26 de octubre de 2012

Los siete mensajes finales del Concilio Vaticano II

Me ha llamado la atención el poco interés que han suscitado los Mensajes finales del Concilio Vaticano II. Al menos ésa es la impresión que tengo.

Cuando leí en la homilía de Benedicto XVI, pronunciada el 11 de ocubre durante la apertura del Año de la Fe, que al final de la misa y antes de la bendición iba a hacer entrega de los siete mensajes finales del Concilio Vaticano II y del Catecismo de la Iglesia, entendí que no sólo se quería significar el motivo de la celebración -cincuenta años del Concilio y veinticinco del Catecismo-, sino también invitar a su lectura.

¿Qué importancia tienen los siete mensajes finales del Concilio Vaticano II? ¿Acaso no son los textos menos importantes del Concilio? ¿Por qué son precisamente ésos, los documentos del Concilio elegidos para ser presentados de nuevo a la Iglesia de forma solemne?

Estas son las preguntas a las que he intentado dar respuesta en mi interior durante estos días. Y lo primero que he constatado era el simple hecho de que no recordaba ya la existencia de unos mensajes finales del Concilio. Digo no recordaba, porque he de pensar que sí los habré conocido en algún momento en mis años de estudio de Teología y Derecho canónico. Pero el hecho crudo es éste: no los recordaba y por lo tanto carecían de importancia para mí.

En seguida surgió el propósito de hacerme con ellos, no sólo para leerlos sino también para estudiarlos. Es una lectura muy recomendable. El pasado miércoles me fui a un lugar tranquilo para "rezar" con ellos. El que podéis apreciar en las imágenes que os muestro en este post. Allí surgió la idea de escribir algunos comentarios a cada uno de los mensajes finales.

Comenzamos con este comentario general. El Papa Pablo VI es consciente de la trascendencia del momento. Vale la pena reproducir sus palabras en la introducción a los mensajes.
"Venerables hermanos:
La hora de la partida y de la dispersión ha sonado. Ahora debéis abandonar la asamblea conciliar para ir al encuentro de la humanidad a difundir la buena nueva del Evangelio de Cristo y de la renovación de su Iglesia, por la que nosotros hemos trabajado juntos desde hacía cuatro años.
Momento único éste, de una significación y de una riqueza incomparables. En esta asamblea universal, en este momento privilegiado en el tiempo y en el espacio, convergen a la vez el pasado, el presente y el porvenir. El pasado, porque está aquí reunida la Iglesia de Cristo, con su tradición, su historia, sus concilios, sus doctores, sus santos. El presente, porque abandonamos Roma para ir al mundo de hoy, con sus miserias, sus dolores, sus pecados, pero también con los prodigios conseguidos, sus valores, sus virtudes. El porvenir está allí, en fin, en el llamamiento imperioso de los pueblos para una mayor justicia, en su voluntad de paz, en sus sed, consciente o inconsciente, de una vida más elevada; esto es precisamente lo que la Iglesia de Cristo puede y debe dar a los pueblos"
La roca y los embates de las olas: la fidelidad al Evangelio
 Tradición y reforma; fidelidad y caridad. La Iglesia quiere ser fiel a su identidad -ella es la Esposa de Cristo, el Pueblo de Dios, el Sacramento universal de la salvación- pero por eso mismo debe de estar siempre abierta a su misión ad gentes. Comprender la inseparabilidad de estas dos dimensiones es difícil. Éste ha sido el drama del postconcilio. En Dios sólo existe el presente. Entre quienes no son capaces de liberarse del pasado a la hora en que se advierte la necesidad de ser eficaces en la Evangelización y aquellos que traicionan los valores perennes del Evangelio y de la tradición para adecuarlos a su programas ideológicos, no hay tanta diferencia como parece a primera vista. Ya se sabe que los extremos se tocan. En definitiva, en ambos casos se encasilla el Evangelio en las estructuras humanas. Esas "casillas" pueden ser las que se crearon en el pasado o las nuevas con las que se pretende encasillarlo para el porvenir. En todo caso, de lo que se trata es de comprender que el Evangelio no es ideología, sino la buena Nueva del amor que Dios nos tiene, a la que respondemos con la fe.

¿Acaso el postconcilio no ha sido una imponente choque de ideologías? Las del pasado y las que estaban de moda en aquellos años.

El Concilio no quería dejarse atrapar por las ideologías, fueran éstas del signo que fueran.

El Concilio es la Nueva Evangelización que el mundo esperaba. La Iglesia no se debe sólo a los cristianos y mucho menos circunscribe su misión al ámbito de su jurisdicción eclesiástica, es decir, a los católicos que pertenecen a ella. Ella quiere que el Evangelio llegue a toda la humanidad y ése el sentido y el título de los siete mensajes finales.

El Papa era consciente de que quizá los textos de los documentos del Concilio podrían resultar muy difíciles de entender para la gran mayoría de los fieles. Con los Mensajes quiere traducir con palabras sencillas y al alcance de todos, lo esencial del Concilio Vaticano II. Que el Evangelio sigue siendo la Buena Nueva para todos y a todos quiere hacerse llegar esa palabra consoladora.
Estas voces implorantes no quedarán sin respuesta. para todas las categorías humanas ha trabajado el Concilio durante estos cuatro años. para todas ellas ha elaborado esta constitución de la Iglesia en el mundo de hoy que Nos hemos promulgado ayer en medio de los entusiastas aplausos de la asamblea.
De nuestra larga meditación sobre Cristo y su Iglesia debe brotar en este instante una primera palabra anunciadora de paz y de salvación para las multitudes que esperan. El Concilio, antes de terminarse, debe llevar a cabo una función profética y traducir en breves mensajes y en un idioma más fácilmente accesible a todos la "buena nueva" que ha elaborado para el mundo y que algunos de sus más autorizados intérpretes van a dirigir de ahora en adelante, en vuestro nombre, a la humanidad entera. 


Joan Carreras del Rincón