Benedicto XVI: Isabel de Hungría, la princesa entre los pobres
Hoy durante la Audiencia General
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 20 de octubre de 2010 (ZENIT.org).-
Ofrecemos a continuación la catequesis que el Papa Benedicto XVI
pronunció hoy durante la Audiencia General, ante los miles de peregrinos
reunidos en la Plaza de San Pedro.
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas
hoy
quisiera hablaros de una de las mujeres de la Edad Media que suscitó
mayor admiración; se trata de santa Isabel de Hungría, llamada también
Isabel de Turingia. Nació en 1207 en Hungría. Los historiadores discuten
dónde. Su padre era Andrés II, rico y poderoso rey de Hungría, el cual,
para reforzar sus vínculos políticos, se había casado con la condesa
alemana Gertrudis de Andechs-Merania, hermana de santa Eduvigis, la cual
era esposa del duque de Silesia. Isabel vivió en la Corte húngara sólo
los primeros cuatro años de su infancia, junto a una hermana y tres
hermanos. Le gustaba el juego, la música y la danza; recitaba con
fidelidad sus oraciones y mostraba atención particular hacia los pobres,
a quienes ayudaba con una buena palabra o con un gesto afectuoso.
Su
infancia feliz fue bruscamente interrumpida cuando, desde la lejana
Turingia, llegaron unos caballeros para llevarla a su nueva sede en
Alemania central. Según las costumbres de aquel tiempo, de hecho, su
padre había establecido que Isabel se convirtiera en princesa de
Turingia. El landgrave o conde de aquella región era uno de los
soberanos más ricos e influyentes de Europa a principios del siglo XIII,
y su castillo era centro de magnificencia y de cultura. Pero detrás de
las fiestas y de la gloria aparente se escondían las ambiciones de los
príncipes feudales, a menudo en guerra entre ellos y en conflicto con
las autoridades reales e imperiales. En este contexto, el landgrave
Hermann acogió de buen grado el noviazgo entre su hijo Ludovico y la
princesa húngara. Isabel partió de su patria con una rica dote y un gran
séquito, incluyendo sus doncellas personales, dos de las cuales
permanecerán amigas fieles hasta el final. Son ellas las que han dejado
preciosas informaciones sobre la infancia y sobre la vida de la Santa.
Tras
un largo viaje llegaron a Eisenach, para subir después a la fortaleza
de Wartburg, el macizo castillo sobre la ciudad. Aquí se celebró el
compromiso entre Ludovico e Isabel. En los años sucesivos, mientras
Ludovico aprendía el oficio de caballero, Isabel y sus compañeras
estudiaban alemán, francés, latín, música, literatura y bordado. A pesar
del hecho de que el compromiso se hubiese decidido por motivos
políticos, entre ambos jóvenes nació un amor sincero, animado por la fe y
por el deseo de hacer la voluntad de Dios. A la edad de 18 años,
Ludovico, tras la muerte de su padre, comenzó a reinar sobre Turingia.
Pero Isabel se convirtió en objeto de silenciosas críticas, porque su
modo de comportarse no correspondía a la vida de la corte. Así también
la celebración del matrimonio no fue fastuosa, y los gastos del banquete
fueron devueltos en parte a los pobres. En su profunda sensibilidad
Isabel veía las contradicciones entre la fe profesada y la práctica
cristiana. No soportaba los compromisos. Una vez, entrando en la iglesia
en la fiesta de la Asunción, se quitó la corona, la depositó ante la
cruz y permaneció postrada en el suelo con el rostro cubierto. Cuando
una monja la desaprobó por ese gesto, ella respondió: “¿Cómo puedo yo,
criatura miserable, seguir llevando una corona de dignidad terrena,
cuando veo a mi Rey Jesucristo coronado de espinas?”. Como se comportaba
ante Dios, de la misma forma se comportaba con sus súbditos. Entre los
Dichos de las cuatro doncellas encontramos este testimonio: “No consumía
alimentos si antes no estaba segura de que procedieran de las
propiedades y de los bienes legítimos de su marido. Mientras se abstenía
de los bienes procurados ilícitamente, se preocupaba también por
resarcir a aquellos que hubiesen sufrido violencia” (nn. 25 y 37). Un
verdadero ejemplo para todos aquellos que desempeñan cargos: el
ejercicio de la autoridad, a todo nivel, debe vivirse como servicio a la
justicia y a la caridad, en la búsqueda constante del bien común.
