Tomo de catholic.net la versión on-line de Cruzando el umbral de la esperanza, el libro reportaje de Vittorio Messori a Juan Pablo II. Nada más comenzar, en el primer capítulo le pregunta al Papa:
V.M.- ...ante Usted es necesario -diciéndolo al modo de Pascal- apostar: o bien es Usted el misterioso testimonio vivo del Creador del universo, o bien el protagonista más ilustre de una ilusión milenaria.
Si me lo permite Le preguntaría: ¿No ha dudado nunca en medio de su certeza, de tal vínculo con Jesucristo y, por tanto, con Dios?
J.P.II.- Usted, justamente, afirma que el Papa es un misterio. Usted afirma, con razón, que él es signo de contradicción, que él es una provocación. El anciano Simeón dijo del propio Cristo que seria «signo de contradicción» (cfr. Lucas 2,34).
Usted, además, sostiene que frente a una verdad así -o sea, frente al Papa- hay que elegir, y para muchos esa elección no es fácil. Pero ¿acaso fue fácil para el mismo Pedro? ¿Lo ha sido para cualquiera de sus sucesores? ¿Es fácil para el Papa actual? Elegir comporta una iniciativa del hombre. Sin embargo, Cristo dice: «No te lo han revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre» (Mateo 16,17). Esta elección, por tanto, no es solamente una iniciativa del hombre, es también una acción de Dios, que obra en el hombre, que revela. Y en virtud de esa acción de Dios, el hombre puede repetir: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mateo 16,16), y después puede recitar todo el Credo, que es íntimamente armónico, conforme a la profunda lógica de la Revelación. El hombre también puede aplicarse a sí mismo y a los otros las consecuencias que se derivan de la lógica de la fe, penetradas del esplendor de la verdad; puede hacer todo eso, a pesar de saber que, a causa de ello, se convertirá en «signo de contradicción».
¿Qué le queda a un hombre así? Solamente las palabras que Jesús dirigió a los apóstoles: «Si me han perseguido a mí, os perseguirán también a vosotros; si han observado mi palabra, observarán también la vuestra» (Juan 15,20). Por lo tanto: «¡No tengáis miedo!» No tengáis miedo del misterio de Dios; no tengáis miedo de Su amor; ¡y no tengáis miedo de la debilidad del hombre ni de su grandeza! El hombre no deja de ser grande ni siquiera en su debilidad. No tengáis miedo de ser testigos de la dignidad de toda persona humana, desde el momento de la concepción hasta la hora de su muerte.
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