Benedicto XVI: Beata Angela de Foligno, de la penitencia al amor
Hoy en la audiencia general
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 13 de octubre de 2010 (ZENIT.org).-
Ofrecemos a continuación la catequesis que el Papa Benedicto XVI
pronunció hoy durante la audiencia general, en la Plaza de San Pedro,
ante miles de peregrinos procedentes de todo el mundo.
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas,
hoy
quisiera hablaros de la beata Angela de Foligno, una gran mística
medieval que vivió en el siglo XIII. Normalmente, uno se fascina por los
momentos álgidos de experiencia de unión con Dios que ella alcanzó,
pero se tienen quizás demasiado poco en cuenta sus primeros pasos, su
conversión, y el largo camino que la condujo desde el punto de partida,
el “gran temor del infierno”, hasta su meta, la unión total con la
Trinidad. La primera parte de la vida de Angela no es ciertamente la de
una ferviente discípula del Señor. Nacida hacia 1248 en una familia
pudiente, quedó huérfana de padre y fue educada por su madre de forma
más bien superficial. Fue introducida muy pronto en los ambientes
mundanos de la ciudad de Foligno, donde conoció a un hombre, con el que
se casó a los veinte años y del que tuvo hijos. Su vida era
despreocupada, hasta el punto de que se permitía burlarse de los
llamados “penitentes” – muy difundidos en aquella época – es decir, de
aquellos que para seguir a Cristo vendían sus bienes y vivían en la
oración, en el ayuno, en el servicio a la Iglesia y en la caridad.
Algunos acontecimientos, como el violento terremoto de 1279, un
huracán, la larga guerra contra Perusa y sus duras consecuencias
incidieron en la vida de Angela, la cual progresivamente fue tomando
conciencia de sus pecados, hasta un paso decisivo: invoca a san
Francisco, que se le aparece en una visión, para pedirle consejo de cara
a hacer una buena Confesión general: estamos en 1285, Angela se
confiesa con un fraile en San Feliciano. Tres años después, el camino de
la conversión conoce otro giro: la disolución de los vínculos
afectivos, pues en pocos meses, a la muerte de su madre siguieron la de
su marido y la de todos sus hijos. Entonces vendió sus bienes y en 1291
entró en la orden terciaria de san Francisco. Murió en Foligno el 4 de
enero de 1309.
El Libro della beata Angela da Foligno, en
el que está recogida la documentación sobre nuestra Beata, narra esta
conversión; indica los medios que le fueron necesarios: la penitencia,
la humildad y las tribulaciones; y narra sus pasos, la sucesión de las
experiencias de Angela, comenzadas en 1285. Recordándolas, tras haberlas
vivido, ella intentó contarlas a través de su fraile confesor, el cual
las transcribió fielmente, intentando después organizarlas en etapas,
que llamó “pasos o mutaciones”, pero sin conseguir ordenarlas plenamente
(cfr Il Libro della beata Angela da Foligno, Cinisello Balsamo
1990, p. 51). Esto debido a que la experiencia de unión para la beata
Angela supone una implicación total de los sentidos espirituales y
corporales, y de lo que ella “comprende” durante sus éxtasis queda, por
así decirlo, solo una “sombra” en su mente. “Escuché verdaderamente
estas palabras – confiesa ella después de un rapto místico – pero lo que
vi y comprendí, y que él [o sea, Dios] me mostró, de ninguna forma dé o
puedo decirlo, aunque revelaría de buen grado lo que comprendí con las
palabras que oí, pero hubo un abismo absolutamente inefable”. Angela de
Foligno presenta su "vivencia" mística, sin elaborarla con la mente,
porque son iluminaciones divinas que se comunican a su alma de forma
imprevista e inesperada. Al mismo fraile confesor le cuesta recoger
estos eventos, “también a causa de su gran y admirable reserva respecto a
sus dones divinos” (Ibid., p. 194). A la dificultad para
expresar su experiencia mística se añade también la dificultad para sus
oyentes de comprenderla. Una situación que indica con claridad cómo el
único y verdadero Maestro, Jesús, vive en el corazón de todo creyente y
desea tomar totalmente posesión de él. Así en Angela, que escribía a un
hijo espiritual suyo: "Hijo mío, si vieras mi corazón, estarías
absolutamente obligado a hacer todo lo que Dios quiere, porque mi
corazón es el de Dios y el corazón de Dios es el mío”. Resuenan aquí las
palabras de san Pablo: “Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo que
vive en mi" (Gal 2,20).
