Benedicto XVI: “Quien reza se salva”, san Alfonso María Ligorio
Hoy en la Audiencia General
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 30 de marzo de 2011 (ZENIT.org).-
A continuación ofrecemos el discurso que el Papa Benedicto XVI ha
dirigido a los fieles, continuando el ciclo de catequesis sobre los
Doctores de la Iglesia, en la audiencia general celebrada esta mañana en
la Plaza San Pedro.
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Queridos hermanos y hermanas,
hoy
quisiera presentaros la figura de un santo Doctor de la Iglesia al que
debemos mucho, ya que fue un insigne teólogo moralista y un maestro de
vida espiritual para todos, sobre todo para la gente humilde. Es el
autor de la letra y de la música de uno de los villancicos navideños más
famosos de Italia: Tu scendi dalle stelle, además de otras muchas cosas.
Perteneciente
a una familia napolitana noble y rica, Alfonso María de Ligorio nació
en 1696. Dotado de grandes cualidades intelectuales, con tan solo 16
años se graduó en derecho civil y canónico. Era el abogado más brillante
del foro de Nápoles: durante ocho años ganó todas las causas que
defendió. Sin embargo, su alma tenía sed de Dios y estaba deseosa de la
perfección, así el Señor le hizo comprender que era otra la vocación a
la que lo llamaba.
De hecho, en 1723, indignado por la corrupción y la
injusticia que viciaban el ambiente que lo rodeaba, abandonó su
profesión -y con ella la riqueza y el éxito- y decide convertirse en
sacerdote, a pesar de la oposición paterna. Tuvo maestros excelentes que
lo introdujeron en el estudio de las Sagradas Escrituras, de la
Historia de la Iglesia y de la mística. Adquirió una amplia cultura
teológica, que comenzó a dar fruto cuando, algunos años después,
comienza su labor de escritor. Fue ordenado sacerdote en 1726 y se
entregó, para el ejercicio de su ministerio, a la Congregación diocesana
de las Misiones Apostólicas. Alfonso inició la evangelización y la
catequesis entre los estratos más bajos de la sociedad napolitana, a la
que gustaba predicar, y a la que instruía en las verdades fundamentales
de la fe. No pocas de estas personas, pobres y modestas, a las que se
dirigió, a menudo se dedicaban a los vicios y realizaban acciones
criminales. Con paciencia les enseñaba a rezar, animándolas a mejorar su
modo de vivir. Alfonso obtuvo resultados excelentes: en el barrio más
miserable de la ciudad se multiplicaban los grupos de personas que, al
caer la tarde, se reunían en las casas privadas y en los talleres, para
rezar y meditar la Palabra de Dios, bajo la guía de un catequista
formado por Alfonso y por otros sacerdotes, que visitaban regularmente a
estos grupos de fieles. Cuando, por deseo expreso del arzobispo de
Nápoles, estas reuniones comenzaron a celebrarse en las capillas de la
ciudad, estas tomaron el nombre de “capillas nocturnas”. Esto fue una
verdadera y propia fuente de educación moral, de saneamiento social, de
ayuda recíproca entre los pobres: esto puso fin a robos, duelos,
prostitución hasta casi desaparecer.
Aunque si el contexto social y religioso de la época de san Alfonso era muy distinto del nuestro, las“capillas
nocturnas” son un modelo de acción misionera en el que nos podemos
i nspirar también hoy para “una nueva evangelización”, particularmente de
los más pobres, y para construir una convivencia humana más justa,
fraterna y solidaria. A los sacerdotes se les ha confiado un deber de
ministerio espiritual, mientras que los laicos bien formados pueden ser
eficaces animadores cristianos, auténtica levadura evangélica en el seno
de la sociedad.
