pedro para
la Audiencia General de los miércoles. Dicha catequesis continúa el
ciclo sobre la oración.
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas,
retomamos hoy las Audiencias en la Plaza de San Pedro y la “escuela
de oración” que estamos viviendo juntos en estas catequesis de los
miércoles; quisiera comenzar meditando sobre algunos Salmos que, como
decía el pasado junio, forman el “libro de oración” por excelencia. El
primer Salmo sobre el que me detengo, es un Salmo de lamento y de
súplica imbuido de una profunda confianza, en el que la certeza de la
presencia de Dios es el fundamento de la oración que se produce en una
condición de extrema dificultad del orante. Se trata del Salmo 3, que la
tradición judía atribuye a David en el momento en que este huye de
Absalón (cfr. v.1). Es uno de los episodios más dramáticos y sufrientes
de la vida del rey, cuando su propio hijo usurpa el trono real y lo
obliga a abandonar Jerusalén para salvar la vida (cfr. 2ª Sam, 15 ss).
La situación de angustia y de peligro experimentada por David es el
telón de fondo de esta oración y ayuda a su comprensión, presentándose
como la situación típica en el que un Salmo se recita. En el grito del
Salmista todo hombre puede reconocer estos sentimientos de dolor, de
amargura, a la vez que de confianza en Dios que, según la narración
bíblica, acompañó a David en su huida de la ciudad.
El Salmo inicia con una invocación al Señor:
“ Señor, ¡qué numerosos son mis adversarios, cuántos los que se
levantan contra mí! ¡Cuántos son los que dicen de mí: 'Dios ya no quiere
salvarlo'!(v. 2-3).
La descripción que hace el salmista de su situación está marcada, por
tanto, de tonos fuertemente dramáticos. Tres veces afirma la idea de la
multitud -“numerosos”, “cuántos”, “cuántos”- que en el texto original
se realiza con la misma raíz hebrea, para destacar más aún la enormidad
del peligro, de modo repetitivo, casi machaconamente. Esta insistencia
en el número y grandeza de los enemigos sirve para expresar la
percepción, por parte del Salmista, de la desproporción total existente
entre él y sus perseguidores, una desproporción que justifica y razona
la urgencia de su petición de ayuda: los opresores son muchos, tienen el
control de la situación, mientras que el orante está solo e indefenso, a
merced de sus agresores. Y la primera palabra que el Salmista pronuncia
es “Señor”; su grito comienza con la invocación a Dios. Una multitud
surge y se levanta contra él, provocándole un miedo que aumenta la
amenaza haciéndola parecer todavía más grande y terrible; pero el
Salmista no se deja vencer por esta visión de muerte, sino que mantiene
firme su relación con el Dios de la vida y es a Él a quien se dirige, en
primer lugar, buscando ayuda. Sin embargo, los enemigos intentan
también destruir este vínculo con Dios y socavar la fe de su víctima.
Estos insinúan que el Señor no puede intervenir, afirman que ni Dios
puede salvarlo. La agresión, por tanto, no es sólo física, sino que
afecta además a la dimensión espiritual: “Dios ya no quiere salvarlo”
-dicen-, agrediendo el núcleo central del alma del Salmista. Es la
última tentación que sufre el creyente, la tentación de perder la fe, la
confianza en la cercanía de Dios. El justo supera la última prueba,
permanece firme en la fe, en la certeza de la verdad y en la confianza
plena en Dios. Así encuentra la vida y la verdad.
Me parece que el Salmo nos afecta personalmente: son muchos los
problemas en los que sentimos la tentación de que Dios no me salva, no
me conoce, quizás no tiene la posibilidad; la tentación contra la fe es
la última agresión del enemigo, y debemos resistirla porque así nos
encontramos con Dios y encontramos la vida.
El Salmista de nuestro Salmo está llamado, por tanto, a responder con
la fe a los ataques de los impíos: los enemigos -como he dicho- niegan
que Dios pueda ayudarlo, él, sin embargo, Le invoca, Le llama por su
nombre, “Señor”, y después se dirige a ÉL con un “tú” enfático, que
expresa una relación firme, sólida y recoge en sí la certeza de la
respuesta divina: “Pero Tú eres mi escudo protector y mi gloria, tú
mantienes erguida mi cabeza. Invoco al Señor en alta voz, y él me
responde desde su santa Montaña” (v. 4-5).
La visión de los enemigos desaparece ahora, no han vencido porque quien cree en Dios está seguro que Dios es su amigo: queda sólo el “Tú” de Dios; a los “muchos” se contrapone uno sólo, pero que es mucho más grande y potente que muchos adversarios. El Señor es ayuda, defensa, salvación; como escudo protege a quien confía en Él, haciéndole levantar la cabeza con gesto de triunfo y de victoria. El hombre ya no está solo, lo enemigos ya no son tan imbatibles como parecían, porque el Señor escucha el grito del oprimido y responde desde el lugar de su presencia, desde su monte santo. El hombre grita en la angustia, en el peligro, en el dolor; el hombre pide ayuda y Dios responde. Este entrelazarse el grito humano y la respuesta divina es la dialéctica de la oración y la clave de la lectura de toda la historia de salvación. El grito expresa la necesidad de ayuda e interpela a la fidelidad del otro; gritar quiere decir hacer un gesto de fe a la cercanía y disponibilidad del Dios que escucha. La oración expresa la certeza de una presencia divina ya experimentada y creída, que se manifiesta plenamente en la respuesta salvífica de Dios. Esto es importante: que en nuestra oración esté presente la certeza de la presencia de Dios. Así el Salmista, que se siente asediado por la muerte, confiesa su fe en el Dios de la vida que, como escudo, lo rodea de una protección invulnerable; quien pensaba estar perdido puede levantar la cabeza porque el Señor lo salva; el orante, amenazado y humillado, está en la gloria porque Dios es su gloria.
