Benedicto XVI: el Triduo Pascual, culmen del Año Litúrgico
Hoy en la Audiencia General
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 20 de abril de 2011 (ZENIT,org).-
Ofrecemos a continuación la catequesis que el Papa Benedicto XVI
pronunció hoy ante los peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro,
sobre el significado del Santo Triduo Pascual.
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Queridos hermanos y hermanas,
hemos llegado ya al corazón de la Semana Santa, cumplimiento del camino
cuaresmal. Mañana entraremos en el Triduo Pascual, los tres días santos
en que la Iglesia conmemora el misterio de la pasión, muerte y
resurrección de Jesús. El Hijo de Dios, después de haberse hecho hombre
en obediencia al Padre, llegando a ser del todo igual a nosotros,
excepto en el pecado (cfr Hb 4,15), aceptó cumplir hasta
el final su voluntad, afrontar por amor a nosotros la pasión y la cruz,
para hacernos partícipes de su resurrección, para que en Él y por Él
podamos vivir para siempre, en el consuelo y en la paz. Os exhorto por
tanto a acoger este misterio de salvación, a participar intensamente en
el Triduo pascual, culmen de todo el año litúrgico y momento de gracia
particular para cada cristiano; os invito a buscar en estos días el
recogimiento y la oración, para poder acceder más profundamente a esta
fuente de gracia. A propósito de esto, ante las inminentes festividades,
cada cristiano es invitado a celebrar el sacramento de la
Reconciliación, momento de especial adhesión a la muerte y resurrección
de Cristo, para poder participar con mayor fruto en la Santa Pascua.
El Jueves Santo es el día en el que se hace memoria de la institución
de la Eucaristía y del Sacerdocio ministerial. Por la mañana, cada
comunidad diocesana, reunida en la iglesia catedral en torno al obispo,
celebra la Misa crismal, en la que se bendicen el sacro Crisma, el Óleo
de los catecúmenos y el Óleo de los enfermos. A partir del Triduo
pascual y durante todo el año litúrgico, estos Óleos serán utilizados
para los Sacramentos del Bautismo, de la Confirmación, de las
Ordenaciones sacerdotal y episcopal y de la Unción de Enfermos; en esto
se pone de manifiesto cómo la salvación, transmitida por los signos
sacramentales, brota precisamente del Misterio pascual de Cristo; de
hecho, somos redimidos con su muerte y resurrección y, mediante los
Sacramentos, acudimos a esa misma fuente salvífica. Durante la Misa
crismal, mañana, tiene lugar la renovación de las promesas sacerdotales.
En todo el mundo, cada sacerdote renueva los compromisos que asumió el
día de la Ordenación, para ser totalmente consagrado a Cristo en el
ejercicio del sagrado ministerio al servicio de los hermanos.
Acompañemos a nuestros sacerdotes con nuestra oración.
En la
tarde del Jueves Santo comienza efectivamente el Triduo Pascual, con la
memoria de la Última Cena, en la que Jesús instituyó el Memorial de su
Pascua, dando cumplimiento al rito pascual judío. Según la tradición,
toda familia judía, reunida a la mesa en la fiesta de Pascua, come el
cordero asado, haciendo memoria de la liberación de los Israelitas de la
esclavitud de Egipto; así en el cenáculo, consciente de su muerte
inminente, Jesús, verdadero Cordero pascual, se ofrece a si mismo por
nuestra salvación (cfr 1Cor 5,7). Pronunciando la bendición sobre
el pan y el vino, Él anticipa el sacrificio de la cruz y manifiesta la
intención de perpetuar su presencia en medio de los discípulos: bajo las
especies del pan y del vino, Él se hace presente de modo real con su
cuerpo entregado y con su sangre derramada. Durante la Última Cena, los
Apóstoles son constituidos ministros de este Sacramento de salvación; a
ellos Jesús les lava los pies (cfr Jn 13,1-25), invitándoles a
amarse unos a otros como Él les amó, dando la vida por ellos. Repitiendo
este gesto en la Liturgia, también nosotros somos llamados a dar
testimonio con los hechos de nuestro Redentor.
El Jueves Santo,
finalmente, se cierra con la Adoración eucarística, en recuerdo de la
agonía del Señor en el huerto del Getsemaní. Dejando el cenáculo, Él se
retiró a rezar, solo, en presencia del Padre. En ese momento de comunión
profunda, los Evangelios narran que Jesús experimentó una gran
angustia, un sufrimiento tal que le hizo sudar sangre (cfr Mt 26,38).
Consciente de su inminente muerte en la cruz, Él siente una gran
angustia y la cercanía de la muerte. En esta situación aparece también
un elemento de gran importancia para toda la Iglesia. Jesús dice a los
suyos: quedaos aquí y vigilad; y este llamamiento a la vigilancia se
refiere de modo preciso a este momento de angustia, de amenaza, en el
que llegará el traidor, pero concierne a toda la historia de la Iglesia.
