Dios es infinito y en Él no hay fronteras. Tampoco tiene periferias. Hay que ver lo confundido que estaba: llevo varios días dándole vueltas a esta idea. Primero escribí este título: las periferias de Dios, en plural; luego, lo puse en singular y finalmente he llegado a la conclusión de que Dios no tiene periferias.
Todo comenzó cuando afirmé hace unos días que “el poder genera periferias; el servicio, en cambio, las redime”. En seguida me vino esta
idea a la cabeza: el infierno es la periferia de Dios. ¡Vaya! -pensé- esto es
curioso. El Amor de Dios puede también producir ese subproducto infernal. Ahí
quedó la cosa. Seguí escribiendo como si nada, desarrollando el esquema
inicial, pero con esa inquietud que no me dejaba en paz: parecía que así como el poder genera periferias, así también la
omnipotencia de Dios crea la suya. Así que me puse a desarrollar esa idea que parecía tan sencilla.
Menos mal que, después de varios intentos fallidos, he
comprendido que Dios no tiene ni fronteras ni periferias. Él es el Creador y es
también Comunión de Personas. Él es Amor y ha llamado a las criaturas racionales
y libres a una vida de amor. El infierno –a pesar de lo que dijera Dante en su
Divina Comedia, que atribuía su creación a la misericordia de Dios- es la única
realidad que no es creación suya. Parece una periferia de Dios, pero en
realidad deberíamos más bien decir que sucede justamente al contrario. El
infierno ha creado su propia periferia, que es Dios. El infierno no es un
lugar, sino un estado, es decir, un espacio espiritual, una intimidad personal
que decide expulsar a Dios y marginarlo. El infierno es un poder mediante el
que una criatura expulsa al Omnipotente, el cual, oh paradoja, se pliega a
tamaña violencia y sale cabizbajo y abatido de esa estancia, dejando en la
puerta su omnipotencia. Sí, menos mal que me he dado cuenta de la verdad expresada
al principio: el poder que se niega a servir genera sus periferias. Y Dios, que
es Amor, se constituye en el primer gran Marginado.
El infierno es en primer lugar una realidad diabólica. Es
creación de Lucifer y de sus secuaces.
El mundo de los hombres no es el infierno. Tampoco es el
Cielo, claro está. Podría haber sido una periferia de Dios, si Él hubiese
permanecido al margen de nuestro destino fatal, es decir, esa existencia
miserable que arrastran los hijos de Adán desde que éste –junto con su
compañera- se dejaron seducir por la serpiente infernal. Ciertamente el mundo
desde entonces ha estado sometido al Príncipe de la Mentira. El poder diabólico
sigue su lógica metódica: Dios debe de ser expulsado y no puede haber sitio
para Él, quien se convierte tantas veces en la periferia de la vida de los
hombres.
Si hubiese habido una posibilidad de redención del infierno,
Él la habría encontrado. El infierno no admite redención. El mundo de los hombres no es una periferia de Dios
porque Él ha tomado una decisión drástica y definitiva: se ha encarnado para
morir en la Cruz y redimirnos. El Dios cristiano es un Dios con nosotros. La salvación está en acto en todos cuantos
creen, puesto que “tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo unigénito para
que todo el que crea en Él tenga vida eterna” (Jn 3, 16). El Hijo del hombre no
ha venido a juzgar al mundo sino a salvarlo. El único condenado es el príncipe
de este mundo. Qué luminosas son las palabras de Cristo en la Última Cena: “El
Espíritu debe convencer al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado,
porque no han creído en mí; de justicia, porque me voy al Padre y ya no me
veréis; de juicio, porque el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado” (Jn 16,
8-11).
¿Qué pasa entonces con el infierno de los hombres? ¿Acaso no
existe? Claro que existe. Es una realidad tremenda y nada despreciable. Pero
quienes concretamente son condenados es algo que permanece en el Misterio de
Dios. Mientras hay vida hay esperanza y a todos se nos invita a confiar en la
Misericordia de Dios, por grandes que sean nuestros pecados. Ahora bien,
conviene recordar que el pecado más grave que puede existir en la Tierra es
precisamente el que Jesús calificó de blasfemia contra el Espíritu Santo. Este
pecado no puede ser perdonado ni en este siglo ni en el venidero. ¿Por qué?
Porque quien lo comete se configura en la actitud diabólica, se niega a
reconocer su pecado y desprecia el perdón de Dios. Repite en su carne –nunca
mejor dicho- la rebelión de los diablos.
Mediante la Encarnación, el Verbo ha asumido nuestra entera
existencia, nuestra biografía. Quiere darnos su carne para que podamos vivir
una vida como la suya. “A cuantos le recibieron les dio poder de ser hijos de
Dios” (Jn 1, 12).
El diablo se empeña en mostrarnos a Dios como el verdadero
enemigo. Incluso la idea de que el infierno sea el justo castigo por nuestros
pecados es diabólica: así sería verdad que Dios habría creado una periferia, la
prisión eterna en la que encerraría a los disidentes y pecadores. El infierno
de los hombres tampoco es creación de Dios. Es obra de la criatura que se
cierra a la gracia y se llena de sí misma, no dejando espacio en su intimidad
ni a Dios ni a los demás. Es ese poder –¡desdichado poder!- el que genera las
periferias del mundo.
Si Dios no tiene periferias, tampoco la Iglesia debería
tenerlas. Quizá reconocer cuáles son esas periferias sea el primer paso para
eliminarlas. Es imposible que no tengamos enemigos, pero es necesario que
nosotros no los consideremos como tales, si queremos ser dignos discípulos de
Cristo.
Joan Carreras del Rincón