En cuaresma hay una serie de práctica que si no las quedamos en el olvido, las cumplimos por ser algo tradicional, pero que tienen un gran sentido cristiano, éstas son la oración, la limosna y el ayuno. No son exclusiva del cristianismo, la encontramos ya en el Antiguo Testamento y en las demás tradiciones religiosas, como es el caso del Islam, para el que éstas prácticas forman parte de las cinco grandes obligaciones de todo creyente.
“La oración, la limosna y el ayuno son las tres obras fundamentales de la vida religiosa y personal. Quien no ora a Dios no ayuda a los hombres y no reprime su naturaleza por la abstinencia. Este es ajeno a toda religión, aunque halla meditado toda su vida sobre temas religiosos, aunque haya hablado o escritos sobre ellos toda su vida... Cuando la oración, la caridad y la abstinencia se hallan unidas es cuando actúa la gracia divina que es una sola: ésta no se limita a unirnos a Dios, en la oración, nos asemeja a la divinidad llena de clemencia, en la caridad, y a la divinidad exenta de toda necesidad, en la abstinencia. (Vladimir Soloviev)
El problema que tenemos con el ayuno y la limosna es cómo vivirlos, pues suponen algo más que echar unos céntimos en la bandeja los domingos o comer menos o no comer ciertos alimentos en determinados días de la Semana. El ayuno nos enseña que para ser dueños de los bienes de la tierra, los cuales deben ser disfrutados por todos los seres humanos, debemos renunciar a algunos de ellos. Ya San Ambrosio, a finales del siglo IV, decía que “no son tus bienes los que das al necesitado, sino que les devuelves un bien, porque se trata de un bien común dado para uso de todos y que tú retienes para ti solo. La tierra es de todos, no de los ricos.
Estas dos realidades, el ayuno y la limosna, nos ayudan a vivir una afirmación fundamental del cristianismo que el mundo que construimos debe ser un mundo fraterno, donde ser capaces de compartir con los demás lo que tenemos. Lo importante no es tener o no tener, sino el uso que damos a los bienes, a las cosas, y sobre todo el ser insensible frente aquel que tiene necesidades. El ayuno y la limosna, formas de vivir la caridad, deben abrirnos el corazón a aquellos que poseemos algo para compartir con los que carecen de todo, como recordaba, allá a mediados del siglo V, San León Magno a sus feligreses de Roma: “Que todos sopesen las cuantías de sus fortunas, y que quienes hayan recogido una mayor cosecha den más. Que las privación de los fieles se convierta en alimento de los pobres”. Para un cristiano estas realidades encuentras su sentido en la imitación de Cristo que ha venido a compartir nuestra vida.
El Papa Pablo VI en una intervención que dirigió a los miembros de Caritas internacional, recordaba el deber de cada uno a contribuir a la justicia y a la solidaridad: “es indispensables que los fieles pongan recursos financieros más amplios al servicio de los pobres. Esta exigencia es una llamada apremiante al espíritu de pobreza, a la mortificación, al ayuno, a la voluntad de restringir sus necesidades para ayudar con el fruto de las economías así realizadas a nuestros hermanos humanos en la necesidad”.
El ayuno cristiano o la limosna no es un mero ejercicio ascético, no nos privamos por privarnos. Se ayuna y se da limosna por amor, que se hizo pobre, y no debemos olvidar que en cristiano el amor a los hermanos es inseparable del amor a Dios. Tanto el ayuno, como la limosna son formas de vivir el sentido cristiano de la vida, que se caracteriza por la sobriedad y la moderación en todas las cosas, y el espíritu de pobreza.
Javier de la Cruz