Isabel
practicaba asiduamente las obras de misericordia: daba de beber y de
comer a quien llamaba a su puerta, procuraba vestidos, pagaba las
deudas, cuidaba enfermos y sepultaba a los muertos. Bajando de su
castillo, se dirigía a menudo con sus doncellas a las casas de los
pobres, llevando pan, carne, harina y otros alimentos. Entregaba los
alimentos personalmente y controlaba con atención los vestidos y los
lechos de los pobres. Este comportamiento fue referido a su marido, el
cual no sólo no se disgustó, sino que respondió a sus acusadores:
“¡Mientras que no venda el castillo, estoy contento!”. En este contexto
se coloca el milagro de pan transformado en rosas: mientras Isabel iba
por la calle con su delantal lleno de pan para los pobres, se encontró
con el marido, que le preguntó qué estaba llevando. Ella abrió el
delantal y, en lugar del pan, aparecieron magníficas rosas. Este símbolo
de caridad está presente muchas veces en las representaciones de santa
Isabel.
El suyo fue un matrimonio profundamente feliz: Isabel
ayudaba a su esposo a elevar sus cualidades humanas a nivel
sobrenatural, y él, a cambio, protegía a su mujer en su generosidad
hacia los pobres y en sus prácticas religiosas. Cada vez más admirado
por la gran fe de su esposa, Ludovico, refiriéndose a su atención hacia
los pobres, le dijo: “Querida Isabel, es a Cristo a quien has lavado,
alimentado y cuidado”. Un claro testimonio de cómo la fe y el amor hacia
Dios y hacia el prójimo refuerzan y hacen aún más profunda la unión
matrimonial.
La joven pareja encontró apoyo espiritual en los
Frailes Menores que, desde 1222, se difundieron en Turingia. Entre ellos
Isabel eligió a fray Ruggero (Rüdiger) como director espiritual. Cuando
él le narró las circunstancias de la conversión del joven y rico
mercader Francisco de Asís, Isabel se entusiasmó aún más en su camino de
vida cristiana. Desde aquel momento, se decidió aún más a seguir a
Cristo pobre y crucificado, presente en los pobres. Incluso cuando nació
su primer hijo, seguido de otros dos, nuestra Santa no descuidó nunca
sus obras de caridad. Ayudó además a los Frailes Menores a construir en
Halberstadt un convento, del que fray Ruggero se convirtió en superior.
La dirección espiritual de Isabel pasó, así, a Conrado de Marburgo.
Una
dura prueba fue el adiós al marido, a finales de junio de 1227, cuando
Ludovico IV se asoció a la cruzada del emperador Federico II, recordando
a su esposa que esa era una tradición para los soberanos de Turingia.
