Se ha dicho con razón que en Concilio Vaticano II, la Iglesia se reconcilió con la modernidad, no tanto porque asumiera todos sus presupuestos sino porque aceptaba sus pretensiones de autonomía y libertad. Con este mensaje la Iglesia reconoce la autoridad y la responsabilidad de los poderosos de este mundo.
"Nos dirigimos, con deferencia y confianza, a aquellos que tienen en sus manos los destinos de los hombres sobre esta tierra, a todos los depositarios del poder temporal. Lo proclamamos en alto: honramos vuestra autoridad y vuestra soberanía, respetamos vuestra función, reconocemos vuestras leyes justas, estimamos a lo que las hacen y a los que las aplican".Desde el Concilio Vaticano II el mundo no tiene razón alguna para sentir temor de los cristianos. Quizá en otra época, ellos se haya dejado llevar por la fuerza de las ideologías, pero ahora la Iglesia enseña que la Fe trasciende las culturas y las estructuras humanas. No hay que tener miedo en que la Iglesia imponga a la sociedad sus valores y sus ideas. La Iglesia ama todo lo que de bueno hay en el mundo, empezando por la autoridad que Dios ha otorgado a los que rigen los destinos de los hombres.
Sin embargo, el Concilio recuerda a los gobernantes algunas verdades que conviene no olvidar.
1. Sólo Dios es grande. Sólo Él es la fuente de vuestra autoridad y el fundamento de vuestras leyes.La Iglesia sólo pide una cosa a los que gobiernan los países del mundo.
2. Es Jesucristo quien nos ha enseñado que todos somos hermanos: Él es el gran artesano del orden y la paz sobre la tierra.
3. Es Jesucristo el que bendice el pan de la humanidad, quien santifica su trabajo y su sufrimiento, quien le da alegraís que vosotros no podéis dar y la reconforta en los dolores , que vosotros no sabéis consolar.
"No os pide más que la libertad: la libertad de creer y predicar su fe; la libertad de amar a su Dios y servirle; la libertad de vivir y de llevar a los hombres su mensaje de vida".A los nostálgicos de un orden cristiano temporal, esta afirmación -lo único que la Iglesia pide a las autoridades- les resulta escandalosa. Y sin embargo se trata de una verdad totalmente radicada en el Evangelio. No son las leyes que se promulguen lo que hace realmente cristiano un país, sino el amor y el respeto a las personas y su libertad. Si los cristianos puede ejercer libremente su fe e influir en la sociedad mediante su buenas obras, ya no hay nada más que pedir.
¿Y si las leyes no son favorables a la Iglesia? ¿Y si no se respetan los principios del Derecho natural? Entonces, deberán ser los cristianos que viven en aquel país quienes influyan en la sociedad. Porque si son libres para poder hacerlo, la Iglesia no pide nada más a los gobernantes.
Joan Carreras del Rincón