¿Quién no ha oído hablar de que en las Sagradas Escrituras existe una idea de Dios distinta en cada uno de los Testamentos? Quizá una mirada superficial puede producir esta impresión. Existiría un Dios justo y frecuentemente airado y otro rico en misericordia y pronto a perdonar. El primero sería el Dios veterotestamentario; el segundo, el que nos ha mostrado Jesucristo. Esta idea lleva a algunos a descartar de plano la lectura del Antiguo Testamento, para conservar intacta esa imagen buena y amable del Dios que perdona y se apiada de los pecadores.
Nos olvidamos con demasiada facilidad de que las Sagradas Escrituras constituyen una unidad que no se puede separar, puesto que -como enseñaba san Agustín- "el Nuevo Testamento late en el Antiguo y el Antiguo se hace patente en el Nuevo".
Es verdad que hay textos de las Escrituras que son difíciles de compaginar con el mensaje de Jesucristo. ¿Acaso no se han eliminado del salterio aquellos versículos de los salmos en los que se mostraba un Dios demasiado airado? Pero una cosa es que merezcan e incluso necesiten ser interpretados y otra, muy distinta, sacar la tijera para acomodar las Escrituras a nuestra sensibilidad moderna. Eso es lícito hacerlo para usos litúrgicos, pero sólo para eso. Esos versículos están puestos allí por Dios, que es el autor de las Escrituras.
La ira de Dios es un concepto bíblico muy rico de significados y que aparece también con frecuencia en el Nuevo Testamento, especialmente en las cartas de san Pablo y en el Apocalipsis. Dos citas nos servirán como botón de muestra: "Pues la ira de Dios se manifiesta desde el cielo sobre toda impiedad e injusticia de los hombres, de los que en su injusticia aprisionan la verdad con la injusticia" (Rm 1, 18);
"decían los montes a las peñas: caed sobre nosotros y ocultadnos de la cara del que está sentado en el trono y de la cólera del Cordero, porque ha llegado el día grande de su ira, y ¿quién podrá tenerse en pie?" (Ap 6, 17).
Conviene, por tanto, no prescindir de este concepto que pertenece también al Evangelio de Cristo. Es más, ¿acaso esta idea de un Dios edulcorado y bondadoso no está también en el trasfondo de esa otra tentación tan moderna -y tan contradictoria- de acusarle de insensible ante los males y las barbaries del mundo? ¿Cómo puede quedarse allí en su solio y su eterna e inconmovible bondad mientras observa impasible las desgracias que sufren los hombres? Esa bondad es incompatible con su pasividad. Luego, de ahí se pasa a colegir que o no existe o no es bueno.
La ira de Dios es tan revelada y reveladora como su misericordia. Hablamos de la "cólera del Cordero". Ambas son necesarias y pueden compaginarse en Dios. La ira y la misericordia son incompatibles entre sí en la medida en que se dirigen hacia el mismo objeto: un castigo que aniquila al pecador y lo condena para la eternidad no parece compatible con la misericordia.
La ira de Dios no se dirige contra las personas. Dios se enfada y clama: ¡se indigna! Dios es el primer y mayor indignado ante el mal en el mundo. El golpea con dureza la mesa, pero no dirige el golpe contra el pecador. No permanece indiferente e inactivo. Puede, ciertamente, parecerlo y ahí están las cuitas que los santos han tenido con Él a lo largo de los siglos para mostrar esa tensión filial con el Creador. Pero una cosa es "pleitear" o forcejear con Dios y otra es acusarle de insensibilidad ante el mal. No podemos suprimir la ira divina sin producir un profundo daño en la imagen bíblica de Dios. Está ahí de manera permanente para que nos quede constancia de que Dios no acepta el mal, es "impotente" ante él, porque Dios es amor y el mal no puede ser amado. Es lo único que no es criatura divina: una especie de oscuridad que se escapa de sus manos, una enfermedad que se extiende como una mancha y que sólo Cristo ha podido vencer.
El pecado y la Vida: somos caminantes en la medida en que vivimos |
Los principales textos neotestamentarios se refieren a la ira de Dios en el contexto de la idolatría. Cuando el hombre abandona el camino y se adentra por las sendas de la adoración a los ídolos, las consecuencias son terribles para el pecador. Acusar de iracundo a Dios es tan absurdo como protestar porque alguien ha quedado electrocutado por desobedecer la prohibición de tocar el cable de alta tensión. La manifestación de la ira de Dios tiene esa finalidad propedéutica y preventiva: como cuando se muestran los efectos del tabaco en los pulmones de un fumador empedernido. No es el Estado el que produce la destrucción de ese órgano, sino la libre voluntad del hombre. Quien adora a los ídolos -y la idolatría es un pecado actual, aunque adopte formas distintas a las de la antigüedad- atrae sobre sí la ira de Dios, una destrucción de la persona que se autocondena para la eternidad, al alejarse de la fuente de la felicidad que es Dios.
El pecado es el único verdadero mal, por dos razones. Porque sólo las criaturas libres pueden generarlo. Los males de las demás criaturas son simples defectos o fallos del sistema. Son cosas que pasan y no indignan a Dios. En cambio, el pecado no pasa, queda marcado a fuego en el corazón del hombre y lo esclaviza y envilece. El pecado es un principio de muerte o la muerte misma de la dignidad del hijo de Dios. Mientras estamos en este mundo siempre podemos recuperar la Vida, pero nuestra existencia sólo puede calificarse de vida en la medida en que estamos en el camino y caminamos por Él. La ira de Dios es una continua llamada de atención, el grito a veces desesperado de quien advierte del peligro a alguien que está a punto de precipitarse en el vacío. Sólo la distancia o la mala voluntad pueden hacer pensar que esos gritos sean insultos e improperios.
La segunda razón está ligada a la primera. Sólo el pecado guarda relación con nuestro destino eterno. Todos los demás males que padecemos -incluidos los pecados de los demás- pueden ser buenos para nosotros e incluso buenísimos. El único mal en sentido absoluto -para cada uno de nosotros- es aquel en el que nosotros mismos firmamos con nuestro puño y letra, porque somos los únicos responsables. Por esta razón, san Pablo pudo exclamar maravillado: "para los que aman a Dios todas las cosas son para bien" (Rm 8, 28).
Indignación y pena en la mirada |
Joan Carreras