Consideremos entonces sólo algún
"paso" del rico camino espiritual de nuestra Beata. El primero, en
realidad, es una premisa: "Fue el conocimiento del pecado, – como ella
precisa – a continuación del cual el alma tuvo un gran temor de
condenarse; en este pasaje lloró amargamente" (Il Libro della beata Angela da Foligno,
p. 39). Este “temor” del infierno responde al tipo de fe que Angela
tenía en el momento de su "conversión"; una fe aún pobre de caridad, es
decir, del amor de Dios. Arrepentimiento, miedo del infierno y
penitencia abren a Angela la perspectiva de la dolorosa "vía de la cruz"
que, desde el octavo al decimoquinto paso, la llevará después a la “vía
del amor”. Cuenta el fraile confesor: “La fiel entonces me dijo: He
tenido esta revelación divina: 'Tras las cosas que habéis escrito, haz
escribir que quien quiera conservar la gracia no debe quitar los ojos
del alma de la Cruz, tanto en la alegría como en la tristeza que le
concedo o permito'" (Ibid., p. 143). Pero en esta fase Angela aún
"no siente amor"; ella afirma: "El alma siente vergüenza y amargura y
no experimenta aún el amor, sino el dolor” (Ibid., p. 39), y está insatisfecha.
Angela siente el deber de tener que darle algo a Dios para reparar sus
pecados, pero lentamente comprende que no tiene nada que darle, al
contrario, de “ser nada” ante Él; comprende que no será su voluntad la
que le dé el amor de Dios, porque ésta sólo puede darle su “nada”, el
“no amor”. Como ella dirá: solo "el amor verdadero y puro, que viene de
Dios, está en el alma y hace que ésta reconozca sus propios defectos y
la bondad divina […] Este amor lleva el alma a Cristo y ella comprende
con seguridad que no se puede verificar ni haber engaño alguno. Junto a
este amor no se puede mezclar algo de lo del mundo" (Ibid., p.
124-125). Abrirse sola y totalmente al amor de Dios, que tiene la máxima
expresión en Cristo: "Oh Dios mío – reza – hazme digna de conocer el
altísimo misterio, que tu ardentísimo e inefable amor realizó, junto al
amor de la Trinidad, es decir, el altísimo misterio de tu santísima
encarnación por nosotros. […]. ¡Oh amor incomprensible! Más allá de este
amor, que hizo que mi Dios se hiciese hombre para hacerme Dios, no hay
amor más grande" (Ibid., p. 295). Con todo, el corazón de Angela
lleva siempre las heridas del pecado; incluso después de una confesión
bien hecha, ella se encontraba perdonada y aún con el corazón roto por
el pecado, libre y condicionada por el pasado, absuelta pero necesitada
de penitencia. Y también la acompaña el pensamiento del infierno, porque
cuanto más progresa el alma en la vía de la perfección cristiana, tanto
más se convencerá no sólo de ser “indigna”, sino de merecer el
infierno.
Y he aquí que, en su camino místico, Angela comprende
de modo profundo la realidad central: lo que la salvará de su
“indignidad” y de “merecer el infierno” no será su “unión con Dios” y su
poseer la “verdad”, sino Jesús crucificado, “su crucifixión por mí”, su
amor. En el octavo paso, ella dice: "Sin embargo, aún no comprendía si
era más grande mi liberación de los pecados y del infierno y la
conversión y la penitencia, o más bien su crucifixión por mí" (Ibid.,
p. 41). Es el inestable equilibrio entre amor y dolor, advertido en
todo su difícil camino hacia la perfección. Precisamente contempla con
preferencia a Cristo crucificado, porque en esta visión ve realizado el
equilibrio perfecto: en la cruz está el hombre-Dios, en un supremo acto
de sufrimiento que es un acto supremo de amor. En la tercera Instrucción, la
Beata insiste en esta contemplación y afirma: "Cuanto más perfecta y
puramente vemos, tanto más perfecta y puramente amamos. […] Por ello,
cuanto más vemos al Dios y hombre Jesucristo, tanto más somos
transformados en él a través del amor. […] Lo que he dicho del amor […]
lo digo también del dolor: el alma cuanto más contempla el inefable
dolor del Dios y hombre Jesucristo, tanto más se duele y es transformada
en dolor” (Ibid., p. 190-191). Ensimismarse, transformarse en el
amor y en los sufrimientos del Cristo crucificado, identificarse con
Él. La conversión de Angela, iniciada con esa confesión de 1285, llegará
a la madurez sólo cuando el perdón de Dios aparezca a su alma como el
don gratuito de amor del Padre, fuente de amor: "No hay nadie que puede
dar excusas – afirma ella – porque cualquiera puede amar a Dios, y el no
pide otra cosa al alma sino que le ame, porque él la ama y de su amor" (Ibid., p. 76).
