De la Consagración del
Género Humano al Sagrado Corazón de Jesús
Encíclica "ANNUM SACRUM" (Extracto) DEL SANTO PADRE LEÓN XIII.
El
reino de Cristo también abraza a todos los hombres privados de la fe cristiana,
de suerte que la universalidad del género humano está realmente sumisa al poder
de Jesús. Quien es el Hijo Único de Dios Padre, que tiene la misma substancia
que El y que es "el esplendor de su gloria y figura de su substancia"
(Hebreos 1:3), necesariamente lo posee todo en común con el Padre; tiene pues
poder soberano sobre todas las cosas. Por eso el Hijo de Dios dice de sí mismo
por la boca del profeta: "Ya tengo yo consagrado a mi rey en Sión mi monte
santo... El me ha dicho: Tu eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Pídeme y te
daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra"
(Salmo 2: 6-8).
Por
estas palabras, Jesucristo declara que ha recibido de Dios el poder, ya sobre
la Iglesia, que viene figurada por la montaña de Sión, ya sobre el resto del
mundo hasta los límites más alejados. ¿Sobre qué base se apoya este soberano
poder? Se desprende claramente de estas palabras: "Tu eres mi Hijo."
Por esta razón Jesucristo es el hijo del Rey del mundo que hereda todo poder;
de ahí estas palabras: "Yo te daré las naciones por herencia". A
estas palabras cabe añadir aquellas otras análogas de san Pablo: "A quien
constituyó heredero universal."
Pero
hay que recordar sobre todo que Jesucristo confirmó lo relativo a su imperio,
no sólo por los apóstoles o los profetas, sino por su propia boca. Al
gobernador romano que le preguntaba:"¿Eres Rey tú?", el contestó sin
vacilar: "Tú lo has dicho: Yo soy rey!" (Juan 18:37)La grandeza de
este poder y la inmensidad infinita de este reino, están confirmados plenamente
por las palabras de Jesucristo a los Apóstoles: "Se me ha dado todo poder
en el Cielo y en la tierra." (Mt 28:18). Si todo poder ha sido dado a
Cristo, se deduce necesariamente que su imperio debe ser soberano, absoluto,
independiente de la voluntad de cualquier otro ser, de suerte que ningún poder
no pueda equipararse al suyo. Y puesto que este imperio le ha sido dado en el
cielo y sobre la tierra, se requiere que ambos le estén sometidos.
Efectivamente,
El ejerció este derecho extraordinario, que le pertenecía, cuando envió a sus
apóstoles a propagar su doctrina, a reunir a todos los hombres en una sola
Iglesia por el bautismo de salvación, a fin de imponer leyes que nadie pudiera
desconocer sin poner en peligro su eterna salvación. Pero esto no es todo.
Jesucristo ordena no sólo en virtud de un derecho natural y como Hijo de Dios
sino también en virtud de un derecho adquirido. Pues "nos arrancó del
poder de las tinieblas" (Colos. 1:13) y también "se entregó a si
mismo para la Redención de todos" (1 Tim 2:6).
No
solamente los católicos y aquellos que han recibido regularmente el bautismo
cristiano, sino todos los hombres y cada uno de ellos, se han convertido para
El "en pueblo adquirido." (1 P 2:9). También san Agustín tiene razón
al decir sobre este punto: "¿Buscáis lo que Jesucristo ha comprado? Ved lo
que El dio y sabréis lo que compró: La sangre de Cristo es el precio de la
compra. ¿Qué otro objeto podría tener tal valor? ¿Cuál si no es el mundo
entero? ¿Cuál sino todas las naciones? ¡Por el universo entero Cristo pagó un
precio semejante!" (Tract., XX in Joan.).
Santo
Tomás nos expone largamente porque los mismos infieles están sometidos al poder
de Jesucristo. Después de haberse preguntado si el poder judiciario de
Jesucristo se extendía a todos los hombres y de haber afirmado que la autoridad
judiciaria emana de la autoridad real, concluye netamente: "Todo está
sumido a Cristo en cuanto a la potencia, aunque no lo está todavía sometido en
cuanto al ejercicio mismo de esta potencia" (Santo Tomás, III Pars. q. 30,
a.4.). Este poder de Cristo y este imperio sobre los hombres, se ejercen por la
verdad, la justicia y sobre todo por la caridad.
