Benedicto XVI: la Noche del Yaboq
Hoy en la Audiencia General
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 25 de mayo de 2011 (ZENIT.org).-
Ofrecemos a continuación la catequesis que el Papa pronunció hoy
durante la audiencia general celebrada en la Plaza de San Pedro con
peregrinos procedentes de todo el mundo.
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas,
hoy quisiera detenerme con vosotros en un texto del Libro del Génesis
que narra un episodio un poco especial de la historia del Patriarca
Jacob. Es un fragmento de difícil interpretación, pero importante en
nuestra vida de fe y de oración; se trata del relato de la lucha con
Dios en el vado de Yaboq, del que hemos escuchado un trozo.
Como recordaréis, Jacob le había quitado a su gemelo Esaú la
primogenitura, a cambio de un plato de lentejas y después recibió con
engaños la bendición de su padre Isaac, que en ese momento era muy
anciano, aprovechándose de su ceguera. Huido de la ira de Esaú, se
refugió en casa de un pariente, Labán; se había casado, se había
enriquecido y volvía a su tierra natal, dispuesto a enfrentar a su
hermano, después de haber tomado algunas prudentes medidas. Pero cuando
todo está preparado para este encuentro, después de haber hecho que los
que estaban con él, atravesasen el vado del torrente que delimitaba el
territorio de Esaú, Jacob se queda solo, y es agredido por un
desconocido con el que lucha toda la noche. Esta lucha cuerpo a cuerpo
-que encontramos en el capítulo 32 del Libro del Génesis- se convierte
para él en una singular experiencia de Dios.
La noche es es momento favorable para actuar a escondidas, el tiempo
oportuno, por tanto, para Jacob, de entrar en el territorio del hermano
sin ser visto y quizás con la ilusión de tomar por sorpresa a Esaú. Sin
embargo es él el sorprendido por un ataque imprevisto, para el que no
estaba preparado. Había usado su astucia para intentar evitarse una
situación peligrosa, pensaba tener todo bajo control, y sin embargo, se
encuentra ahora teniendo que afrontar una lucha misteriosa que lo
sorprende en soledad y sin darle la oportunidad de organizar una defensa
adecuada. Indefenso, en la noche, el Patriarca Jacob lucha contra
alguien. El texto no especifica la identidad del agresor; usa un término
hebreo que indica “un hombre” de manera genérica, “uno, alguien”; se
trata de una definición vaga, indeterminada, que quiere mantener al
asaltante en el misterio. Está oscuro, Jacob no consigue distinguir a su
contrincante, y también para nosotros, permanece en el misterio;
alguien se enfrenta al Patriarca, y este es el único dato seguro que nos
da el narrador. Sólo al final, cuando la lucha ya ha terminado y ese
“alguien” ha desaparecido, sólo entonces Jacob lo nombrará y podrá decir
que ha luchado contra Dios.
El episodio se desarrolla en la oscuridad y es difícil percibir no
sólo la identidad del asaltante de Jacob, sino también como se ha
desarrollado la lucha. Leyendo el texto, resulta difícil establecer
quien de los dos contrincantes lleva las de ganar; los verbos se usan a
menudo sin sujeto explícito, y las acciones suceden casi de forma
contradictoria, así que cuando parece que uno de los dos va a
prevalecer, la acción sucesiva desmiente enseguida esto y presenta al
otro como vencedor. Al inicio, de hecho, Jacob parece ser el más fuerte,
y el adversario – dice el texto – “no conseguía vencerlo” (v.26); y
finalmente golpea a Jacob en el fémur, provocándole una dislocación. Se
podría pensar que Jacob sucumbe, sin embargo, es el otro el que le pide
que le deje ir; pero el Patriarca se niega, imponiendo una condición:
“No te soltaré si antes no me bendices” (v.27). El que con engaños le
había quitado a su hermano la bendición del primogénito, ahora la
pretende de un desconocido, de quien quizás empieza a percibir las
connotaciones divinas, sin poderlo reconocer verdaderamente.
El rival, que parece estar retenido y por tanto vencido por Jacob, en
lugar de ceder a la petición del Patriarca, le pregunta su nombre:
“¿Cómo te llamas?”. El patriarca le responde: “Jacob” (v.28). Aquí la
lucha da un giro importante. Conocer el nombre de alguien, implica una
especie de poder sobre la persona, porque el nombre, en la mentalidad
bíblica, contiene la realidad más profunda del individuo, desvela el
secreto y el destino. Conocer el nombre de alguien quiere decir conocer
la verdad sobre el otro y esto permite poderlo dominar. Cuando, por
tanto, por petición del desconocido, Jacob revela su nombre, se está
poniendo en las manos de su adversario, es una forma de entrega, de
consigna total de sí mismo al otro.
