María representa la esencia del amor. Fue ella la que ofreció su seno para guardar al Camino, la Verdad y la Vida y al que dio su Vida por cada uno de nosotros por verdadero amor. María nos transmite ese amor a través de su Hijo. María representa el amor con el que la Iglesia nos acoge amparada en ella que reune a la comunidad apostólica.
Y es que el amor es la bandera del seguidor de Jesús. Todo arranca y parte del amor. El amor, una palabra simple y fácil de pronunciar, pero tan profunda y grande que nunca se termina de definir y aplicar. Un cristiano sin amor es un cristiano sin referente, sin raíz, sin identidad, hasta el punto que deja de serlo. En el amor está contenida toda la ley.
María es Madre de amor, porque es elegida para amar. Ama a Dios al aceptar su Voluntad, y ama a cada instante de su vida cuando se da y se ofrece en cumplimiento de la misión que se le asigna. María nos enseña a amar, porque antepone la Voluntad de Dios a todos sus gustos, sus planes y proyectos. Y ese someterse, renunciando a sus sentimientos, a sus miedos, a sus temores y a sus preferencias, descubren su verdadero amor.
Porque amar es dejarse modelar por la Mano de Dios; porque amar es ponerse en actitud de servicio, en contra de tus apetencias y sentimientos, el plan que Dios ha pensado para ti. Porque amar es aceptar el compromiso que Dios ha colocado en tu vida abrazándolo para servirlo y vivirlo en su presencia. Y en todo esto, María nos enseña a amar.
Nos enseña a hacerlo con humildad, con sencillez, con firmeza, con esperanza, en silencio, con docilidad, confiada y dejándose iluminar y aceptando el camino señalado. María es Madre de la Iglesia, confiada a ella por su Hijo desde la Cruz. María, siguiendo, pues, esa misión acompañó a los apóstoles, y acompaña hoy también a la Iglesia. En ella nos sentimos resguardados y amados en el camino que nos lleva a su Hijo.