Pero
en esta doble base de su poder y de su dominación, Jesucristo nos permite, en
su benevolencia, añadir, si de nuestra parte estamos conformes, la consagración
voluntaria. Dios y Redentor a la vez, posee plenamente y de un modo perfecto,
todo lo que existe. Nosotros, por el contrario, somos tan pobres y tan
desprovistos de todo, que no tenemos nada que nos pertenezca y que podamos
ofrecerle en obsequio. No obstante, por su bondad y caridad soberanas, no rehúsa
nada que le ofrezcamos y que le consagremos lo que ya le pertenece, como si
fuera posesión nuestra. No sólo no rehúsa esta ofrenda, sino que la desea y la
pide: "Hijo mío, dame tu corazón!" Podemos pues serle enteramente
agradables con nuestra buena voluntad y el afecto de nuestras almas.
Consagrándonos a Él, no solamente reconocemos y aceptamos abiertamente su
imperio con alegría, sino que testimoniamos realmente que si lo que le
ofrecemos nos perteneciera, se lo ofreceríamos de todo corazón; así pedimos a
Dios quiera recibir de nosotros estos mismos objetos que ya le pertenecen de un
modo absoluto. Esta es la eficacia del acto del que estamos hablando, y este es
el sentido de sus palabras.
Puesto
que el Sagrado Corazón es el símbolo y la imagen sensible de la caridad
infinita de Jesucristo, caridad que nos impulsa a amarnos los unos a los otros,
es natural que nos consagremos a este corazón tan santo. Obrar así, es darse y
unirse a Jesucristo, pues los homenajes, señales de sumisión y de piedad que
uno ofrece al divino Corazón, son referidos realmente y en propiedad a Cristo
en persona.
Nos
exhortamos y animamos a todos los fieles a que realicen con fervor este acto de
piedad hacia el divino Corazón, al que ya conocen y aman de verdad. Deseamos
vivamente que se entreguen a esta manifestación, el mismo día, a fin de que los
sentimientos y los votos comunes de tantos millones de fieles sean presentados
al mismo tiempo en el templo celestial.
Pero,
¿podemos olvidar esa innumerable cantidad de hombres, sobre los que aún no ha
aparecido la luz de la verdad cristiana? Nos representamos y ocupamos el lugar
de Aquel que vino a salvar lo que estaba perdido y que vertió su sangre para la
salvación del género humano todo entero. Nos soñamos con asiduidad traer a la
vida verdadera a todos esos que yacen en las sombras de la muerte; para eso Nos
hemos enviado por todas partes a los mensajeros de Cristo, para instruirles. Y
ahora, deplorando su triste suerte, Nos los recomendamos con toda nuestra alma
y los consagramos, en cuanto depende de Nos, al Corazón Sacratísimo de Jesús.
De
esta manera, el acto de piedad que aconsejamos a todos, será útil a todos.
Después de haberlo realizado, los que conocen y aman a Cristo Jesús, sentirán
crecer su fe y su amor hacia El. Los que conociéndole, son remisos a seguir su
ley y sus preceptos, podrán obtener y avivar en su Sagrado Corazón la llama de
la caridad. Finalmente, imploramos a todos, con un esfuerzo unánime, la ayuda
celestial hacia los infortunados que están sumergidos en las tinieblas de la
superstición. Pediremos que Jesucristo, a Quien están sometidos "en cuanto
a la potencia", les someta un día "en cuanto al ejercicio de esta
potencia". Y esto, no solamente "en el siglo futuro, cuando impondrá
su voluntad sobre todos los seres recompensando a los unos y castigando a los
otros" (Santo Tomás, id, ibidem.), sino aún en esta vida mortal, dándoles
la fe y la santidad. Que puedan honrar a Dios en la práctica de la virtud, tal
como conviene, y buscar y obtener la felicidad celeste y eterna.