Pero en este gesto de rendición, también Jacob resulta vencedor,
paradójicamente, porque recibe un nombre nuevo, junto al reconocimiento
de victoria por parte de su adversario, que le dice: “En adelante no te
llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los
hombres, y has vencido” (v.29). “Jacob” era un nombre que recordaba el
origen problemático del Patriarca; en hebreo, de hecho, recuerda al
término “talón”, y manda al lector al momento del nacimiento de Jacob,
cuando saliendo del seno materno, agarraba el talón de su hermano gemelo
(Gn 25, 26), casi presagiando el daño que realiza a su hermano en la
edad adulta, pero el nombre de Jacob recuerda también al verbo “engañar,
suplantar”. Y ahora, en la lucha, el Patriarca revela a su oponente, en
un gesto de rendición y donación, su propia realidad de quien engaña,
quien suplanta; pero el otro, que es Dios, transforma esta realidad
negativa en positiva: Jacob el defraudador se convierte en Israel, se le
da un nombre nuevo que le marca una nueva identidad. Pero también aquí,
el relato mantiene su duplicidad, porque el significado más probable de
Israel es “Dios fuerte, Dios vence”.
Por tanto, Jacob ha prevalecido, ha vencido – es el mismo adversario
quien los afirma – pero su nueva identidad, recibida del mismo
contrincante, afirma y testimonia la victoria de Dios. Y cuando Jacob
pide a su vez el nombre de su oponente, este no quiere decírselo, pero
se le revela en un gesto inequívoco, dándole su bendición. Esta
bendición que el Patriarca le había pedido al principio de la lucha se
le concede ahora. Y no es una bendición obtenida mediante engaño, sino
que es gratuitamente concedida por Dios, que Jacob puede recibir porque
está solo, sin protección, sin astucias ni engaños, se entrega
indefenso, acepta la rendición y confiesa la verdad sobre sí mismo. Por
esto, al final de la lucha, recibida la bendición, el Patriarca puede
finalmente reconocer al otro, al Dios de la bendición: “He visto a Dios
cara a cara, y he salido con vida” (v.31), ahora puede atravesar el
vado, llevando un nombre nuevo pero “vencido” por Dios y marcado para
siempre, cojeando por la herida recibida.
Las explicaciones que la exégesis bíblica da con respecto a este
fragmento son muchas; en particular los estudiosos reconocen aquí
intentos y componentes literario de varios tipos, como también
referencias a algún cuento popular. Pero cuando estos elementos son
asumidos por los autores sagrados y englobados en el relato bíblico,
cambian de significado y el texto se abre a dimensiones más amplias. El
episodio de la lucha en el Yaboq se muestra al creyente como texto
paradigmático en el que el pueblo de Israel habla de su propio origen y
delinea los trazos de una relación especial entre Dios y el hombre. Por
esto, como se afirma también en el Catecismo de la Iglesia Católica, “la
tradición espiritual de la Iglesia ha visto en este relato el símbolo
de la oración como combate de la fe y la victoria de la perseverancia”
(nº 2573). El texto bíblico nos habla de la larga noche de la búsqueda
de Dios, de la lucha para conocer el nombre y ver su rostro; es la noche
de la oración que con tenacidad y perseverancia pide a Dios la
bendición y un nombre nuevo, una nueva realidad fruto de conversión y de
perdón.
La noche de Jacob en el vado de Yaboq se convierte así, para el
creyente, en un punto de referencia para entender la relación con Dios
que en la oración encuentra su máxima expresión. La oración exige
confianza, cercanía, casi un cuerpo a cuerpo simbólico no con un Dios
adversario y enemigo, sino con un Señor que bendice y que permanece
siempre misterioso, que aparece inalcanzable.
Por esto el autor sacro utiliza el símbolo de la lucha, que implica
fuerza de ánimo, perseverancia, tenacidad en el alcanzar lo que se
desea. Y si el objeto del deseo es la relación con Dios, su bendición y
su amor, entonces la lucha sólo puede culminar en el don de sí mismo a
Dios, en el reconocimiento de la propia debilidad, que vence cuando
consigue abandonarse en las manos misericordiosas de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, toda nuestra vida es como esta larga
noche de lucha y de oración, de consumar en el deseo y en la petición de
una bendición a Dios que no puede ser arrancada o conseguida sólo con
nuestras fuerzas, sino que debe ser recibida con humildad de Él, como
don gratuito que permite, finalmente, reconocer el rostro de Dios. Y
cuando esto sucede, toda nuestra realidad cambia, recibimos un nombre
nuevo y la bendición de Dios. Pero aún más: Jacob que recibe un nombre
nuevo, se convierte en Israel, también da al lugar un nombre nuevo,
donde ha luchado con Dios, le ha rezado, lo renombra Penuel, que
significa “Rostro de Dios”. Con este nombre reconoce que el lugar está
lleno de la presencia del Señor, santifica esa tierra dándole la
impronta de aquel misterioso encuentro con Dios. Aquel que se deja
bendecir por Dios, se abandona a Él, se deja transformar por Él, hace
bendito el mundo. Que el Señor nos ayude a combatir la buena batalla de
la fe (cfr 1Tm 6,12; 2Tm 4,7) y a pedir, en nuestra oración, su
bendición, para que nos renueve en la espera de ver su Rostro. ¡Gracias!
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular al grupo del Movimiento Scout católico, acompañado por el
Señor Obispo de Solsona, así como a los demás grupos provenientes de
España, México, Guatemala, Ecuador, Venezuela, Colombia, Argentina y
otros países latinoamericanos. Que el Señor nos ayude a combatir el buen
combate de la fe. Muchas gracias.