Recientemente, el día de la
Solemnidad de la Asunción de María, durante una reunión amistosa, algunos nos comentaban
que les parecía irrelevante esta fiesta, que no tenía ningún sentido para los
cristianos de hoy. Al continuar escuchando los comentarios, me di cuenta que no
sólo cuestionaban el valor y la relevancia de esta solemnidad, sino que también
el rol de María en la Historia de la Salvación. Entre los presentes, había graduados
de colegios católicos, pero sus testimonios constataban que su fe estaba más
bien ligada a recuerdos de la devoción mariana de sus padres, abuelos y
personas de antaño, citando actos de religiosidad popular y tradiciones
familiares. María no se veía presente en la realidad de sus vidas.
Es
paradógico, que María es, por una parte, una invitación al Catolicismo,
mientras que por otra, es un obstáculo, principalmente para los protestantes y
para muchos Católicos alejados, pero hay testimonios que nos pueden alentar. Curiosamente,
María fue también en cierto momento de su vida un obstáculo en el viaje
espiritual de un joven polaco, Karol Wojtyla, que creció en un país de profunda
tradición mariana y más tarde llegó a ser el Papa Juan Pablo II, el primer papa
que, en su Obra Don y Misterio, hizo público un relato de su esfuerzo por
discernir su vocación cristiana. Como él mismo dice, cuando abandonó su natal Wadowice para ir a la universidad
«Jagiellonian» de Cracovia, se sintió abrumado por la devoción de su patria hacia María: «Empecé a
cuestionar mi devoción a María, convencido de que, si llegaba a ser demasiado
intensa, podría acabar por comprometer la supremacía del culto debido a
Cristo».
Escasamente
reconoceríamos estas últimas palabras que emanaron del mismo santo que dedicó
su pontificado a María. La figura de María, más que un obstáculo para encontrar
a Cristo vivo, fue para él el camino privilegiado para acceder a Cristo. Durante
la brutal ocupación nazi de Polonia, en
la Segunda Guerra Mundial, Karol Wojtyla empezó a leer al teólogo francés San
Luis Grignion de Montfort (1673-1716). La obra más importante de Montfort, ‘Verdadera
Devoción a María’, enseñó a Wojtyla que la auténtica devoción mariana es, en
realidad, cristocéntrica, porque «nos conduce necesariamente a Cristo, y por
medio de Cristo, que es hijo de María e Hijo de Dios, nos introduce en el
misterio mismo de Dios, en la Santísima Trinidad.
Podemos
confirmar lo que escribe Montfort en la fuente original, el Nuevo Testamento. La
última palabra que pronuncia María en el Evangelio es: “Haced lo que Él os diga”, dirigida a los sirvientes de la boda de Caná (Jn 2, 5).
Este breve pasaje resume la función específica de María en la Historia de la
Salvación. Desde el momento de la
Encarnación, María manifiesta desde lo más profundo de su corazón que está
dispuesta a conducir su vida, no en torno así misma, sino hacia su Hijo, que
también en la carne es Hijo de Dios. María nos introduce en el corazón de la
Santísima Trinidad. Al definir Montfort toda verdadera devoción a María
esencialmente cristocéntrica y trinitaria, nos muestra que es una invitación a
un encuentro más íntimo con el misterio de la Encarnación y el de la Trinidad,
para reflexionar más profundamente sobre quiénes somos y quién es realmente
Dios. Sólo así podemos ser fieles a nosotros mismos, como lo fue María.
San
Juan Pablo Magno, frente al santuario mariano de Czestochowa en 1979, en su
primera visita papal a Polonia, fue contundente en su testimonio: «Soy un hombre de profunda confianza; y aquí es donde
aprendí a serlo. Aquí aprendí a confiar, en oración ante esta imagen de María
que nos introduce en el misterio de la función especial que ella desempeña en
la historia de salvación que, a su vez, es la historia humana leída en
profundidad. Aprendí a confiar no en «opciones»
o «estrategias de éxito», sino en la
madre que siempre termina llevándonos a su Hijo, Cristo, y que nunca es infiel
a sus promesas».