La respuesta divina que acoge la oración da al Salmista una seguridad
total; termina también el miedo y el grito se aquieta en la paz, en una
profunda tranquilidad interior: “Yo me acuesto y me duermo, y me
despierto tranquilo porque el Señor me sostiene. No temo a la multitud
innumerable, apostada contra mí por todas partes” (v. 6-7).
El orante, incluso en medio del peligro y de la batalla, puede dormir
tranquilo en una actitud inequívoca de abandono confiado. A su
alrededor los adversarios acampan, lo asedian, son muchos, se yerguen
contra él, se burlan y tratan de derribarlo, pero él, sin embargo, se
acuesta y duerme tranquilo y sereno, seguro de la presencia de Dios. Y
al despertar, encuentra a Dios a su lado, que como guardián no duerme
(cfr Sal 121,3-4), que lo sostiene, le sujeta la mano, no lo abandona
nunca. El miedo a la muerte es vencido por la presencia de Aquel que no
muere. Es justo la noche, poblada de miedos ancestrales, la noche
dolorosa de la soledad y de la espera angustiosa, que se transforma: Lo
que evoca a la muerte se convierte en presencia del Eterno.
A la visión del asalto enemigo, enorme, imponente se contrapone la
invisible presencia de Dios, con toda su invencible potencia. Y es a Él
al que, de nuevo, el Salmista, después de sus frases de confianza,
dirige su oración: “¡Levántate, Señor! ¡Sálvame, Dios mío!”(v. 8a). Los
agresores “se levantaban” contra su víctima, pero el que, sin embargo,
“se levantará” es el Señor y lo hará para destruirlos. Dios lo salvará
respondiendo a su grito. Por esto el Salmo se cierra con la visión de la
liberación del peligro que mata y de la tentación que puede hacernos
perecer. Después de la petición dirigida al Señor para que se levante y
nos salve, el orante describe la victoria divina: los enemigos, que con
su injusta y cruel opresión, son símbolo de todo lo que se opone a Dios y
a su plan de salvación, son derrotados. Golpeados en la boca, no podrán
agredir más con su violencia destructiva y no podrán insinuar el mal de
la duda sobre la presencia y acción de Dios: su hablar insensato y
blasfemo es desmentido finalmente y reducido al silencio por la
intervención salvífica de Dios (cfr v. 8bc). Así el Salmista puede
concluir su oración con una frase con las connotaciones litúrgicas que
celebra, en la gratitud y alabanza, al Dios de la vida: “¡En ti, Señor,
está la salvación,y tu bendición sobre tu pueblo!” (v.9).
Queridos hermanos y hermanas, el Salmo 3 nos presenta una súplica
llena de confianza y consuelo. Rezando este Salmo podemos hacer nuestros
los sentimientos del Salmista, figura del justo perseguido que en Jesús
encuentra su cumplimiento. En el dolor, en el peligro, en la amargura
de la incomprensión y de la ofensa, las palabras del Salmo abren nuestro
corazón a la certeza consoladora de la fe. Dios está siempre cerca
-también en las dificultades, en los problemas, en las tinieblas de la
vida- escucha, responde y salva a su modo. Pero es necesario saber
reconocer su presencia y aceptar sus caminos, como David huyendo
humillado de su hijo Absalón, como el justo perseguido del Libro de la
Sabiduría, como el Señor Jesús en el Gólgota. Y cuando, a los ojos de
los impíos, Dios parece no intervenir y el Hijo muere, entonces es
cuando se manifiesta a todos los creyentes la verdadera gloria y el
cumplimiento definitivo de la salvación. Que el Señor nos dé fe, nos
ayude en nuestra debilidad y nos haga capaces de creer y de rezar en
toda angustia, en las noches dolorosas de la duda y en los largos días
de dolor, abandonándonos con confianza a Él, que es nuestro “escudo” y
nuestra “gloria”. Gracias.
[En español dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular a los fieles de la parroquia de San Francisco Javier, de
Oviedo; a la Coral Médica Pedro Pérez Velásquez y al Coro Juvenil
Cultural, de la Universidad Central de Venezuela; a la Orquesta
Sinfónica Juvenil "Batuta", de Bogotá, así como a los demás grupos
provenientes de España, Costa Rica, El Salvador, Venezuela, Argentina,
México y otros países Latinoamericanos. Invito a todos a vivir, ante
cualquier adversidad, una absoluta confianza en Dios de quien procede
toda bendición. Muchas gracias.