A Dios no lo ha visto nadie, siempre hemos afirmado que Dios es el misterio indecible de nuestra realidad, que abarca y suprime positivamente todas las oposiciones de este mundo (Nicolás de Cusa).
“No dices palabra: / entonces sé algo de Ti. / Responde la nada: / entonces hablas Tú / en el aguijón de la duda. /Te muestras en la falta de pruebas, / afirmas en la negación / y eres absurdo / en la respuesta hallada” (P. Lloidi). A Dios lo conocemos a través de su Hijo Jesús, y lo que hemos hecho los cristianos a lo largo de los siglos, con mayor o menor fortuna, no es otra cosa que repetir la misma historia para hablar de Dios. De Dios tenemos distintas imágenes que la hemos tomado de la vida real y concreta, y que en cada época hemos subrayado más unas que otras, y es que los humanos a la hora de acercarnos al misterio no disponemos más que de los nombres humanos para expresar esa realidad que nos envuelve, pero que, a su vez, nos supera. Dios es, a la vez, parecido y distinto a todo aquello que indican nuestras palabras, metáforas, símbolos. El siempre está más allá, es más de lo que nosotros podemos imaginar, como diría san Agustín, “se piensa con más verdad que se habla, y él existe más verdaderamente de lo que se piensa”.
En el credo, que resume la fe de la Iglesia, decimos de Dios que es Padre, en nuestro tiempo, más sensibilizado con el mundo femenino, hay quien habla de Dios como padre y madre a la vez, hace años se hizo famosa la frase del Papa Juan Pablo I, “Dios es Padre, pero sobre todo, es Madre”. Casi todos los conceptos clave del judeo-cristianismo a la hora de hablar de Dios tienen un trasfondo masculino, y aunque se reconoce que en la tradición bíblica también lo femenino es vehículo expresivo para la revelación de Dios, el cristianismo siempre ha afirmado que el Verbo eterno asumió la realidad de un hombre, varón, por el cual nos viene la salvación y la revelación última de Dios. La paternidad hace de Dios un ser cercano, no impersonal, bueno, alguien en quien se puede confiar, con quien se puede dialogar. Decir que Dios es padre es afirmar que no estaré nunca solo, sino que él, con su presencia misteriosa, está a mi lado.
Es todopoderoso, creador, que está en el origen de todo lo que existe, por eso podemos decir que en Dios vivimos, nos movemos y existimos. Afirmar que Dios es creador implican creer que el mundo y el hombre tienen en Dios su sentido último, su origen y su meta, y que ni el azar; ni lo suerte, ni el absurdo son la explicación de lo existencia. La espiritualidad cristiana ha tenido siempre muy claro que La naturaleza, la vida misma, nos habla de Dios.
Dios es perdón, bondad y compasión, que amando a todos, es parcial con los excluidos, pobres y pecadores. Dios es amor es la afirmación más profundamente cristiana. Jesús nos ha enseñado que Dios quiere que los seres humanos seamos felices y por que nos ama, quiere que le amemos, “ El amor es esa afección que nos hace encontrar placer en las perfecciones de lo que se ama, y no hay nada más perfecto que Dios, ni nada más encantador” (Leibniz).
En la Biblia nos encontramos que Dios es el liberador, al menos el que suscita la conciencia de la libertad en el pueblo oprimido. El libro de Exodo nos enseña que la angustia del que ha sufrido la injusticia llega al corazón de Dios que no queda impasible, sino que se siente removido en sus entrañas. Dios se compromete en la liberación de la opresión y de la injusticia que sufre el pueblo. Dios desenmascara todo tipo de opresión y de falsificación que en su nombre hacemos de él convirtiéndole en mera tradición humana, “dejáis el mandato de Dios para aferraros a las tradición de los hombres”. Creer en Dios, amarle a él, es creer y amar a la vida, trabajar para recrearla, para devolverla la dignidad y hermosura que tantas veces le es negada.
Se dice que a Dios le encantan los disfraces. Se disfraza de aliento, de viento huracanado, de zarza ardiendo, como se manifestó a Moisés en el Sinaí; de nube opaca o luminosa, como la que guiaba al pueblo de Israel por el desierto; de de brisa suave, como le experimenta Elías en el monte Horeb; de ser humano, la humanidad de Cristo, que en todo, menos en el pecado, fue como nosotros; de pan y vino en la Eucaristía, el Cristo eucarístico es el mismo que el Cristo histórico.
Se afirma, por que lo dice la Escritura, que Dios es celoso, que no admite ningún otro dios junto a él, “no tendrás otro Dios fuera de mí”, y pone al hombre en la alternativa de adorar al verdadero Dios o la idolatría, “no se pude servir a dos señores: a Dios y al dinero”
Los santos que han sido los grandes enamorados de Cristo, como afirmaba San Pablo, “es Cristo quien vive en mí”, miraban a Cristo, ponían los ojos en él. Se decía de San Francisco que de de tanto mirar a Jesús, se lo sabía de memoria. Santa Teresa de Jesús, tan acostumbrada a mirar a Jesús, y a la que impacto la mirada de una imagen de Cristo muy llagado, decía a sus monjas a la hora de hacer oración: “No os pido ahora que penséis en Él, ni que saquéis muchos conceptos, ni que hagáis grandes y delicadas consideraciones con vuestro entendimiento. No os pido más que le miréis”. Un feligrés del Santo cura de Ars le decía, hablando de su rezo ante el sagrario: “Yo le miro y él me mira”.
Mirar a Cristo, la imagen viva de Dios, donde Dios nos lo dice todo acerca de sí mismo, debe llevarnos a hacernos una imagen interior de él a partir de la lectura del evangelio, que son los recuerdos que tenemos de aquellos que vivieron con él Señor, y que nos trasmitieron lo que vieron con sus ojos, lo que oyeron con sus oídos.
El cristiano, el testigo de Jesús, lleva en su vida las marcas del mismo Jesús, que no son las llagas de los clavos de la cruz, sino las actitudes con las que Jesús vivió la vida, la bondad, la misericordia y el perdón, la fidelidad a la propia conciencia y a Dios, la apuesta por la vida, “el pasarse al partido de la vida y dejar de ser cómplice de la muerte. Por eso más allá de todo lo que podamos decir de Dios, de las imágenes que nos valgamos para hablar de él, creer en Dios lleva al compromiso ético, los profetas enseñaban que conocer a Dios es practicar la justicia, y Jesús pedía a sus oyentes parecerse al Padre del cielo, siendo como él buenos, compasivos y misericordiosos.
Javier de la Cruz