Aprovechemos
la gran riqueza que nos ofrece la Teología Católica sobre María. El teólogo
suizo Hans Urs von Balthasar sugiere que la Iglesia, en todas sus etapas, está
configurada a imagen de las grandes figuras del Nuevo Testamento: la Iglesia
que proclama y evangeliza reproduce la imagen de Pablo, apóstol de los
gentiles; la Iglesia que contempla y cultiva el misticismo se configura a
imagen del apóstol Juan, el discípulo preferido de Jesús, que se reclinó sobre
el pecho del Maestro en la Ultima Cena; la Iglesia que ejerce su autoridad
actualiza la imagen de Pedro, al que Cristo confió el poder de las llaves, es
decir, el poder de atar y desatar, y al que mandó que «fortaleciera la fe de
sus hermanos» (Lc 22,3), y la iglesia que vive como «discípulo», que es la base
de todo lo demás, tiene su imagen en una mujer, María, la primera de todos los
discípulos y, por tanto, madre de la Iglesia….Este es el fiat de María en su
totalidad. De María podemos aprender una sola lección cuyo aprendizaje
transcurrirá a lo largo de nuestra vida y que tanto trabajo nos cuesta aprender,
ya que estamos condicionados por la cultura contemporánea a la falta de
confianza.
María
comprende gracias a su humildad, que sólo Dios proveerá, mientras que en nuestra
cultura, se habla de «Dejar abiertas las
opciones» que no es ciertamente, el mejor camino hacia la felicidad o la
santidad, sino una trampa que acaba por destruirnos. Con frecuencia escuchamos
que esta generación ‘no está abierta al compromiso’. La razón: es una
generación que ha perdido la confianza en Dios y en sí misma, no obstante la
exaltación de la auto-estima en nuestra cultura. Por eso, no debe de extrañarnos escuchar
todas esas noticias y comentarios sobre lo que regularmente charlamos:
infidelidad, adulterio, destrucción de la familia; políticos y servidores
públicos que traicionan su compromiso de servir al pueblo; sacerdotes y
religiosos que traicionan sus votos de fidelidad a Cristo y a la Iglesia; las
vidas de las estrellas de cine, como si fueran ejemplares; maestros universitarios que prefieren el
lenguaje ‘políticamente correcto’ a enseñar la verdad; la injerencia del narco
en el poder político; el lavado de dinero; y el aborto, que se ha convertido en
el holocausto moderno, que ha cobrado más vidas que todas las guerras
combinadas, partiendo de la Guerra de Corea (1952), hasta nuestros días. Esto es comprensible, hablamos mucho, pero la
puerta de nuestro corazón sólo está abierta a ‘opciones personales’, es decir, puro
egoísmo disfrazado con el eufemismo de ‘superación personal’. El éxito lo
justifica todo.
Más
allá de la frivolidad que nos ofrecen los medios, debiéramos ver hacia el
interior. Esa falta de confianza que enferma a esta sociedad que ha optado por
el relativismo moral, hincándose ante el ídolo moderno de la tolerancia, ha
creado un vacío en las almas de los jóvenes, principalmente, que nos bloquea el
acceso a la misma gracia de Dios. Por eso, tampoco debiera extrañarnos que
tantos jóvenes se identificaran con San Juan Pablo II, que era el compromiso
encarnado, aún en sus últimos años. Prueba de esta identificación fueron las
Jornadas Mundiales de la Juventud, que han continuado. La próxima será Cracovia 2016, en su tierra. En una cultura
popular en que los padres son distantes para sus hijos, que escasamente dialogan,
juegan y comparten su vida, muchas veces separados por divorcios, paternidad a
proxi y heridos por conflictos, estos jóvenes encontraron irresistible al santo
que platicaba, jugaba y reía con ellos. Al mismo tiempo, demostró coherencia en
sus compromisos y jamás exigió compromisos que él no hubiera aceptado.