En el itinerario espiritual de Angela el paso de la conversión a la
experiencia mística, de lo que se puede expresar a lo inexpresable,
tiene lugar a través del Crucificado. Es el "Dios-hombre de la pasión",
que se convierte en su "maestro de perfección". Toda su experiencia
mística es, por tanto, tender a una perfecta “semejanza” con Él,
mediante purificaciones y transformaciones cada vez más profundas y
radicales. En esta estupenda empresa Angela se implica totalmente, alma y
cuerpo, sin ahorrarse penitencias y tribulaciones desde el principio al
final, deseando morir con todos los dolores sufridos por el Dios-hombre
crucificado para ser transformada totalmente en Él: "Oh hijos de Dios –
recomendaba ella –, transformaos totalmente en el Dios-hombre de la
pasión, que tanto os amó hasta dignarse morir por vosotros de muerte
ignominiosísima y del todo inefablemente dolorosa y de un modo
penosísimo y amarguísimo. ¡Esto solo por amor tuyo, oh hombre!" (Ibid.,
p. 247). Esta identificación significa también vivir lo que Jesús
vivió: pobreza, desprecio, dolor, porque – como ella afirma – "a través
de la pobreza temporal el alma encontrará riquezas eternas; a través del
desprecio y la vergüenza obtendrá honor y grandísima gloria; a través
de una poca penitencia, hecha con pena y dolor, poseerá con infinita
dulzura y consolación el Bien Sumo, Dios eterno" (Ibid., p. 293).
De la conversión a la unión mística con el Cristo crucificado, a lo
inexpresable. Un camino altísimo, cuyo secreto es la oración constante:
"Cuanto más reces – afirma ella – tanto más serás iluminado; cuanto más
seas iluminado, tanto más profunda e intensamente verás al Sumo Bien, al
Ser sumamente bueno; cuanto más profunda e intensamente lo veas, tanto
más lo amarás; cuanto más lo ames, tanto más te deleitará; y cuanto más
te deleite, tanto más lo comprenderás y serás capaz de comprenderlo.
Sucesivamente llegarás a la plenitud de la luz, porque comprenderás que
no puedes comprender" (Ibid., p. 184).
Queridos hermanos y
hermanas, la vida de la Beata Angela comienza con una existencia
mundana, bastante alejada de Dios. Pero después se encontró con la
figura de san Francisco y, finalmente, el encuentro con el Cristo
Crucificado despierta el alma a la presencia de Dios, por el hecho de
que sólo con Dios la vida llega a ser verdadera vida, porque llega a
ser, en el dolor por el pecado, amor y alegría. Y así nos habla a
nosotros hoy la Beata Angela. Hoy estamos todos en peligro de vivir como
si Dios no existiera: parece muy alejado de la vida actual. Pero Dios
tiene mil maneras, para cada uno la suya, de hacerse presente en el
alma, de mostrar que existe y que me conoce y ama. Y la Beata Angela
quiere hacernos atentos a estos signos con los cuales el Señor nos toca
el alma, atentos a la presencia de Dios, para aprender así el camino con
Dios y hacia Dios, en la comunión con Cristo Crucificado. Oremos al
Señor para que nos haga atentos a los signos de su presencia, que nos
enseñe a vivir realmente. Gracias.
[En español dijo]
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a las
Hermanas de la Compañía de la Cruz; a los miembros de la Hermandad de
Nuestra Señora de la Estrella, de Sevilla; a los representantes de la
Cofradía de Investigadores de Toledo, acompañados por el Señor Cardenal
Antonio Cañizares Llovera; a los fieles de la Arquidiócesis de Santiago
de los Caballeros, con su Arzobispo, Monseñor Ramón Benito de la Rosa
Carpio, así como a los demás grupos procedentes de España, México,
Honduras, Argentina y otros países latinoamericanos. Que la Beata Ángela
de Foligno nos ayude a comprender que la verdadera felicidad consiste
en la amistad con Cristo, crucificado por amor nuestro. A su divina
bondad sigo encomendando con esperanza a los mineros de la región de
Atacama, en Chile.