El ser humano siempre ha tratado de evitar el sufrimiento y la carencia, y cuando no lo la conseguido, ha imaginado un estado, felicidad, en donde todo consistiría en el placer, de ahí la importancia que ha tenido el mito del paraíso, o el sueño de la felicidad no lograda, sino regalada. Se ha afirmado que las religiones han contribuido a alimentar este mito entre los más desgraciados, a los que, frente a las miserias que han tenido que soportar, han prometido un mudo feliz, donde al fin verán superadas todas las contrariedades y carencias de la vida.
Si Aristóteles llegó a afirmar sólo Dios es feliz, y es que para él la vida de Dios su vida consiste en pensarse a sí mismo, y ese pensarse a sí mismo eterno, autárquico, sin depender de nadie, es la felicidad. En la antigua Roma, un poco más prosaica, la felicidad era representada como una matrona con el cuerno de la abundancia y el modio, y es que por felicidad se ha entendió el estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien cualquiera, o “la reunión de todos los bienes en su mayor grado”.
La felicidad no tienen sentido sin los bienes que hacen felices a las personas. El problema es que hay tantas formas de felicidad como individuos poblamos el planeta, a cada cual nos hace felices unos bienes. Si unos ponen la felicidad en poder gozar de todos los placeres posibles, es lo que llamaríamos la felicidad sensual y que ha llevado a algunos a definir la felicidad como “una buena taberna”, para otros el tener una buena salud, el cuidado sensual del cuerpo, es la fuente de felicidad. No falta quien pone la felicidad en la renuncia, y ahí nos encontramos con los fanáticos de la salud, los esclavos de la dieta, los anti todo, los que se privan de todo aquello que da sabor a la vida y pueda proporcionar algún placer, y en el fondo el placer en sí no es malo, si es que por tal consideramos ese sentimiento o emoción intensa que nos proporcionan las cosas, las personas, los acontecimientos que vivimos, las propias experiencias personales, y que termina por identificarse con la paz interior. Es cierto que excesos hay y que estos afectan a la salud, pero con la obsesión por la renuncia también la salud se resiente. No faltan quienes se consideran felices si consigue la gloria humana o amasar una gran riqueza, pero tampoco el que pone la felicidad en tener buenas amistades. Hay quienes intentan ser felices cerrando la vista a la realidad que les rodea, no quieren saber nada del hambre, la violencia, los múltiples conflictos que se dan en nuestro mundo, o de los “cuatro ladrones de la felicidad”, el dolor, el miedo y el temor, la depresión que roba la esperanza y el odio, que es el padre de todas la tragedias, pero no porque todo estos exista, debemos conformarnos con la búsqueda de la arcadia feliz ignorando el mundo en que viven. Frente a estos hay quien piensa que, a pesar de las preocupaciones y de los quebraderos de cabeza que nos proporciona la vida diaria, el mundo es un lugar “demasiado apasionado” en donde poder ser feliz como para sustituirlo por esa hipotética arcadia feliz.
A finales del siglo XVII la constitución de los Estados Unidos afirmaba que “Todo ciudadano tiene el derecho y el deber de ser feliz”, puede parecer un tanto prosaico reducir la felicidad al bienestar material, pero esta es una de las columnas sobre las que se levanta el mundo contemporáneo y una de las obligaciones que tiene el Estado frente a sus ciudadanos, ayudarles a conseguir lo que hace la vida más agradable, tener casa, trabajo, garantizada la salud, la educación, el descanso. Hay quien piensa que la felicidad, y no les falta razón, reside en la sabiduría, en conseguir el “conocimiento verdadero”, entendiendo por tal el “saber quién se es para así vivir de acuerdo a sus preferencias, y construirse una vida como hábitat confortable. Y en este sentido se define como sabio al que “consigue amar y ser amado, al que se apasiona con su quehacer, goza de la amistad leal e inteligente, y de los libros que puede leer una y otra vez, y de la música que no se cansa de oír, y de los cuadros que no cesa de ver. Y aleja y despacha fuera de su mundo lo que considera estúpido, cruel, feo, incluso incómodo”. En esta línea San Agustín consideraba la felicidad como la posesión de la sabiduría, que termina identificado con el conocimiento, el amor y la posesión de Dios, a la cual todas las otras felicidades quedan subordinadas.
Desde antiguo los moralistas han intentado distinguir entre lo que llamaríamos una felicidad “bestial”, que es no es considerada felicidad, sino mera apariencia de la misma, y “la felicidad eterna”, la felicidad final que será conocida como beatitud. Pero entre el exceso y la felicidad eterna algunos invitan a tomar el “camino de en medio”, que implica imponernos restricciones pequeñas en vez de radicales, en forma más positiva diríamos que se impone el tener pequeñas satisfacciones en vez de desenfrenos.
Es algo innegable que, más allá de lo que entendamos por felicidad: bienestar, placer, actividad contemplativa, el hombre quiere ser feliz. Se ha dicho que perseguir la felicidad es la obligación de los seres humanos, y más allá de que la felicidad sea considerada como un bien efímero, “es como una mariposa que irrumpe y nos deleita un instante”, buscamos alcanzarla por distintos caminos, a través del placer, en el cumplimiento del deber, en las prácticas devotas, en la quietud contemplativa, en la rectitud moral.
La fe cristiana, la aceptación de Jesús, nos ofrece un talante ético, una forma de ser y estar en el mundo, a través de la cual podemos llegar a ser felices, que no es otra que Cristo, que vivió siendo fiel a Dios, fiel al ser humano, que hizo de la práctica del bien su estilo de vida, y que invita a buscar el Reino de Dios y su justicia a sus seguidores. Por Reino de Dios debemos entender, no sólo el compartir un día, en el más allá, la vida con Dios, sino un nuevo ámbito de vida basado en el amor y que puede ser posible aquí y ahora.
El estilo de vida cristiano se expresa en unos hábitos del corazón que han quedado definidos en el famoso Sermón del monte, las bienaventuranzas (Mt 5, 3-10), en donde se nos invita a purificar nuestro corazón de sus instintos negativos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera felicidad no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, “ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura” (Catecismo de la doctrina cristiana).
La bondad de los pobres, bienaventurado los pobres, implica el desprendimiento, el no vivir atado a las cosas, ni seducidos por las riquezas, que no son malas, pero que cuando embotan el corazón humano le hace vivir cerrado en sí mismo. Es una llamada a vivir con sencillez, con sobriedad, a no convertirnos en consumidores compulsivos.
La bondad de los humildes, bienaventurados los mansos porque ellos heredarán la tierra. El humilde es el que es sincero con él y con los que le rodean, que no vive encerrado en los espejismos de aparentar lo que no es, que se sabe portador de valores y los pones al servicio de los demás.
La bondad de los justos, bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados. La pasión por la justicia es algo intrínsico al cristiano que debe llevarnos a estar contra la injusticia social, la exclusión de la convivencia, la injusticia económica, que acumula los bienes en manos de unos pocos, la injusticia religiosa, que divide a los seres en buenos y malos, la injusticia política, que rechaza al que no piensa, al que no sigue los dictados dominantes.
La bondad de los honestos, bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Implica reconocer que el ser humano, hombre o mujer, por sí mismo y porque es hijo de Dios, tiene una dignidad que nadie puede pisotear o ensuciar, que no es una cosa que puede ser manipulada, que no podemos reducirlo a un objeto de deseo y satisfacción.
La bondad de los pacíficos, bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados los hijos de Dios. Afirma la paz, el perdón y la indulgencia, como el ámbito de la vida humana y, por tanto, la superación de la violencia como formas de arreglar los conflictos.
Javier de la Cruz