Reflexionemos sobre nuestra vocación en la
vida. Por eso, él no dudó en incluir el episodio de Caná en los Misterios
Luminosos del rosario. Todos tenemos una vocación, que es algo único que
podemos realizar sólo con la providencia de Dios. María nos invita a vivir en
una profunda y gozosa confianza en Cristo, sin reservas. No nos conformemos con
meras especulaciones y cálculos. Es el camino a la felicidad, a la plenitud y a
la santidad. Es un camino de comunión y liberación.
En
su fiat inicial, en la Anunciación, María pone de relieve que Ella es la
primera entre los discípulos de Jesús y el modelo absoluto de la vocación
cristiana. Después del saludo del ángel, llena de gracia, no entra en
negociaciones ni en contratos pre-maternales, a la manera de los contratos
pre-nupciales que se usan hoy en día. Para Ella no hay estrategias de éxito ni
opciones que dejar abiertas. Ella sólo confía en el plan de Dios y emite su
exquisita respuesta: “He aquí la esclava del señor, hágase en mí según tu
Palabra” (Lc 1, 38). Su perfecta confianza se extiende más allá del tiempo, y
entra en la eternidad.
En la doctrina católica,
María es el primer discípulo en todos los sentidos. Ese es precisamente el
significado de la «Asunción», que nos enseña que María, después de morir, en su
«dormición», fue «elevada» al cielo en cuerpo y alma. La Iglesia ratificó esta
enseñanza hasta 1950, con la Bula Munificentissimus Deus, del Papa Pío XII, pero
la fe en el destino glorioso del alma y del cuerpo de la Madre del Señor
después de su muerte ya existía; desde Oriente se difundió a Occidente con gran
rapidez y se generalizó. Hay escritos de los historiadores eclesiásticos del
siglo IV que se refieren a la Asunción de María como una tradición muy antigua.
En el Siglo V se hablaba del Memorial de María y en el Siglo VI, los
historiadores citan la Dormición. Debido a su unanimidad, la fuente no puede
ser otra que los mismos apóstoles y por lo tanto, es revelación divina, ya que la Revelación, según
enseña la Iglesia, termina con la muerte de San Juan. A partir del Siglo VII,
el Papa Sergio I promovió procesiones a la Basílica Santa María la Mayor el día
de la Asunción, como expresión de la creencia popular en esta verdad tan gozosa.
Por lo tanto, el dogma de la Asunción es liberador, ya que nos confirma la
certeza de que tenemos a Nuestra Madre gloriosa en el cielo.
San
Juan Damasceno, el año 754 subraya la relación entre la participación en la
Pasión y el destino glorioso: «Era necesario que
aquélla que había visto a su Hijo en la Cruz y recibido en pleno corazón la
espada del dolor... contemplara a ese Hijo suyo sentado a la diestra del Padre».
En
su Catequesis del 2 de Julio de 1997, el Papa Juan Pablo II nos dice: "El Nuevo Testamento, aun sin afirmar explícitamente
la Asunción de María, ofrece su fundamento, porque pone muy bien de relieve la
unión perfecta de la Santísima Virgen con el destino de Jesús. Esta unión, que
se manifiesta ya desde la prodigiosa concepción del Salvador, en la
participación de la Madre en la misión de su Hijo y, sobre todo, en su
asociación al sacrificio redentor, no puede por menos de exigir una
continuación después de la muerte. María, perfectamente unida a la vida y a la
obra salvífica de Jesús, compartió su destino celeste en alma y cuerpo."
Al
entrar el fiat de María en la eternidad, también eleva a los humildes. La
fiesta de la Asunción prueba literalmente que Dios eleva a los humildes. María
es elevada a la vida eterna junto a su Hijo, mientras que nosotros seguimos
atados a nuestro instinto de auto-preservación. Seguimos llenándonos de
nosotros mismos con actitudes individualistas tales como: ‘Si yo no me ocupo de
ser el primero, entonces ¿quién lo hará?’ Pidámosle a María que nos ayude a
vivir más como Ella y a experimentar la verdadera alegría. Que nos ayude a
cantar un Magnificat desde nuestras propias almas.