Isabel respondió: “No te retendré. Me dí toda entera a Dios y ahora debo
darte también a ti”. Sin embargo, la fiebre diezmó las tropas y
Ludovico mismo cayó enfermo y murió en Otranto, antes de embarcar, en
septiembre de 1227, a la edad de veintisiete años. Isabel, al saber la
noticia, tuvo tal dolor que se retiró en soledad, pero después,
fortificada por la oración y consolada por la esperanza de volver a
verle en el Cielo, volvió a interesarse en los asuntos del reino. La
esperaba, sin embargo, otra prueba: su cuñado usurpó el gobierno de
Turingia, declarándose verdadero heredero de Ludovico y acusando a
Isabel de ser una mujer piadosa incompetente para gobernar. La joven
viuda, con sus tres hijos, fue expulsada del castillo de Wartburg y se
puso a la búsqueda de un lugar donde refugiarse. Solo dos de sus
doncellas permanecieron junto a ella, la acompañaron y confiaron a los
tres niños a los cuidados de amigos de Ludovico. Peregrinando por los
pueblos, Isabel trabajaba allí donde se la acogía, asistía a los
enfermos, hilaba y cosía. Durante este calvario, soportado con gran fe,
con paciencia y dedicación a Dios, algunos parientes, que le habían
permanecido fieles y consideraban ilegítimo el gobierno de su cuñado,
rehabilitaron su nombre. Así Isabel, a principios de 1228, pudo recibir
una renta apropiada para retirarse al castillo familiar en Marburgo,
donde vivía también su director espiritual fray Conrado. Fue él quien
refirió al papa Gregorio IX el siguiente hecho: el viernes santo de
1228, puestas las manos sobre el altar en la capilla de su ciudad
Eisenach, donde había acogido a los Frailes Menores, en presencia de
algunos frailes y familiares, Isabel renunció a su propia voluntad y a
todas las vanidades del mundo. Ella quería renunciar a todas sus
posesiones, pero yo la disuadí por amor a los pobres. Poco después
construyó un hospital, recogió a enfermos e inválidos y sirvió en su
propia mesa a los más miserables y los más abandonados. Habiéndola yo
reñido por estas cosas, Isabel respondió que de los pobres recibía una
especial gracia y humildad” (Epistula magistri Conradi, 14-17).
Podemos
ver en esta afirmación una cierta experiencia mística parecida a la
vivida por san Francisco: el Pobrecillo de Asís declaró, de hecho, en su
testamento que, sirviendo a los leprosos, lo que antes era amargo se le
cambió en dulzura del alma y del cuerpo (Testamentum, 1-3).
Isabel transcurrió sus últimos tres años en el hospital fundado por
ella, sirviendo a los enfermos, velando con los moribundos. Intentaba
siempre llevar a cabo los servicios más humildes y los trabajos
repugnantes. Ella se convirtió en lo que podríamos llamar una mujer
consagrada en medio del mundo (soror in saeculo) y formó, con
otras amigas suyas, vestidas en hábito gris, una comunidad religiosa. No
es casualidad que sea patrona de la Orden Terciaria Regular de san
Francisco y de la Orden Franciscana Seglar.
En noviembre de 1231
fue afectada por fuertes fiebres. Cuando la noticia de su enfermedad se
propagó, muchísima gente acudió a verla. Tras unos diez días, pidió que
se cerraran las puertas, para quedarse a solas con Dios. En la noche del
17 de noviembre se durmió dulcemente en el Señor. Los testimonios sobre
su santidad fueron tantos y tales que, sólo cuatro años más tarde, el
papa Gregorio IX la proclamó Santa y, en el mismo año, se consagró la
hermosa iglesia construida en su honor en Marburgo.
Queridos
hermanos y hermanas, en la figura de santa Isabel vemos cómo la fe, la
amistad con Cristo crean el sentido de la justicia, de la igualdad de
todos, de los derechos de los demás y crean el amor, la caridad. Y de
esta caridad nace la esperanza, la certeza de que somos amados por
Cristo y de que el amor de Cristo nos espera y nos hace así capaces de
imitar a Cristo y de ver a Cristo en los demás. Santa Isabel nos invita a
redescubrir a Cristo, a amarlo, a tener fe y así a encontrar la
verdadera justicia y el amor, como también la alegría de que un día
estaremos inmersos en el amor divino, en el gozo de la eternidad con
Dios. Gracias.
[En español dijo]
Saludo
cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los
miembros de la Cofradía escolapia del Santísimo Cristo de la Expiración y
María Santísima del mayor dolor, de Granada; a los fieles de
Alcobendas, a los Oficiales del curso de Estado Mayor de la Academia
Aérea de Ecuador, así como a los demás grupos provenientes de España,
México y otros países latinoamericanos. Que la figura de Santa Isabel de
Hungría, modelo de caridad, nos inspire también a nosotros a un amor
intenso hacia Dios y hacia el prójimo.