El domingo, en una sociedad secular como la nuestra, es un día sin referencia religiosa, y no sólo para el que pasa de la religión, sino para muchos que se dicen cristianos. El domingo es para gran parte de la gente un día oportuno para el descanso, hacer deporte, para estar con la familia, o disfrutar de la compañía de los amigos. En principio que sea así no está mal, conviene no sacralizar demasiado el tiempo y el espacio y todo porque lo único santo es Dios. Además si nos fijamos bien en el actuar de Cristo nos encontramos que no sacralizó ni el tiempo ni el espacio, no afirmó que algún día de la semana fuese más santo que otro, y eso que fue un piadoso judío de su tiempo, incluso fue acusado de pecar contra el día sagrado de los judíos, el sábado.
Desde está óptica “profanar” el día sagrado no entra de lleno dentro de los pecados, y eso que la Iglesia en el correr de los tiempos introdujo un mandato para los fieles en la línea de lo que era el tercer mandamiento del decálogo, “santificar las fiestas”, mandato que pedía a los fieles el descanso y la asistencia a misa.
Siguiendo con los ejemplos nos encontramos que los cristianos de los primeros tiempos, y con la importancia que concedieron al domingo, no convirtieron este día en un día sagrado, y eso que en este día solían reunirse comunitariamente para celebrar el recuerdo de la resurrección del Señor con la oración y la eucaristía, aunque en todo lo demás, siguiesen en este día las pautas del resto de sus contemporáneos y se dedicasen al trabajo.
Entonces ¿dónde radica la importancia que los cristianos damos al Domingo? Por supuesto no en un mandato de la Iglesia que pide a los fieles que santifiquen ese día con el descanso y la participación en la Eucaristía. La fe es un acto personal que trasciende a todo lo que es ley, norma, mandato, todo lo cual se intenta escaquear y si no se cumple para evitar las posibles represalias. Y tenemos que tener en cuenta que primero fue el domingo con su celebración de la eucaristía y después vino el mandato o precepto de la Iglesia sobre la práctica del mismo.
La importancia del domingo, al menos para mi, radica en la conciencia que tiene el cristiano de que la resurrección del Señor funda la fe, la confianza que depositamos en el Dios que se nos revela en Jesucristo. Y es esto lo que recordamos en el domingo o día del Señor. En segundo lugar la importancia del domingo radica en la conciencia de pertenecer a una comunidad de hombres y mujeres que creen en Jesús, que apuestan por su estilo de vida y que sienten la necesidad de reunirse para sentirse, por encima de determinaciones sociales, económicas o culturales, miembros de la Iglesia, como comunidad creyente que vive, o al menos lo intenta, un mismo proyecto de vida, el evangelio, y que celebran la fe, ya que somos conscientes que la comunidad es el ámbito de la presencia misteriosa del Señor entre nosotros, al menos eso fue lo que él nos dijo: “donde dos o más se reúnen en mi nombre, allí estoy yo”. En tercer lugar la importancia del domingo radica en la necesidad de mantener vivo el mandato del Señor: “Haced esto en memoria mía” y “esto” es la eucaristía, que es recuerdo de una vida y de una presencia la del Señor en medio de su comunidad.
De hecho desde comienzos del cristianismo el domingo se convierte en el día de la celebración de la eucaristía, entendida como lectura de la palabra de Dios, celebración del perdón y comida del pan eucarístico y, como recordaba el apóstol Pablo a sus comunidades, compartir los bienes con los necesitados a través de la colecta.
Desde lo que llevamos dicho no entiendo a un cristiano a quien el domingo no le diga nada, que no sea capaz de celebrar la eucaristía y de sentir la pertenencia a la comunidad de discípulos del Señor, y no porque así esté mandado, sino como expresión de una fe viva y de una necesidad de mantener vivos los gestos que a lo largo de los tiempos han expresado esa fe.
Algo tiene que fallar entre los cristianos ya que la participación en la eucaristía dominical nace no de una exigencia de vivir y expresar la fe comunitariamente, sino de un mandato, de una obligación, como si fuera algo que nos viene impuesto por un poder externo que penaliza el no cumplimiento del mismo como un pecado más o menos grave.
Necesitamos madurar en responsabilidad, educar nuestra fe para que las exigencias de la vida cristiana nazcan no de cumplir con algo que nos es mandado desde fuera, sino de una necesidad de expresar y celebrar los misterios de la fe que dan sentido a nuestra vida y nos hacen revivir la historia de salvación, como historia de amistad de Dios con nosotros.
Javier de la Cruz