¿En quién voy a fijarme? En el
humilde y contrito que tiembla a mi palabra: (Is 66,2). San José, sin duda, ha
leído y meditado estas palabras del profeta Isaías. San José es como una
personificación del hombre humilde, como María, su esposa, lo es de la mujer
humilde y es que uno y otra andan en la verdad en su doble vertiente, que eso
es la humildad, como enseña la maestra
de vida espiritual, santa Teresa de Jesús con estas palabras: “Una vez estaba
yo considerando por que razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la
humildad y púsoseme delante, a mi
parecer, sin considerarlo sino de presto, esto:
que es porque Dios es suma Verdad y la humildad es andar en verdad; que
lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y
quien esto no entienda anda en la
mentira. A quien más lo entienda agrada más a la suma Verdad porque anda en
ella” (6M 10,7).”Un espejo para la humildad, mirando cómo cosa buena que
hagamos no viene su principio de nosotros, sino de esta fuente donde está plantado
el árbol de nuestras almas y de este sol que da calor a nuestras obras” (1M
2,5) Mientras más vemos estamos ricos, sobre conocer somos pobres, más
aprovechamiento nos viene (V 10,4). Al libro de su Vida lo llama el libro de
las misericordias de Dios porque sabe que todo lo bueno que tiene –y tiene
tantísimo -, es obra de la misericordia de Dios sobre ella, siendo ella tan ruin.
San José anda en la verdad del propio conocimiento. Él sabe y tiene
plena conciencia que de sí mismo ni es nada ni tiene nada bueno. Sabe que todo,
absolutamente todo, lo bueno que tiene es puro don de la misericordia de Dios
sobre él. Que no tiene por sí mismo derecho a nada, que no merece nada por sí
mismo, que sin Dios ni es nada ni puede nada. Esta una de las vertientes de
andar en la verdad, en la verdad de uno mismo. La otra es que todo lo bueno lo
recibimos de Dios ¿qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido ¿a
qué gloriarte como si no lo hubieras recibido? (1Cor 4,7) Sabe que Dios ha
puesto en él abismos de amor, gracias y misericordias infinitas. Con su esposa
puede entonar también su Magnificat:
Engrandece mi alma al Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque
ha mirado la humillación de su siervo. El Señor ha hecho obras grandes por mí.
Le ha hecho esposo de María, la Madre de Dios y por su matrimonio con ella le ha
hecho padre de Jesús.
Reconoce que de sí mismo no es nada.
Reconoce si indignidad. Por eso, cuando ve a su esposa esperando un hijo sin él
saber nada cae en una noche oscura de humildad. Su humildad se dispara y
piensa: si ya lo decía yo que no era digno de desposarme con María, mi mujer. Y
entonces en esta noche oscura le vienen mil pensamientos, entre los que el
evangelista san Mateo recoge solo uno: se le ocurre abandonarla en secreto al
creerse indigno de vivir con una mujer tan santa y tan de Dios. Pero no toma
ninguna determinación de abandonarla, solo lo piensa, porque en su humildad
sabe que en la situación en que se encuentra tomar una determinación sería una
imprudencia, una temeridad. Como dirá más tarde san Ignacio de Loyola: “En
tiempos de desolación nunca hacer mudanza, mas estar firme y constante en propósitos
y determinaciones…Porque así como en la consolación nos guía y aconseja más el
buen espíritu, así en la desolación el malo, con cuyos consejos no podemos
tomar camino para acertar” (Obras de San
Ignacio, BAC, Madrid, 1991, p.295).
En su humildad sabe que en tiempos
de prueba no cabe otra actitud que la de confiar ciegamente en Dios, -en una
oración a Dios el rey Josafat, atacado por sus enemigos, le dice al Señor:
Cuando no sabemos qué hacer, esto solo nos queda, volver los ojos a ti (2Cro
20,12)-, porque sabe que Dios no abandona nunca al que confía en él y que al
que confía en él la misericordia lo envuelve (Sal 31,19). Lo ha rezado muchas
veces en los salmos, sin duda ha leído la oración del rey Josafat y espera que
Dios venga en su auxilio y le hable y le habló por medio del ángel: José, hijo
de David, no temas tomar a María tu mujer en tu casa (Mt 1,20)
Viene a decirle el ángel. Sí, eres
digno de ser esposo de María, tu mujer y por este desposorio ser padre de Jesús
porque yo te he hecho digno llenándote de mi gracias y abundantemente de todas
las cualidades y virtudes necesarias y convenientes para que puedas llevar a
cabo el ministerio altísimo que te encomiendo.
Luego cuando nazca el Hijo de Dios del
seno de su esposa, su humildad se dispara de nuevo en una vivencia altísima. Al
ver que el Hijo de Dios se humilla hasta el extremo de que (como dice San Pablo)
siendo de condición divina y no teniendo como robo el ser igual a Dios, sin
embargo se anonadó y se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo,
haciéndose en todo semejante a los hombres, menos en el pecado, y apareciendo
en su porte como hombre, se humilló a sí mismo (Fil 2,7-8), no puede por menos
de profundizar en su humildad. Y todo lo hizo por él y por todos los hombres. Ve el llanto
del hombre en Dios y en el hombre, en él mismo, la alegría. ¡Qué trueque!
Por su profunda humildad san José es
exaltado. Dios le da un gozo inefable y una entrega total al servicio de su
hijo y de su obra salvadora, un gozo inefable porque sabe (se lo ha dicho el ángel) que con su humillación el Salvador va a salvar a los hombres de
sus miserias y pecados, y él se une a esta
obra salvadora de su hijo, porque entre la humildad y la generosidad, como dice
San Francisco de Sales, hay un vínculo indisoluble: Estas dos virtudes,
humildad y generosidad están tan juntas y van tan unidas la una a la otra que
no pueden separarse, pues la humildad que no entraña generosidad es
indudablemente falsa. La verdadera humildad después de haber dicho: Yo por mí
no puedo nada, nada, cede el puesto a la generosidad que dice: Yo lo puedo
todo, pues pongo toda mi confianza en Dios que lo puede todo. La una es la
verdad de la otra. Son las dos vertientes de la humildad de que habla santa
Teresa que van tan indisolublemente unidas que el reconocimiento de la propia
nada sin la confianza en Dios acaba en la desesperanza y abatimiento, y el
creer que todo viene de Dios sin el peso de un reconocimiento de la propia nada
e indignidad acaba en una soberbia satánica. Por eso dice santa Teresa: “Esta
es la verdadera humildad, conocer cada uno lo que puede y lo que Yo puedo”.
Separar las dos vertientes de la humildad en la vida es matarnos
espiritualmente.
P.
Román Llamas,ocd