Es realmente paradójico y digno de ser meditado el hecho asombroso de que el Concilio Vaticano II haya quedado enmarcado por dos momentos de signo opuesto o contradictorio.
El 25 de enero, cuando el Papa Juan XXIII, anunció al los diecisiete cardenales de la Curia Romana que iba a convocar un nuevo Concilio, la iniciativa fue acogida con una frialdad insólita. Así lo cuenta un historiador: "El Papa se esperaba que, en este momento clave de la alocución, sus palabras fueran interrumpidas por un aplauso, y de hecho se detuvo un instante para facilitarlo. Luego, algo contrariado, continuó. Pero no hubo aplauso tampoco al final del discurso. Los cardenales rodeaban al Pontífice, próximos y distantes, inmóviles como estatuas. El Papa procedió a dar la bendición y se retiró" (1).
Difícilmente se puede pensar un comienzo peor. Qué disgusto se llevaría Juan XXIII al comprobar esa reacción tan gélida de quienes deberían ser un apoyo y una ayuda para él.
En cambio, en la Ceremonia solemne de clausura del Concilio, el 8 de diciembre de 1965, la asamblea presenció, en medio de entusiastas aplausos, la promulgación de la constitución de "La Iglesia en el mundo de hoy". Tampoco cabía esperar un final más feliz. La Iglesia y el mundo acogieron exultantes el Concilio y se podían esperar grandes frutos.
La importancia de los hechos -y especialmente la de los grandes eventos de la Historia que se escribe con maúsculas- no debe medirse por la cantidad y la duración de los aplausos.
Los cardenales que acogieron fríamente la noticia de la convocatoria del Concilio, tenían seguramente razones más que suficientes para estar preocupados. Desde el punto de vista humano, la decisión del Papa podía parecer disparatada e inoportuna, sino imprudente y peligrosa. Todos los desmanes de la vorágine reformista postconciliar, podrían decirse presentidos por los purpurados. El cardenal Montini -futuro Pablo VI- sostuvo en esos días: "este santo hombre no se da cuenta de en qué avispero se mete".
¿Y qué tenemos que decir de los aplausos de la clausura? Sin duda fueron sinceros y expresaban un entusiasmo realmente sentido por los padres conciliares.
El Año de la Fe, señaló el Papa en su homilía del día 11 de octubre, "no es para conmomerar una efémeride, sino porque hay necesidad, todavía más que hace 50 años". ¿De qué hay necesidad? Precisamente de los documentos que se se produjeron en el Concilio.
No es momento de aplaudir, sino de estudiar.
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(1) José Morales, Breve historia del Concilio, Rialp, Madrid 2012, p. 21.