Efectivamente, como nos recuerda la carta a los Filipenses, la cuaresma es dejarse llevar y transformar por el Espíritu Santo para hacerme semejante a él y llevar a cabo una conversión profunda de mi vida.
La cuaresma es el tiempo que precede y dispone a la celebración de la pascua. Es un tiempo precioso para escuchar la palabra de Dios y suplicar la conversión del corazón, es decir, poner en nuestro corazón el deseo de adquirir un corazón nuevo. Es un momento propicio de reconciliación con Dios y con los hermanos a través de las armas de la penitencia cristiana: la oración, el ayuno y la limosna.
En este tiempo, los fieles, estamos llamados a meditar y a tener muy presente en nuestra vida la Pasión y Muerte de nuestro Señor.
El comienzo de los cuarenta días de penitencia se caracteriza por el austero símbolo de las Cenizas, por el que los pecadores convertidos, en la antigüedad, se sometían a la penitencia canónica. El gesto de cubrirse con ceniza tiene el sentido de reconocer la propia fragilidad y mortalidad, que necesita ser redimida por la misericordia de Dios.
Hoy este gesto la Iglesia lo ha tomado como una expresión del corazón penitente del hombre, que está llamado a la conversión sincera.
Durante este tiempo de cuaresma, el pueblo cristiano está llamado a dirigir el espíritu hacia las realidades que son verdaderamente importantes, no buscando los bienes terrenos sino los bienes del cielo. Para esto hace falta un esfuerzo, es necesario morir a uno mismo para abrazar a Cristo crucificado.
Para dejarnos transformar por la acción del Espíritu Santo, y orientar nuestra existencia según la voluntad de Dios, es necesario primero reconocer nuestra debilidad y acoger con una sincera revisión de vida la gracia renovadora del Sacramento de la Penitencia y caminar con decisión hacia Cristo.
Este tiempo de cuaresma nos impulsa cada día a liberar nuestro corazón del peso de las cosas materiales, de un vínculo egoísta con la tierra que nos empobrece y nos impide estar disponibles y abiertos a Dios y al prójimo. A través de las prácticas tradicionales del ayuno, la limosna y la oración, la cuaresma nos va a enseñar a vivir de modo cada vez más radical el amor de Cristo.
El ayuno adquiere un significado profundamente religioso, consiste en hacer más pobre nuestra mesa para aprender a superar nuestro egoísmo y vivir así en la lógica del don y del amor de Dios. Cuando nos privamos de alguna cosa aprendemos a apartar la mirada de nuestro “yo” para descubrir a Alguien a nuestro lado y reconocer a Dios en los rostros de tantos de nuestros hermanos.
La limosna se presenta ante la tentación del tener. El afán de poseer provoca violencia, prevaricación y muerte, por eso la Iglesia recuerda la práctica de la limosna. La idolatría de los bienes aleja a las personas de los otros, despoja al hombre, lo hace infeliz, lo engaña, lo defrauda sin realizar lo que promete, porque sitúa las cosas materiales en el lugar de Dios, única fuente de la vida. Esta práctica nos recuerda el primado de Dios y la atención hacia los demás.
La oración es un elemento necesario para poner el corazón en Dios, debemos meditar e interiorizar la palabra de dios, así Cristo hablará a nuestro corazón y descubriremos el amor maravilloso de Dios para con el hombre. En la oración encontramos tiempo para Dios, para conocer que sus palabras no pasarán, para entrar en la intima comunión con él que nadie podrá quitarnos y que nos abre a la esperanza que no falla, a la vida eterna.
Por eso debemos de acogernos a estas armas para apartar las tentaciones del mundo seductor y acogernos a Cristo, nuestro Rey y Señor, que es quien verdaderamente corresponde con lo que nuestro corazón desea.