Ahora
que nos acercamos a la Navidad quisiera traer a la memoria a tantos
niños que hoy se encuentran en el seno de sus madres y cuyas vidas
peligran porque sufren alguna malformación congénita o discapacidad. El
castigo de los inocentes no se produjo sólo hace doscientos años. Sigue
teniendo lugar cada día.
Nuestra
sociedad está impregnada de una moralina que propone, no sólo como
válida, sino como necesaria, la eliminación de las personas que pueden
nacer con algún tipo de defecto o enfermedad. De esta forma, el
diagnóstico prenatal, nacido como una manera de solucionar problemas
durante la gestación, se ha convertido en una amenaza para la vida. Hoy
por hoy, cuando a unos padres se les comunica un diagnóstico prenatal
negativo, se les da la opción “políticamente correcta” de abortar;
incluso se les anima a ello. La sociedad presiona, no hay duda, pero al
final son los padres y los médicos los que condenan al niño enfermo a
muerte. Son vidas rechazadas, percibidas como una carga por su entorno,
proclamadas indignas.
Impresiona
ver la crueldad que supone obligar a los niños no nacidos a pasar un
control de calidad que puede llevarlos a la muerte. La industria del
aborto, en su afán de enriquecerse y crear a su alrededor un clima de
aceptación, intenta tocar la fibra “compasiva” de la sociedad incitando a
los padres a rechazar a los hijos que se apartan de un determinado
estándar. En la encíclica Evangelium Vitae, el Papa Juan Pablo II
califica esta actitud de ignominiosa, puesto que no se puede medir el
valor de una vida humana siguiendo sólo parámetros de “normalidad” y de
bienestar físico, mucho menos si con ello se intenta justificar el
aborto, el infanticidio o la eutanasia.
Se
trata de un tema que va más allá de las ideologías. Todo ser humano
concebido debería tener derecho a que se respete en él el valor supremo
de la vida. Y no pensemos que este es un problema que afecta sólo a los
no nacidos, porque cuando la sociedad acepta que una madre puede matar
al hijo que lleva en su seno, la vida humana, la de todos, queda
desprotegida.
Lo
contrario de la muerte es la vida; y lo contrario del rechazo, la
acogida amorosa. Ante el dolor, la enfermedad o el sufrimiento, no nos
limitemos a suprimir o eliminar, sino que aprendamos a defender y a
acoger siempre la vida naciente.
Eligelavida