No hay mayor halago y piropo que parecernos a la Madre de Dios. Nos detenemos en aquel pasaje -Mt 12, 46-50- cuando avisan a Jesús que su Madre y hermanos está afuera y quieren verle, y Jesús dice: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?». Y señalando con la mano a sus discípulos, agregó: «Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre».
Por lo tanto, somos su madre, hermano, hermana cuando nos esforzamos en hacer la Voluntad de Dios. Y su Voluntad sabemos claramente que es amar. Amar al prójimo como Él nos ha enseñado a amarlo. Tenemos muchos ejemplos de cómo Jesús nos enseña a amarlo. Entre ellos está la parábola del samaritano -Lc 10, 25-37-; la parábola del siervo malvado -Mt 18, 25-35. La parábola de la oveja pérdida -Lc 15, 1-10-...
De ahí la gran importancia del testimonio de nuestra Madre la Virgen. Ella fue un ejemplo presente de obediencia y de amor a su Hijo, y, por encargo, Madre para todos los hombres. Ella va entregando su vida, por amor, en cada instante de su camino al lado de su Hijo. Ella está en todo momento disponible y atenta a cumplir la misión para la que el Señor la eligió. Ella obedece y se somete como esclava humilde a la Voluntad de Dios. Ella es Madre, Hermana, Hermano del Señor Jesús porque cumple la Voluntad de su Padre que está en el Cielo.
Tratemos de parecernos a la Madre del Señor esforzándonos en cumplir la Voluntad de Dios. Y lo hacemos cuando, a pesar de nuestras debilidades, imperfecciones, pecados y limitaciones, nos esforzamos y empeñamos en cumplir la Palabra de Dios. Esa Palabra que también a nosotros nos alienta, nos habla y nos pide que amemos como el Hijo de Dios nos ha enseñado a amar. Amén.