DÍA UNO DE ABRIL
Nuestro pecado se esconde en lo más profundo de nuestro corazón y erradicarlo es superior a nuestras fuerzas. Necesitamos al Espíritu Santo para que, en sus Manos, podamos descubrirlo y expulsarlo. Nuestra pureza está escondida en ese pecado que nos contamina y nos inclina al mal. Un corazón puro nace desde la buena intención y limpieza de lo más profundo de nuestro corazón. Pero, siempre necesitamos el Amor de Dios y la acción del Espíritu Santo. Abrirnos a esa intimidad y dejarnos invadir por el Espíritu de Dios es la acción más importante de nuestra vida. Así nos lo sugiere el Papa.
PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 1 de abril de 2020
Miércoles, 1 de abril de 2020
Catequesis sobre las bienaventuranzas: 7. Bienaventurados los que tienen el corazón puro
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy leemos juntos la sexta bienaventuranza, que promete la visión de Dios y tiene como condición la pureza de corazón.
Un salmo dice: «Digo para mis adentros: “Busca su rostro”. Sí, Señor, tu rostro busco. No me ocultes tu rostro» (27,8-9).
Este lenguaje manifiesta la sed de una relación personal con Dios, no mecánica, no algo nublada, no: personal, que el libro de Job también expresa como signo de una relación sincera. Dice así el libro de Job: «Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos» (Jb 42,5).Y muchas veces pienso que este es el camino de la vida, en nuestra relación con Dios. Conocemos a Dios de oídas, pero con nuestra experiencia avanzamos, avanzamos, avanzamos y al final lo conocemos directamente, si somos fieles... Y esta es la madurez del Espíritu.
¿Cómo llegar a esta intimidad, a conocer a Dios con los ojos? Se puede pensar, por ejemplo, en los discípulos de Emaús, que tienen al Señor Jesús a su lado, «pero sus ojos estaban retenidos para que no lo conocieran» (Lc 24,16). El Señor les abrirá los ojos al final de un camino que culmina con la fracción del pan y que había empezado con un reproche: «¡Oh, insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas!». Es el reproche del principio (Lc 24,25). Este es el origen de su ceguera: el corazón insensato y tardo. Y cuando el corazón es insensato y tardo, no se ven las cosas. Se ven las cosas como nubladas. Aquí reside la sabiduría de esta bienaventuranza: para contemplar, es necesario entrar dentro de nosotros mismos y hacer espacio a Dios porque, como dice San Agustín, «Dios es más interior que lo más íntimo mío " (“interior intimo meo”: Confesiones, III,6,11). Para ver a Dios no hay que cambiar de gafas o de punto de mira, o cambiar de autores teológicos que enseñen el camino: ¡hay que liberar el corazón de sus engaños! Este es el único camino.
Es una madurez decisiva: cuando nos damos cuenta de que nuestro peor enemigo se esconde a menudo en nuestro corazón. La batalla más noble es contra los engaños internos que generan nuestros pecados. Porque los pecados cambian la visión interior, cambian la valoración de las cosas, muestran cosas que no son verdaderas, o al menos que non son tan verdaderas.
Por lo tanto, es importante entender qué es la “pureza de corazón”. Para ello debemos recordar que para la Biblia el corazón no consiste sólo en los sentimientos, sino que es el lugar más íntimo del ser humano, el espacio interior donde la persona es ella misma. Esto, según la mentalidad bíblica.
El Evangelio de Mateo dice: «Si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad habrá!» (6,23). Esta “luz” es la mirada del corazón, la perspectiva, la síntesis, el punto de lectura de la realidad (cf. Evangelii gaudium, 143).
¿Pero qué significa corazón “puro”? El puro de corazón vive en la presencia del Señor, conservando en el corazón lo que es digno de la relación con Él; sólo así posee una vida “unificada”, lineal, no tortuosa sino simple.
El corazón purificado es, por lo tanto, el resultado de un proceso que implica una liberación y una renuncia. El puro de corazón no nace así, ha vivido una simplificación interior, aprendiendo a negar el mal dentro de sí, algo que en la Biblia se llama circuncisión del corazón (cf. Dt 10:16; 30,6; Ez 44,9; Jer 4,4).
Esta purificación interior implica el reconocimiento de esa parte del corazón que está bajo el influjo del mal: —“Sabe, Padre, siento esto, veo esto y está mal”: reconocer la parte mala, la parte que está nublada por el mal — para aprender el arte de dejarse siempre adiestrar y guiar por el Espíritu Santo. El camino del corazón enfermo, del corazón pecador, del corazón que no puede ver bien las cosas, porque está en pecado, a la plenitud de la luz del corazón es obra del Espíritu Santo. Él es quien nos guía para recorrer este camino. Y así, a través de este camino del corazón, llegamos a “ver a Dios”.
