Vista desde nuestros cortos esquemas y criterios, la muerte es el mayor y más absurdo fracaso del hombre. Vista desde la fuerza de la Cruz, es la mayor victoria de Dios y nuestro mayor triunfo. Quizá aprendemos demasiado tarde a vivir de la mejor manera que se puede vivir, que es cara a Dios. Nuestro Señor, en Getsemaní, sufrió en su humanidad la agonía indescriptible de ver cercana su muerte y sólo el amor oscuro al Padre y a tu salvación pudo sostenerle en la Cruz. No te extrañes, pues, de que te cueste mirar cara a cara a tu hermana muerte. Pídele con fuerza a tu Madre eso que tantas veces le has dicho en tus oraciones: "ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte". Encomiéndale a san José los últimos trabajos del alma y del cuerpo en esta vida, a él que tuvo la dicha de morir acompañado de María y de Jesús. Y no dejes pasar uno sólo de tus días sin ofrecer tu oración por nuestros hermanos difuntos, que tanto necesitan de la oración de toda la Iglesia. Contempla en ellos cómo, tarde o temprano, llega el fin de todas las cosas. ¿Qué te llevarás, entonces, de esta vida, si sólo tu y tu amor podrás mostrar a Dios en tus manos vacías?