Es un mensaje permanente para todos los tiempos, porque la somnolencia
de los discípulos no era solo el problema de aquel momento, sino que es
el problema de toda la historia. La cuestión es en qué consiste esta
somnolencia, en qué consistiría la vigilancia a la que el Señor nos
invita. Diría que la somnolencia de los discípulos a lo largo de la
historia es una cierta insensibilidad del alma hacia el poder del mal,
una insensibilidad hacia todo el mal del mundo. Nosotros no queremos
dejarnos turbar demasiado por estas cosas, queremos olvidarlas: pensamos
que quizás no será tan grave, y olvidamos. Y no es sólo la
insensibilidad hacia el mal, mientras deberíamos velar para hacer el
bien, para luchar por la fuerza del bien. Es insensibilidad hacia Dios:
esta es nuestra verdadera somnolencia; esta insensibilidad hacia la
presencia de Dios que nos hace insensibles también hacia el mal. No
escuchamos a Dios – nos molestaría – y así no escuchamos, naturalmente,
tampoco la fuerza del mal, y nos quedamos en el camino de nuestra
comodidad. La adoración nocturna del Jueves Santo, el estar vigilantes
con el Señor, debería ser precisamente el momento de hacernos
reflexionar sobre la somnolencia de los discípulos, de los defensores de
Jesús, de los apóstoles, de nosotros, que no vemos, no queremos ver
toda la fuerza del mal, y que no queremos entrar en su pasión por el
bien, por la presencia de Dios en el mundo, por el amor al prójimo y a
Dios.
Después, el Señor empieza a rezar. Los tres apóstoles –
Pedro, Santiago, Juan – duermen, pero alguna vez se despiertan y
escuchan el estribillo de esta oración del Señor: “No se haga mi voluntad, sino la tuya". ¿qué es esta voluntad mía, qué es esta voluntad tuya, de la que habla el Señor? Mi
voluntad es que “no debería morir”, que se le ahorre este cáliz del
sufrimiento: es la voluntad humana, de la naturaleza humana, y Cristo
siente, con toda la consciencia de su ser, la vida, el abismo de la
muerte, el terror de la nada, esta amenaza del sufrimiento. Y Él más que
nosotros, que tenemos esta aversión natural contra la muerte, este
miedo natural a la muerte, aún más que nosotros, siente el abismo del
mal. Siente, con la muerte, también todo el sufrimiento de la humanidad.
Siente que todo esto es el cáliz que tiene que beber, que debe hacerse
beber a sí mismo, aceptar el mal del mundo, todo lo que es terrible, la
aversión contra Dios, todo el pecado. Y podemos comprender que Jesús,
con su alma humana, estuviese aterrorizado ante esta realidad, que
percibe en toda su crueldad: mi voluntad sería no beber el cáliz, pero mi voluntad está subordinada a tu voluntad,
a la voluntad de Dios, a la voluntad del Padre, que es también la
verdadera voluntad del Hijo. Y así Jesús transforma, en esta oración, la
aversión natural, la aversión contra el cáliz, contra su misión de
morir por nosotros. Transforma esta voluntad natural suya en voluntad de
Dios, en un “sí” a la voluntad de Dios. El hombre de por sí está
tentado de oponerse a la voluntad de Dios, de tener la intención de
seguir su propia voluntad, de sentirse libre sólo si es autónomo; opone
su propia autonomía contra la heteronomía de seguir la voluntad de Dios.
Este es todo el drama de la humanidad. Pero en verdad esta autonomía es
errónea y este entrar en la voluntad de Dios no es una oposición a uno
mismo, no es una esclavitud que violenta mi voluntad, sino que es entrar
en la verdad y en el amor, en el bien. Y Jesús atrae nuestra voluntad,
que se opone a la voluntad de Dios, que busca la autonomía, atrae esta
voluntad nuestra a lo alto, hacia la voluntad de Dios. Este es el drama
de nuestra redención, que Jesús atrae a lo alto nuestra voluntad, toda
nuestra aversión contra la voluntad de Dios y nuestra aversión contra la
muerte y el pecado, y la une con la voluntad del Padre: "No se haga mi voluntad sino la tuya”.
En esta transformación del "no" en "sí", en esta inserción de la
voluntad de la criatura en la voluntad del Padre, Él transforma la
humanidad y nos redime. Y nos invita a entrar en este movimiento suyo:
salir de nuestro "no" y entrar en el "sí" del Hijo. Mi voluntad existe,
pero la decisiva es la voluntad del Padre, porque ésta es la verdad y el
amor.
Un ulterior elemento de esta oración me parece
importante. Los tres testigos han conservado – como aparece en la
Sagrada Escritura – la palabra hebrea o aramea con la que el Señor habló
al Padre, le llamó: "Abbà", padre. Pero esta fórmula, "Abbà", es una
forma familiar del término padre, una forma que se usa sólo en la
familia, que nunca se ha usado hacia Dios. Aquí vemos en la intimidad de
Jesús cómo habla en familia, habla verdaderamente como Hijo con su
Padre. Vemos el misterio trinitario: el Hijo que habla con el Padre y
redime a la humanidad.