En esta visión beatífica hay una dimensión futura, escatológica, como en todas las Bienaventuranzas: es la alegría del Reino de los Cielos hacia la que vamos. Pero existe también la otra dimensión: ver a Dios significa comprender los designios de la Providencia en lo que nos sucede, reconocer su presencia en los sacramentos, su presencia en los hermanos, especialmente en los pobres y los que sufren, y reconocerlo allí donde se manifiesta (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2519).
Esta bienaventuranza es un poco el fruto de las anteriores: si hemos escuchado la sed del bien que habita en nosotros y somos conscientes de que vivimos de misericordia, comienza un camino de liberación que dura toda la vida y nos lleva al Cielo. Es un trabajo serio, un trabajo que hace el Espíritu Santo si le damos espacio para que lo haga, si estamos abiertos a la acción del Espíritu Santo. Por eso podemos decir que es una obra de Dios en nosotros —en las pruebas y en las purificaciones de la vida— y esta obra de Dios y del Espíritu Santo lleva a una gran alegría, a una paz verdadera. No tengamos miedo, abramos las puertas de nuestro corazón al Espíritu Santo para que nos purifique y nos haga avanzar por este camino hacia la alegría plena.
Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española, que siguen esta catequesis a través de los medios de comunicación social. Pidamos al Señor que nos conceda pureza y sencillez de corazón para descubrir su Providencia en los sucesos de la vida cotidiana. Y tengamos presentes, en estos momentos de prueba y oscuridad, a todos nuestros hermanos y hermanas que sufren, y a quienes los ayudan y acompañan con amor y generosidad. Que Dios los bendiga.
Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 1 de abril de 2020.
DÍA OCHO DE ABRIL
La cruz no es un signo de derrota sino de todo lo contrario. La Cruz es signo de triunfo y, sobre todo, de Salvación. En y por la Cruz, dónde Jesús, nuestro Señor, entregó su Vida por Amor, es la máxima expresión de Salvación. Así lo entendió, como nos refiere el santo Padre, aquel centurión que exclamó: «Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios» (Mc 15,39).
Y es que después de experimentar de cerca el sufrimiento de Jesús y su silenciosa entrega por amor a todos nosotros culminándola en su misericordia de salvación, no se puede sacar otra conclusión. Sí, Jesús es el Hijo de Dios y en la Cruz nos da todo su Amor y entrega su Vida para dárnosla también a nosotros eternamente. Para eso hemos nacido, para desde nuestra creación por Dios ser eternamente felices en su Gloria.
PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles Santo, 8 de abril de 2020
Miércoles Santo, 8 de abril de 2020
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En estas semanas de preocupación por la pandemia que está haciendo sufrir tanto al mundo, entre las muchas preguntas que nos hacemos, también puede haber preguntas sobre Dios: ¿Qué hace ante nuestro dolor? ¿Dónde está cuando todo se tuerce? ¿Por qué no resuelve nuestros problemas rápidamente? Son preguntas que nos hacemos sobre Dios.
Nos sirve de ayuda el relato de la Pasión de Jesús, que nos acompaña en estos días santos. Tambien allí, en efecto, se adensan tantos interrogantes. La gente, después de haber recibido triunfalmente a Jesús en Jerusalén, se preguntaba si liberaría por fin al pueblo de sus enemigos (cf. Lc 24,21). Ellos esperaban a un Mesías poderoso, triunfador con la espada. En cambio, llega uno manso y humilde de corazón, que llama a la conversión y a la misericordia. Y precisamente la multitud, que antes lo había aclamado, es la que grita: «¡Sea crucificado!» (Mt 27,23). Los que lo seguían, confundidos y asustados, lo abandonan. Pensaban: si esta es la suerte de Jesús, el Mesías no es Él, porque Dios es fuerte, Dios es invencible.
Pero, si seguimos leyendo el relato de la Pasión, encontramos un hecho sorprendente. Cuando Jesús muere, el centurión romano, que no era creyente, no era judío sino pagano, que le había visto sufrir en la cruz y le había oído perdonar a todos, que había sentido de cerca su amor sin medida, confiesa: «Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios» (Mc 15,39). Dice, precisamente, lo contrario de los demás. Dice que Dios está allí, que verdaderamente es Dios.
