La Iglesia celebra cada año el Domingo Mundial de las Misiones, Domund. Es un día para aunar oración, aportación económica y sensibilización misionera. Todo ello para seguir ofreciendo al mundo aquello que Jesús solicito de nosotros sus seguidores: Id por todo el mundo y anunciad la Buena Nueva, el Evangelio.
Se ha discutido mucho sobre si la Iglesia debe seguir misionando en los países de cultura no cristiana. Ciertos episodios de la historia civil y política, que están estrechamente entrelazados con capítulos de la historia de la Iglesia, ensombrecen parte de la misión.
Concretando, el Papa Francisco, como ya hicieron los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI (hay que hacerlo constar para que no se puede acusar al Papa actual de inventar nada) han pedido perdón público por los graves excesos y abusos que se cometieron durante la colonización y evangelización de América.
Con todo, ensombrecer no quiere decir que haya que convertir todo en un acto de maldad. Si así fuera no hubieran podido surgir Fray Junipero Serra o Fray Bartolomé de las Casas. Gracias a Dios, el Evangelio que es liberador no siempre fue manipulado.
Durante siglos la Iglesia se ha hecho presente, en la persona de los misioneros, en rincones bien lejanos, extraños, ajenos a nuestra fe, para anunciar que Dios es Padre de todos y que, por ello, todos estamos llamados a vivir en una sola familia, la de los hijos de Dios, la de los redimidos por Jesucristo, la de los bautizados por el Espíritu, el Pueblo de Dios que camina en la historia, la Iglesia de Cristo.
Y así, hemos llamado a la conversión haciéndoles saber que siendo hijos del mismo Padre debíamos vivir como hermanos. Unos lo han creído, otros aún hoy están recibiendo esta doctrina que desconocían y, tristemente, todavía no hemos llegado a todos y, por tanto, algunos no lo saben. Pero quisiéramos que lo supiesen, es decir, quisiéramos proponerles esta filiación divina y esta fraternidad cristiana.
Pero he aquí que algunos de ellos nos devuelven la visita y tocan a nuestra puerta demandando ayuda. Es la llamada “crisis de los refugiados”. Se han quedado sin pan y sin techo. A decir verdad, más bien desde occidente se les ha dejado sin ello.
La carrera de armamentos necesita de guerras. Nadie fabrica armas para almacenarlas y no venderlas. Sólo creando situaciones que devienen en conflicto esas armas tienen salida de sus almacenes y, a la vez, se propicia fabricar nuevas. Es evidente que los que tienen su fuente de riqueza en esa fabricación, ni las fabrican para no venderlas ni se contentarán con no poder fabricar más.
El resultado es que con las armas que Occidente vende se han destruido ciudades enteras. ¿Qué esperamos que hagan estos nuestros hermanos? Pues lo mismo que haríamos nosotros. Si se me cae la casa he de ir a llamar a la casa de mi familia y pedir refugio, cobijo, acogida, ejercicio real y auténtico de fraternidad.
En fin, es una llamada a la coherencia entre lo que tan bien predicamos y lo que escasamente vivimos. Sabemos por el mismo Jesús que es él mismo el que está llamando a mi puerta: “Fui forastero y me acogiste”.
Esto ya ha ocurrido antes en la historia. Una de las primeras veces se relata en el libro del Éxodo. Hubo una hambruna y el pueblo hebreo emigró a Egipto. ¡Qué bien que fueran acogidos! Pero un posterior faraón y sus consejeros hicieron cálculos matemáticos, y poco solidarios, y se dijeron: estos tienen muchos hijos, nos están “hebraizando” nuestro Egipto.
No os suena, es lo que nosotros decimos para excusarnos de nuestro deber de acoger al forastero: “Es que nos están islamizando…” En Egipto, con esta bien triste actitud, mataron a tantos y tantos niños. Nosotros parece que estamos dispuestos a que mueran de hambre, frío y enfermedades. Es otra manera de matar.
No basta con ir a misionar, que sí hay que hacerlo, sino que además hay que estar dispuestos a ser coherentes con aquello que ofrecemos a los misionados. Lo contrario es estafar.
Quique Fernández