Una observación más. La Carta a los
Hebreos nos dio una profunda interpretación de esta oración del Señor,
de este drama del Getsemaní. Dice: estas lágrimas de Jesús, esta
oración, estos gritos de Jesús, esta angustia, todo esto no es
sencillamente una concesión a la debilidad de la carne, como podría
decirse. Precisamente así realiza la tarea del Sumo Sacerdote, porque el
Sumo Sacerdote debe llevar al ser humano, con todos sus problemas y
sufrimientos, a la altura de Dios. Y la Carta a los Hebreos dice: con
todos estos gritos, lágrimas, sufrimientos, oraciones, el Señor llevó
nuestra realidad a Dios (cfr Eb5,7ss). Y usa esta palabra griega "prosferein", que es el término técnico para lo que el Sumo Sacerdote tiene que hacer para ofrecer, para elevar a lo alto sus manos.
Precisamente en este drama del Getsemaní, donde parece que la fuerza de
Dios ya no está presente, Jesús realiza la función del Sumo Sacerdote. Y
dice además que en este acto de obediencia, es decir, de conformación
de la voluntad natural humana a la voluntad de Dios, se perfecciona como
sacerdote. Y usa de nuevo la palabra técnica para ordenar sacerdote.
Precisamente así se convierte en el Sumo Sacerdote de la humanidad y
abre así el cielo y la puerta a la resurrección.
Si
reflexionamos en este drama del Getsemaní, podemos también ver el gran
contraste entre Jesús, con su angustia, con su sufrimiento, en
comparación con el gran filósofo Sócrates, que permanece pacífico,
imperturbable ante la muerte. Y parece esto lo ideal. Podemos admirar a
este filósofo, pero la misión de Jesús era otra. Su misión no era esta
total indiferencia y libertad; su misión era llevar en sí mismo todo el
sufrimiento, todo el drama humano. Y por ello precisamente esta
humillación del Getsemaní es esencial para la misión del Hombre-Dios. Él
lleva consigo nuestro sufrimiento, nuestra pobreza, y la transforma
según la voluntad de Dios. Y así abre las puertas del cielo, abre el
cielo: esta cortina del Santísimo, que hasta ahora el hombre cerraba
contra Dios, se abre por este sufrimiento y obediencia suyas. Estas son
algunas observaciones para el Jueves Santo, para nuestra celebración de
la noche del Jueves Santo.
El Viernes Santo haremos memoria de
la pasión y de la muerte del Señor; adoraremos a Cristo Crucificado,
participaremos en sus sufrimientos con la penitencia y el ayuno.
Volviendo “la mirada a aquel que atravesaron” (cfr Jn 19,37),
podremos beber de su corazón partido que mana sangre y agua como de una
fuente; de ese corazón del que brota el amor de Dios por cada hombre
recibimos su Espíritu. Acompañemos por tanto también en el Viernes Santo
a Jesús que sube al Calvario, dejémonos guiar por Él hasta la cruz,
recibamos la ofrenda de su cuerpo inmaculado. Finalmente, en la noche
del Sábado Santo, celebraremos la solemne Vigilia Pascual, en la que se
nos anunciará la resurrección de Cristo, su victoria definitiva sobre la
muerte que nos llama a ser en Él hombres nuevos, Participando en esta
santa Vigilia, la Noche central de todo el Año Litúrgico, haremos
memoria de nuestro Bautismo, en el cual también nosotros fuimos
sepultados con Cristo, para poder con Él resucitar y participar en el
banquete del cielo (cfr Ap 19,7-9).
Queridos amigos,
hemos intentado comprender el estado de ánimo con el que Jesús vivió el
momento de la prueba extrema, para captar lo que orientaba su actuación.
El criterio que guió cada elección de Jesús durante toda su vida fue la
firme voluntad de amar al Padre, de ser uno con el Padre, y de serle
fiel; esta decisión de corresponder a su amor le impulsó a abrazar, en
toda circunstancia, el proyecto del Padre, hacer suyo el designio de
amor que le fue confiado de recapitular todas las cosas en Él, para
reconducir todo a Él. Al revivir el Santo Triduo, dispongámonos a acoger
también nosotros en nuestra vida la voluntad de Dios, conscientes de
que en la voluntad de Dios, aunque parece dura, en contraste con
nuestras intenciones, se encuentra nuestro verdadero bien, el camino de
la vida. Que la Virgen Madre nos guíe en este itinerario, y nos obtenga
de su Hijo divino la gracia de poder emplear nuestra vida por amor a
Jesús, al servicio de los hermanos. Gracias.
[En español dijo]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, especialmente a
los participantes en el encuentro UNIV, así como a los venidos de
Argentina, Colombia, Ecuador, España, México y otros países
latinoamericanos. Que la Virgen María nos enseñe a todos a acompañar en
estos días a su Hijo, en los momentos decisivos de su misterio redentor.