María está al pie de la Cruz. Su dolor es
inaguantable y no hay consuelo que la pueda consolar. María, que estaba
advertida de lo que su Hijo iba a sufrir, no soporta, llegado el momento, su
dolor traspasado por ese puñal que le profetizara Simeón -Lc 2, 33-35- el día
de la presentación en el templo.
Es de sentido común suponer aquellos innumerables ratos que pasaste con tu Hijo, Madre, y cuantos intercambios y conversaciones tuvieron. Es lógico pensar que un Hijo le cuenta a su Madre muchas cosas y, ¡cómo no!, a ti Madre, Jesús te tendría al corriente. Supongo que te diría, como dijo a los apóstoles, lo que iba a suceder. Y también lo de la Cruz.
También es lógico pensar que tú, Madre, suponías muchas cosas que guardabas en el corazón humildemente y silenciosamente. Tú veías los caminos de tu Hijo, y sabías de su compromiso y misión. Tú, María, anunciada, por el Ángel Gabriel, de la concepción por el Espíritu Santo y tu estrecha colaboración incondicional con Él, sabías el camino a recorrer y el compromiso de la Cruz. ¡Y como lo soportaste!
Madre de dolor y de angustia; Madre de fortaleza y esperanza; Madre llena de Gracia y de humildad; Madre de obediencia y fidelidad. ¡Madre, enséñanos a permanecer, a pesar del dolor y la cruz que la vida nos presenta en el camino de tu Hijo! ¡Madre, tómanos de tu mano y llévanos hacia tu Hijo!
¡Madre, en este sábado de soledad y de silencio, queremos permanecer a tu lado! También callados, en silencio y obedientes. Firmes y esperanzados, expectantes a la Resurrección, porque, ¡Madre!, sabemos de tu dolor, pero también de tu fidelidad y de tu fe, y como Tú, queremos mantenernos fieles a tu Hijo. Para ello pedimos tu intercesión de Madre, para que fortalecidos en Ti encontremos la fortaleza de no desfallecer y abrazar nuestra propia cruz ofrecida a tu Hijo.