Hoy podemos preguntarnos: ¿Cuál es el verdadero rostro de Dios? Habitualmente proyectamos en Él lo que somos, a toda potencia: nuestro éxito, nuestro sentido de la justicia, e incluso nuestra indignación. Pero el Evangelio nos dice que Dios no es así. Es diferente y no podíamos conocerlo con nuestras fuerzas. Por eso se acercó a nosotros, vino a nuestro encuentro y precisamente en la Pascua se reveló completamente. ¿Y dónde se reveló completamente? En la cruz. Allí aprendemos los rasgos del rostro de Dios. No olvidemos, hermanos y hermanas, que la cruz es la cátedra de Dios. Nos hará bien mirar al Crucificado en silencio y ver quién es nuestro Señor: El que no señala a nadie con el dedo, ni siquiera contra los que le están crucificando, sino que abre los brazos a todos; el que no nos aplasta con su gloria, sino que se deja desnudar por nosotros; el que no nos ama por decir, sino que nos da la vida en silencio; el que no nos obliga, sino que nos libera; el que no nos trata como a extraños, sino que toma sobre sí nuestro mal, toma sobre sí nuestros pecados. Y, para liberarnos de los prejuicios sobre Dios, miremos al Crucificado. Y luego abramos el Evangelio. En estos días, todos en cuarentena, en casa, confinados, tomemos dos cosas en la mano: el crucifijo, mirémoslo; y abramos el Evangelio. Será para nosotros —por decirlo así— como una gran liturgia doméstica porque estos días no podemos ir a la iglesia. ¡crucifijo y evangelio!
En el Evangelio leemos que cuando la gente va donde está Jesús para hacerlo rey, por ejemplo, después de la multiplicación de los panes, él se va (cf. Jn 6,15). Y cuando los demonios quieren revelar su divina majestad, los silencia (cf. Mc 1,24-25). ¿Por qué? Porque Jesús no quiere que se le malinterprete, no quiere que la gente confunda al verdadero Dios, que es amor humilde, con un dios falso, un dios mundano, espectacular, y que se impone con la fuerza. No es un ídolo. Es Dios que se ha hecho hombre, como uno de nosotros, y se expresa como un hombre, pero con la fuerza de su divinidad. En cambio, ¿cuando se proclama solemnemente en el Evangelio la identidad de Jesús?... Cuando el centurión dice: “Verdaderamente era el Hijo de Dios”. Se dice allí, apenas cuando acaba de dar su vida en la cruz, porque ya no cabe equivocación: se ve que Dios es omnipotente en el amor, y no de otra manera. Es su naturaleza, porque está hecho así. Él es el Amor.
Tú podrías objetar: “¿Qué hago de un Dios tan débil, que muere? Preferiría un Dios fuerte, un Dios poderoso”. Pero, sabes, el poder de este mundo pasa, mientras el amor permanece. Sólo el amor guarda la vida que tenemos, porque abraza nuestras fragilidades y las transforma. Es el amor de Dios que en la Pascua sanó nuestro pecado con su perdón, que hizo de la muerte un pasaje de vida, que cambió nuestro miedo en confianza, nuestra angustia en esperanza. La Pascua nos dice que Dios puede convertir todo en bien. Que con Él podemos confiar verdaderamente en que todo saldrá bien. Y esta no es una ilusión, porque la muerte y resurrección de Jesús no son una ilusión: ¡fue una verdad! Por eso en la mañana de Pascua se nos dice: “¡No tengáis miedo!” (cf. Mt 28,5). Y las angustiosas preguntas sobre el mal no se esfuman de repente, pero encuentran en el Resucitado la base sólida que nos permite no naufragar.
Queridos hermanos y hermanas, Jesús cambió la historia acercándose a nosotros y la convirtió, aunque todavía marcada por el mal, en historia de salvación. Ofreciendo su vida en la cruz, Jesús también derrotó a la muerte. Desde el corazón abierto del Crucificado, el amor de Dios llega a cada uno de nosotros. Podemos cambiar nuestras historias acercándonos a Él, acogiendo la salvación que nos ofrece. Hermanos y hermanas, abrámosle todo el corazón en la oración, esta semana, estos días: con el crucifijo y con el evangelio. No os olvidéis: crucifijo y evangelio. La liturgia doméstica será esta. Abrámosle todo el corazón en nuestra oración. Dejemos que su mirada se pose sobre nosotros y comprenderemos que no estamos solos, sino que somos amados, porque el Señor no nos abandona y nunca se olvida de nosotros. Y con estos pensmientos os deseo una Santa Semana y una Santa Pascua.
Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española que siguen esta catequesis a través de los medios de comunicación social. En estos días santos en que conmemoramos la Pasión del Señor Jesús, que con su cruz ha vencido a la muerte y nos ha dado vida, pidámosle con fe que convierta nuestro miedo en confianza, nuestra angustia en esperanza y nos haga experimentar la cercanía de su amor infinito. Que el Crucificado nos conceda ser cada vez más hermanos y nos sostenga con su presencia. Que Dios los bendiga.
Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 8 de abril de 2020.