Una
consagración así, aporta también a los Estados la esperanza de una situación
mejor, pues este acto de piedad puede establecer y fortalecer los lazos que
unen naturalmente los asuntos públicos con Dios. En estos últimos tiempos,
sobre todo, se ha erigido una especie de muro entre la Iglesia y la sociedad
civil. En la constitución y administración de los Estados no se tiene en cuenta
para nada la jurisdicción sagrada y divina, y se pretende obtener que la
religión no tenga ningún papel en la vida pública. Esta actitud desemboca en la
pretensión de suprimir en el pueblo la ley cristiana; si les fuera posible
hasta expulsarían a Dios de la misma tierra.
Siendo
los espíritus la presa de un orgullo tan insolente, ¿es que puede sorprender
que la mayor parte del género humano se debata en problemas tan profundos y
esté atacada por una resaca que no deja a nadie al abrigo del miedo y el
peligro? Fatalmente acontece que los fundamentos más sólidos del bien público,
se desmoronan cuando se ha dejado de lado, a la religión. Dios, para que sus
enemigos experimenten el castigo que habían provocado, les ha dejado a merced
de sus malas inclinaciones, de suerte que abandonándose a sus pasiones se
entreguen a una licencia excesiva.
De
ahí esa abundancia de males que desde hace tiempo se ciernen sobre el mundo y
que Nos obligan a pedir el socorro de Aquel que puede evitarlos. ¿Y quién es
éste sino Jesucristo, Hijo Único de Dios, "pues ningún otro nombre le ha
sido dado a los hombres, bajo el Cielo, por el que seamos salvados" (Act
4:12). Hay que recurrir, pues, al que es "el Camino, la Verdad y la
Vida".
El
hombre ha errado: que vuelva a la senda recta de la verdad; las tinieblas han
invadido las almas, que esta oscuridad sea disipada por la luz de la verdad; la
muerte se ha enseñoreado de nosotros, conquistemos la vida. Entonces nos será
permitido sanar tantas heridas, veremos renacer con toda justicia la esperanza
en la antigua autoridad, los esplendores de la fe reaparecerán; las espadas
caerán, las armas se escaparán de nuestras manos cuando todos los hombres acepten
el imperio de Cristo y sometan con alegría, y cuando "toda lengua profese
que el Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre" (Fil. 2:11).
En
la época en que la Iglesia, aún próxima a sus orígenes, estaba oprimida bajo el
yugo de los Césares, un joven emperador percibió en el Cielo una cruz que
anunciaba y que preparaba una magnífica y próxima victoria. Hoy, tenemos aquí
otro emblema bendito y divino que se ofrece a nuestros ojos: Es el Corazón
Sacratísimo de Jesús, sobre él que se levanta la cruz, y que brilla con un
magnífico resplandor rodeado de llamas. En él debemos poner todas nuestras
esperanzas; tenemos que pedirle y esperar de él la salvación de los hombres.
Finalmente,
no queremos pasar en silencio un motivo particular, es verdad, pero legítimo y
serio, que nos presiona a llevar a cabo esta manifestación. Y es que Dios,
autor de todos los bienes, Nos ha liberado de una enfermedad peligrosa. Nos
queremos recordar este beneficio y testimoniar públicamente Nuestra gratitud
para aumentar los homenajes rendidos al Sagrado Corazón.
Nos
decidimos en consecuencia, que el 9, el 10 y el 11 del mes de junio próximo, en
la iglesia de cada localidad y en la iglesia principal de cada ciudad, sean
recitadas unas oraciones determinadas. Cada uno de esos días, las Letanías del
Sagrado Corazón, aprobadas por nuestra autoridad, serán añadidas a las otras
invocaciones. El último día se recitará la fórmula de consagración que Nos os
hemos enviado, Venerables Hermanos, al mismo tiempo que estas cartas.
Como
prenda de los favores divinos y en testimonio de Nuestra Benevolencia, Nos
concedemos muy afectuosamente en el Señor la bendición Apostólica, a vosotros,
a vuestro clero y al pueblo que os está confiado.
Dado en Roma, el 25 de mayo
de 1899, el 22 de Nuestro Pontificado. León XIII, papa.
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