María
como la creyente perfecta de fe y amor de Dios; María, la mujer humilde, puso
en marcha los designios del plan de Dios abriendo paso a la acción del Espíritu
Santo. Ese compromiso de María nos alumbra nuestra vida y nos interpela:
¿Abrimos nosotros también, permitiéndolo, la acción del Espíritu Santo en
nosotros?
Una mirada a la actitud de María y a su comportamiento
ante el ofrecimiento, anunciado por el Ángel, de ser concebido en su seno, por
la acción del Espíritu, el Hijo de Dios, nuestro Señor Jesús, es la total
disposición a la obra de Dios en ella. No podemos responder a la llamada de
Dios si, antes, no somos capaces de abrirnos a la acción del Espíritu Santo, a
ejemplo de nuestra Madre María, que espera, por medio de nuestra libertad,
concebir en nosotros la Vida de la Gracia, a la que Dios nos llama a vivir.
Discernir que va antes, si nuestra apertura y disposición, o nuestros
cumplimientos y oraciones, es la pregunta que flota en nuestro corazón.
Indudablemente, que una cosa lleva a la otra. O dicho de otro modo, ambas cosas
se dan simultáneamente. La apertura y la acción en nosotros del Espíritu de
Dios.
Y contar con una Madre que ha vivido esa experiencia
transformadora es un privilegio para todos los que queremos, apelamos y
aceptamos ser sus hijos. Porque una Madre así nos mimará, nos aconsejará y nos
invitará a hacer también nosotros lo mismo: “Abrirnos a la acción del Espíritu
Santo”.
Digamos a diario, poniendo nuestro sincero esfuerzo encima de la mesa
la invitación al Espíritu para que nos asista, nos auxilie y nos transforme:
“Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus hijos, enciende en nosotros la
llama de tu Amor y transfórmanos según la Voluntad de tu Amor para que nuestros
corazones sean creados de nuevo”. Amén.