En repetidas ocasiones he escucha la frase: "Esta vida es un calvario". Y va cargada de razón, pues la vida tiene mucho de calvario y de sufrimiento. Para unos se presenta peor que para otros, pero todos, en mayor o menor medida sufren la amenaza del sufrimiento, la enfermedad y el calvario de la muerte.
Sin embargo, la subida al monte Calvario de Jesús para ser crucificado ha sido la salvación de muchos. Y digo muchos respecto a todos aquellos que creen en Él y perseveran en esa fe hasta compartir con Él también su propio calvario particular ofreciéndola a sus pies por todos los hombres. En este sentido, la muerte, nuestra muerte, tiene sentido y olor a gloria y eternidad.
María, nuestra Madre, estuvo en el Calvario. Ella también lo sufrió por el camino acompañando a su Hijo hasta el pie de la Cruz. Ella, de alguna manera, estaba también siendo crucificada en ese momento, y padeciendo su propio calvario. Ella ofreció, no sólo su vida, sino también su dolor y amargura, junto a su Hijo, por todos nosotros. Por esa es corredentora con su Hijo.
María, Madre de la humildad, enséñanos a ser humildes y a no perseguir los primeros puestos para ser ensalzados por los demás. Enséñanos a vivir en la humildad del servicio y a buscar nuestra humillación liberándonos de todo afán y vanidad. Experimentamos que se vive mejor cuando nuestro corazón descansa de tanta ambición, poder o riqueza.
Madre, danos la fortaleza y el valor de saber entregar nuestra vida en el momento de nuestra propia muerte. De saber soportar y aceptar el dolor de terminar nuestro recorrido en este mundo y acompañanos para saber entregarlo con generosidad y abandono en Manos de tu Hijo. Enséñanos a poner en nuestros labios palabras de agradecimiento, de humildad y de servicio y de dejarnos acompañar por tu paciencia y sencillez confiando en el Amor y Misericordia de tu Hijo, nuestro Señor. Amén.