Al
reflexionar sobre el Magnificat, hagamos una pausa para asimilar qué significa
la dispersión de los soberbios (Lc. 1, 51). Veamos qué sucede a los soberbios.
Para saber quiénes son los soberbios, no hace falta mirar más allá de nosotros
mismos, que tenemos que luchar constantemente con esta maliciosa raíz de todos
nuestros pecados. María se pone feliz cuando la soberbia se dispersa y nuestra
perspectiva se amplía. En vez de seguir viendo las cosas desde una perspectiva
miope, nos abrimos a los pensamientos que guardamos en nuestros corazones para
reconocer a nuestros hermanos y sus necesidades. Esa es el corazón de María.
A
las mujeres, María nos llama a no renunciar
a nuestra naturaleza esencial ni a nuestra vocación. La cultura contemporánea
nos quiere privar de los dones que Dios nos ha dado, reduciéndonos a objetos de
una sociedad de consumo. Nos alimenta de las ‘bellotas de los puercos’, como lo
deseaba el hijo pródigo, cuando no le daban nada en aquel país extraño (Lc 15,
16). Esto se manifiesta en las modas, en
la explotación sexual a la que muchas veces la mujer se somete por propio
consentimiento; en el aborto, donde la mujer convierte su vientre en un
sepulcro para su bebé, en vez de ser una fuente de vida; en la familia, donde también
ha visto vulnerado su rol de madre y esposa; en el terreno político y social, donde
ha ganado ciertos derechos que atentan contra su propia dignidad. Somos la
generación que hemos obtenido más oportunidades de desarrollo humano y
profesional, pero nos hemos ido alejando de Dios para ocuparnos de ‘las
opciones’ de superación que nos ofrece el mundo, en vez de mirar hacia la
verdad de Cristo y guardar ‘todas esas cosas en nuestro corazón’ como lo hacía
María. Desde las cenizas de los más
brutales regímenes del siglo XX –entre Nazis y Comunistas- surgió la luz de
santidad de Juan Pablo II, plenamente feliz y con un corazón que desbordaba de
amor, como un hijo de María. También
nosotros estamos llamados a despojarnos de las cenizas de la dictadura del
relativismo para vivir en la civilización del amor.
Y
nosotros…..¿Dónde estamos depositando nuestro fiat? María pronunció su fiat
original al Padre, a través del ángel y el Padre lo depositó en el Hijo, para
ser consumado en la Madre y el Hijo a través del Espíritu Santo. Cuando el
Padre recibe todo este fiat trinitario, lo distribuye a la humanidad por medio
de la Eucaristía y el Espíritu Santo. Fue una alianza sellada originalmente entre
el Padre y la Madre por la mediación del Espíritu. Nosotros, al depositar
nuestra confianza en las ‘opciones’ que nos presenta la sociedad moderna -que
con frecuencia traiciona nuestra confianza y nos hace dudar, más que creer- nos
dejamos seducir por el materialismo y nuestra cultura sólo ofrece terapias como
compensación. Esta sociedad terapéutica nos ofrece un analgésico, un calmante o
un soma, y nos desecha.
Seamos
discípulos de Cristo, como María, con una vocación de Madre universal. Nuestra
vida está en manos de Dios y no podemos abandonarla en nuestras propias manos, ya que no somos dioses. Hablemos de María a
nuestros seres queridos y recemos el santo Rosario. Encomendémonos a Ella, en
el mismo espíritu en que lo hacían San Luis Grignion de Montfort y San Juan
Pablo Magno, con un gozoso ‘Totus Tuus’.
-Yvette Camou-
Referencias
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Monfort, St. Louis-Marie Grignion. ‘True Devotion to Mary’. Págs. 77, 79
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Weigel, George. ‘Witness to Hope: The Biography of John Paul II’. Págs. 60,
61, 310. Harper-Collins/Cliff Street Books. 1999.