Mi primera experiencia en una JMJ fue en el año 2000.
Tras haber hecho el Camino de Santiago el verano anterior, lo primero que dije a mis padres al bajar del autocar fue "al año que viene me voy a Roma". "Ya veremos, ya veremos", me dijeron ellos. Y no lo comentamos más. Pero el hecho es que a lo largo de ese año yo tenía muy presente que ese verano iría a Roma con mis amigos de la parroquia.
El viaje fue largo y había mucha gente a la que no conocía y otros con los que apenas había hablado, pero en las horas de autocar, en las catequesis, en las veladas... nos íbamos conociendo y nos lo pasábamos genial.
Recuerdo las risas, las bromas, las canciones... hasta los malos entendidos, que al aclararse también se convertían en anécdotas graciosas. Pero recuerdo sobretodo aquel día en la explanada de Tor Vergata, esperando a que llegase el Papa y protestando porque estábamos lejos y sólo lo podríamos ver en una pantalla grande que teníamos súper lejos. Allí estábamos, con sed (allí descubrí que el agua con gas no me gustaba), con calor y saltando porque se me habían puesto todos los altos delante y no llegaba a ver ni la pantalla gigante... Entonces, de repente, todos los altos se quitaron de en medio y se abrió un pequeño "pasillo" de gente dejándome a mí en la primera fila. "Ya veo, qué guay", pero vinieron unos señores con traje y se pusieron a empujarnos. "¡Eh, eh!, ya vale", decíamos, sin darnos cuenta de que esos señores eran los que velaban por la seguridad del Papa. De pronto, los empujones cesaron, y entonces apareció. En medio de todo ese revuelo habían cambiado la ruta por la que Juan Pablo II llegaría al altar y pasó justo por delante de nosotros. Y ya no se oía nada, ya nada importaba, ni la sed, ni el calor, ni el cansancio, porque la paz que Juan Pablo II transmitía superaba todo aquello. Fue entonces cuando comprendí el sentido de aquel viaje. Fue bonito hacer Iglesia, pero ver a aquel hombre derramando a Dios con cada gesto fue insuperable.
Cuando terminó de pasar, nos miramos con lágrimas en los ojos y nos abrazamos todos sin decir nada, porque ya no hacía falta hablar, con un gesto había conseguido que viésemos en su interior y en el nuestro, y ya estaba todo dicho.
Por la noche tuvimos una vigilia muy bonita en la explanada. Recuerdo que me gustó mucho y me emocioné mucho también. Pero nada como aquél primer encuentro con el Papa, que en tres segundos, me enseñó lo que era llevar a Dios a los demás.
Mónica Caro Rojo
monikii@yahoo.es