Después de haber pensado irse para evangelizar a
los pueblos paganos, Alfonso, a la edad de 35 años, entró en contacto
con los agricultores y pastores de las regiones interiores del Reino de
Nápoles, y estupefacto por su ignorancia religiosa y el estado de
abandono en el que estaban, decidió dejar la capital y dedicarse a estas
personas, que eran pobres espiritual y materialmente. En 1732 fundó la
Congregación religiosa del Santísimo Redentor, que puso bajo la tutela
del obispo Tommaso Falcoia, y de la que se convirtió en el superior.
Estos religiosos, dirigidos por Alfonso, fueron auténticos misioneros
itinerantes, que llegaron incluso a los pueblos más remotos, exhortando a
la conversión y a la perseverancia en la vida cristiana sobre todo por
medio de la oración. Todavía hoy, los redentoristas, esparcidos por
tantos países del mundo, con nuevas formas de apostolado, continúan esta
misión de evangelización. Pienso en ellos con reconocimiento,
exhortándoles a ser siempre fieles al ejemplo de su Santo Fundador.
Estimado por su bondad y por su celo pastoral, en 1762 Alfonso fue nombrado obispo de Sant'Agata dei Goti,
ministerio que, dejó en 1775 por causa de las enfermedades que sufría,
por concesión del Papa Pío VI. El mismo Pontífice, en 1787, exclamó, al
recibir la noticia de su muerte, que se produjo con mucho sufrimiento,
exclamó: “¡Era un santo!”. Y no se equivocaba: Alfonso fue canonizado en
1839, y en 1871 es declarado Doctor de la Iglesia. Este título se le
concede por muchas razones. Antes que nada, porque propuso una rica
enseñanza de teología moral, que expresa adecuadamente la doctrina
católica hasta el punto de ser proclamado por el Papa Pío XII como
“Patrón de todos los confesores y moralistas”. En su época, se difundió
una interpretación muy rigurosa de la vida moral, quizás por la
mentalidad jansenista, que antes que alimentar la confianza y esperanza
en la misericordia de Dios, fomentaba el miedo y presentaba un rostro de
Dios adusto y severo, muy lejano al revelado por Jesús. San Alfonso,
sobre todo en su obra principal titulada Teología Moral, propone
una síntesis equilibrada y convincente entre las exigencias de la ley de
Dios, esculpida en nuestros corazones, revelada plenamente por Cristo y
interpretada con autoridad por la Iglesia, y los dinamismos de la
conciencia y de la libertad del hombre, que en la adhesión a la verdad y
al bien, permiten la maduración y la realización de la persona. A los
pastores de almas y a los confesores, Alfonso recomendaba ser fieles a
la doctrina moral católica, asumiendo al mismo tiempo, una actitud
caritativa, comprensiva, dulce para que los penitentes se sintiesen
acompañados, sostenidos, animados en su camino de fe y de vida
cristiana. San Alfonso no se cansaba nunca de repetir que los sacerdotes
son un signo visible de la infinita misericordia de Dios, que perdona e
ilumina la mente y el corazón del pecador para que se convierta y
cambie de vida. En nuestra época, en la que son claros los signos de
pérdida de la conciencia moral y -es necesario reconocerlo- de una
cierta falta de estima hacia el Sacramento de la Confesión, la enseñanza
de san Alfonso es todavía de gran actualidad.
Junto a las
obras de teología, san Alfonso compuso muchos otros escritos, destinados
a la formación religiosa del pueblo. Es estilo es simple y agradable.
Leídas y traducidas en numerosas lenguas, las obras de san Alfonso han
contribuido a plasmarla espiritualidad popular de los últimos dos
siglos. Algunas de estas son textos que aportan grandes beneficios
todavía hoy, como Máximas Eternas, Las Glorias de María, Práctica de amor a Jesucristo,
obra -esta última- que representa la síntesis de su pensamiento y de su
obra maestra. Insiste mucho en la necesidad de la oración, que permite
abrirse a la Gracia divina para cumplir cotidianamente la voluntad de
Dios y conseguir la propia santificación. Con respecto a la oración
escribe: “Dios no niega a nadie la gracia de la oración, con la que se
obtiene la ayuda para vencer toda concupiscencia y toda tentación. Y
digo, replico y replicaré siempre, durante toda mi vida, que toda
nuestra salvación está en el rezar”. De aquí su famoso axioma: “Quien
reza se salva” “Del gran Medio de la Oración y opúsculos afines”.
