La Cruz, nos decía San Juan Crisóstomo, era el nombre de la condenación y del suplicio, hoy es objeto que se desea y venera. Antes era la cruz objeto de oprobio y castigo, hoy es motivo de gloria y honor.
La cruz no es más que el símbolo de los cristianos, en cuanto representa a Cristo y a su misterio de salvación. El cristianismo nunca ha tenido reparo en proclamar a Cristo muerto en la cruz. De hecho su imagen está ahí, en todas partes, ante nuestros ojos: en las casas, en las iglesias, en las plazas, en los cruceros que jalonan los caminos.
De hecho una de las representaciones de Cristo más abundante existente entre el pueblo creyente, y a la vez una de las devociones más extendidas, es la de Jesús muerto en la Cruz, y eso que sólo a comienzos de la Edad Media se comenzó a utilizar la crucifixión para representar la muerte de Cristo, hasta entonces nunca representaban a Cristo después de la muerte, y cuando lo representaban crucificado, no era para recordar la realidad de la muerte, sino su gloria, su victoria sobre la muerte, como símbolo de la resurrección. Las representaciones gráficas han sido, y siguen siendo, un medio de conocimiento de las cosas de la fe, en cuanto que intentan recordar los misterios de la fe. De hecho las imágenes de Cristo muerto han sido a lo largo de los siglos, junto con las que hacen referencia a su nacimiento, una forma de recalcar la idea de la encarnación.
El fiel que contempla a Jesús crucificado, dejando a un lado sadismos y masoquismos, ve en él a un Dios muy cercano, tan cercano que comparte la condición mortal del ser humado, y no sólo la muerte, sino el desprecio, el abandono, los aspectos más trágicos que acompañan el devenir de la vida humana. Ve en él al hombre bueno, que pasó haciendo el bien, pero que no tuvo una vida fácil. La cruz resume la vida de Jesús, que sin haber nacido ya le alejaban de las posadas, al que los vecinos le quisieron despeñar por un barranco y los parientes le tomaron por loco, al que expulsaron de las sinagogas, al que fue acosado, atado, juzgado, finalmente condenado a morir.
Los fieles se han acostumbrado a ver en el crucificado al Dios de los hombres, un Dios al que no le es indiferente nada de lo que de humano hay en la vida y en la historia. Un Dios imitable, del que uno se puede apiadar porque ha sido el primero en ser bueno y compasivo con nosotros. Como rezaba una vieja oración el crucificado nos recuerda a “un Dios abandonado de todos para que yo no lo sea jamás; esta última prueba de tu amor se adueña de mi desconfianza”.
Leyendo el evangelio llegamos a la conclusión de que la muerte de Jesús no fue una muerte normal, aunque él nos dice que nadie le quita la vida, sino que la entrega libremente. Jesús no murió, como todos desearíamos, después de una feliz ancianidad, ni tampoco a causa de una enfermedad. Su muerte tiene algo de trágico, y es que, como a otros muchos a lo largo de los tiempos, le arrancan violentamente la vida, de ahí que provoque en el fiel la compasión
Al que se definió como el camino que conduce a Dios, y en quien muchos han visto a lo largo de los tiempos, el rostro de Dios, el poder religioso del momento le condenan como blasfemo. Al que se había presentado anunciando el reino de Dios, como un mundo de paz, de concordia y reconciliación, el poder político le condena como agitador y subversivo. Y al que había anunciado la dignidad del hombre como hijo de Dios, y el amor particular de Dios al pecador, los poderes sociales le condenan como endemoniado.
Muere sólo, junto a su cruz sólo están su madre, unas cuantas mujeres y el discípulo amado, los demás amigos, conocidos, discípulos, unos le abandonan, otros le niegan, da la sensación que nadie, en aquel momento, quiere saber nada de él. Y hasta él mismo experimenta el silencio de su Dios y Padre en el que tanto confió a lo largo de su vida, y al que al fin, cuando todo es abandono le entrega su vida, “a tus manos encomiendo mi vida”, sabiendo el padre le acogerá en su regazo.
Contemplando la imágenes de Cristo agonizando en la cruz se llega a comprender que el grito desgarrador, las preguntas sin respuestas, que pueden parecer irreverentes, son también oración, y se llega a comprender que el mismo Jesús, que siempre buscó la compañía de tu Dios y Padre, ante su silencio, que como diría el poeta “vuelve loca el alma”, puedas estar contra Dios, puedas gritarle casi desde la desesperación, pero no puedas estar sin él, “¡0h Dios, si he de morir quiero tenerte despierto!”
El crucificado nos recuerda que la misericordia de Cristo no admite excepción alguna, que no vino al mundo para salvar a algunos, sino a todos los hombres, aunque los débiles, los pequeños, los pobres, los humildes eran sus predilectos.
La contemplación de Cristo en la cruz ha llevado a muchos fieles a lo largo de los siglos a la imitación de Jesucristo, “que sepamos vivir lo que tu nos enseñaste, y por lo que tanto fuiste criticado. Por ello, unos mediante la profesión de la vida religiosa intentaron imitar el estilo de vida de Jesús, pobres, casto y obediente, “Seguir desnudo al cristo desnudo”; otros, aceptando una vida penitencial, marcharon a la soledad, donde practicaron el ayuno, la penitencia e intentaron luchar contra las tentaciones, no faltaron quien se lanzaron a los caminos de peregrinación, y dejándolo todo, la patria, la familia, practicaron el exilio voluntario. No faltaron quienes a través de las prácticas de mortificación trataron de imitar los sufrimientos de Cristo en la pasión; algunos buscaron imitarle en la predicación, en la entrega a los enfermos, en el servicio a los pobres o en la lucha por la libertad, y es que estaban convencidos que Jesús estuvo siempre al servicio de los demás, haciéndose todo para todos.
Javier de la Cruz