24 de octubre de 2013

Hemos sido liberados de la ley y de sus decretos



"Para ser libres nos ha liberado Cristo. Manteneos firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud" (Gal 5, 1).

¿De qué liberó Cristo a Pablo y a los Gálatas? 

La respuesta a esta pregunta es fundamental para la fe católica, para que el cristiano pueda ser católico.

En términos generales se suele enseñar que Cristo nos liberó de la muerte, del pecado y del demonio. Pero no es a ninguna de estas tres categorías a las que alude el Apóstol de las gentes. El se refiere a la circuncisión, es decir, a la ley mosaica y todas sus prescripciones. Lo anterior es totalmente justo, puesto que esas tres esclavitudes lo son de todo hombre que nace en este mundo: es esclavo del temor a la muerte, de la sujeción al pecado y del poder de Satanás. Sin embargo, san Pablo está refiriéndose ahora a una tentación en la que estaban cayendo los gálatas, la de volver a la esclavitud de la ley, representada por el signo de la circuncisión. 

Quizá ando errado, pero esta sujeción es precisamente la característica principal del poder del diablo sobre los hombres: él es el acusador de los hombres, el enemigo de la justicia de Dios. Su mayor logro consiste en convencernos de que en la ley se encuentra nuestra salvación. Descubre nuestros pecados para que nos sintamos sucios e indigentes. En el Apocalipsis, en efecto, se enseña que "Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo, porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche delante de nuestro Dios" (Ap 12, 10). Nos quiere convencer el diablo de que existe una salvación moral consistente en cumplir la ley de Dios. 

Se produce, entonces, una gran paradoja. Liberarnos de Satanás equivale a liberarnos de la ley. Reconociendo nuestro pecado y nuestra incapacidad de salvarnos por medio de nuestras obras, nos abrimos a la auténtica salvación, que es por gracia. 

La salvación del pecado nos parece demasiado obvia. Sin embargo, a pesar de las enseñanzas paulinas, los cristianos podemos llegar a olvidarnos de cuál es la función de la ley en la economía de la salvación. La ley enseña el camino pero no nos ayuda a recorrerlo. Sin la gracia de Dios el conocedor de la ley divina es el hombre más desgraciado, puesto que incurre en la culpa por sus transgresiones voluntarias.  

En el segundo capítulo de la carta a los Efesios se emplea una imagen muy fuerte: "El es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro divisorio, la enemistad, anulando en su carne la Ley con sus mandamientos y sus decretos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo, haciendo las paces y reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la Enemistad" (Ef 2, 14-16). También aquí se destaca que hemos sido liberados especialmente de la ley y de sus decretos, pero no por obra de la circuncisión obrada en la carne de los judíos, sino por la entrega de la carne de Cristo, que colgó del madero. 

¿Por qué traigo estas consideraciones a un blog, cuando ni yo soy experto en teología bíblica ni aquí cabe esperar este tipo de entradas? Porque en este último año he podido advertir reacciones realmente llamativas en muchos fieles católicos. Basta pensar en la renuncia del Papa Benedicto XVI y también en cómo algunos se han rasgado las vestiduras ante los gestos del Papa Francisco. Que los que se denominan a sí mismos enemigos de la Iglesia aprovechen las circunstancias para seguir atacándola mediante los agasajos y los guiños al nuevo pontífice es lógico hasta cierto punto; que esas afirmaciones elogiosas sean repetidas por muchos cristianos tibios o alejados, también lo es. Nada tiene de particular que la gente diga que este Papa sí que le gusta o que interprete los gestos y las palabras de Francisco en términos de liberación de la doctrina cristiana o de una esperada y definitiva adaptación al espíritu de este mundo. 

Tampoco me parece extraño que el sector más tradicionalista -especialmente quienes ya de hecho son un cisma en la Iglesia y no reconocen la doctrina del Concilio Vaticano II- hayan descubierto en las afirmaciones de Francisco la confirmación de sus temores. 

No, ahora me refiero a muchos católicos que han dado testimonio durante años y que han hecho una profesión de la fe católica, que muchas veces les ha acarreado sufrimientos y penalidades. A ellos les recuerdo esta verdad central de la revelación: que somos justificados por el don de la gracia de Cristo (cf. Rm 3, 21-26). 

Ayer leía yo una noticia de un medio católico en el que se afirmaba que el Papa "ha corregido los malos entendidos con una declaración claramente provida". Se refería a su discurso a los ginecólogos, pronunciado al día siguiente de la conocida entrevista realizada por Antonio Spadaro. El articulista se tranquilizaba pensando que el Papa habría advertido su error y habría querido manifestar la ortodoxia de su pensamiento. En esto consiste precisamente el error. El Papa no se está desdiciendo y tampoco entra en contradicción. 

Lo que el Papa está recordando es la verdad central del cristianismo: no es la ley la que nos salva sino la gracia de Dios. Por tanto, evangelizar no consiste en ir repitiendo constantemente de una manera no contextualizada los preceptos de la ley -esta podría ser la labor preferida del demonio y lo fue también de los fariseos- sino el hacer llegar a los corazones de los hombres la misericordia y la ternura de Dios. Y no hay otra manera de hacerlo que siendo nosotros mismos misericordiosos y llegándonos humildemente al encuentro de los demás. 

No me cansaré de repetir los tres puntos del discurso del Papa al Consejo pontificio para la promoción de la Nueva Evangelización: "Lo que quisiera deciros hoy se puede resumir en tres puntos: primado del testimonio; urgencia de ir al encuentro; proyecto pastoral centrado en lo esencial".

No es tan difícil de entender. Basta tener la fe católica. Hemos sido liberados de la ley. Ahí es nada.

Joan Carreras del Rincón