Obras Ascéticas II, Roma 1962, p. 171). Me viene a la mente, a este
propósito, la exhortación de mi predecesor, el Venerable Siervo de Dios
Juan Pablo II: “nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser
auténticas 'escuelas de oración'”... “Hace
falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna
manera en un punto determinante de toda programación pastoral” (Carta
Apostólica Novo Millenio ineunte, 33 y 34).
Entre las formas de
oración aconsejadas fervientemente por san Alfonso, destaca la visita al
Santísimo Sacramento o, como diríamos hoy, la adoración, breve o
prolongada, personal o comunitaria, ante la Eucaristía. “Ciertamente
-escribe Alfonso- entre todas las devociones esta de adorar a Jesús
sacramentado es justo después de los sacramentos, la más querida por
Dios y la más útil para nosotros... ¡Oh, qué bella delicia estar delante
de una altar con fe.. presentando nuestras necesidades, como hace un
amigo a otro con el que se tiene total confianza!” (“Visitas al Santísimo Sacramento, a María Santísima y a San José correspondientes a cada día del mes”. Introducción).
La espiritualidad alfonsiana es, de hecho, eminentemente cristológica,
centrada en Cristo y en su Evangelio. La meditación del misterio de la
Encarnación y de la Pasión del Señor son frecuentemente objeto de su
predicación. En estos eventos, la Redención es ofrecida a todos los
hombres “copiosamente”. Y justo porque es cristológica, la piedad
alfonsiana es también exquisitamente mariana. Muy devoto de María,
Alfonso ilustra su papel en la historia de la salvación: socia de la
Redención y mediadora de gracia, Madre, Abogada y Reina. Además, san
Alfonso afirma que la devoción a María nos confortará en el momento de
nuestra muerte. Estaba convencido que la meditación sobre nuestro
destino eterno, sobre nuestra llamada a participar para siempre en la
beatitud de Dios, así como la posibilidad trágica de la condenación,
contribuye a vivir con serenidad y compromiso, y a afrontar la realidad
de la muerte conservando siempre la confianza en la bondad de Dios.
San
Alfonso María de Ligorio es un ejemplo de pastor celoso, que ha
conquistado las almas predicando el Evangelio y administrando los
Sacramentos, combinado con un modo de hacer basado en una bondad humilde
y suave, que nacía de la intensa relación con Dios, que es la Bondad
infinita. Tuvo una visión realista y optimista de los recursos del bien
que el Señor da a cada hombre y dio importancia a los afectos y a los
sentimientos del corazón, además de la mente, para poder amar a Dios y
al prójimo.
En conclusión, quisiera recordar que nuestro santo,
análogamente a San Francisco de Sales -del que hablé hace alguna semana-
insiste en decir que la santidad es accesible a todos los cristianos:
“El religioso por religioso, el seglar por seglar, el sacerdote por
sacerdote, el casado por casado, el comerciante por comerciante, el
soldado por soldado, y así hablando en todos los estados”(Práctica de amor a Jesucristo. Obras
ascéticas I, Roma 1933, p. 79). Agradezcamos al Señor que, con su
Providencia, suscita santos y doctores en lugares y tiempos diversos,
que hablan el mismo lenguaje para invitarnos a crecer en la fe y a vivir
con amor y con alegría nuestro ser cristianos en las sencillas acciones
de cada día, para caminar en el camino de la santidad, en el camino
hacia Dios y hacia la verdadera alegría. Gracias.