30 de noviembre de 2011

AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA


Benedicto XVI: Las fatigas no bloquean la oración de Jesús


El papa en la audiencia general siguió el ciclo sobre la plegaria

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 30 de noviembre de 2011 (ZENIT.org).- A continuación les ofrecemos la catequesis que el Santo Padre Benedicto XVI ha realizado al dirigirse a los fieles congregados para la audiencia de los miércoles, provenientes de Italia y de todas las partes del mundo. La catequesis continúa el ciclo de la oración.
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Queridos hermanos y hermanas, en las últimas catequesis hemos reflexionado sobre algunos ejemplos de oración en el Antiguo Testamento, hoy comenzamos a mirar a Jesús, a su oración, que atraviesa toda su vida, como un canal secreto que irriga la existencia, las relaciones, los gestos y que lo guía, con progresiva firmeza, al don total de sí mismo, según el proyecto de amor de Dios Padre. Él es el maestro también de nuestra oración, incluso Él es el apoyo activo y fraternal de nuestro dirigirnos al Padre. Verdaderamente, como resume un título del Compendio del Catecismo de la Iglesia: “la oración se revela y actúa plenamente en Jesús” (541-547). A Él nos vamos a referir en las próximas catequesis. Un momento particularmente significativo de su camino es la oración que sigue al Bautismo al que se somete en el río Jordán. El evangelista Lucas dice que Jesús, después de haber recibido, junto a todo el pueblo, el bautismo por mano de Juan el Bautista, entra en una oración muy personal y prolongada.

Escribe: “Todo el pueblo se hacía bautizar, y también fue bautizado Jesús. Y mientras estaba orando, se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal, como una paloma” (Lc 3, 21-22). Es este “mientras estaba orando”, en diálogo con el Padre, lo que ilumina la acción que ha realizado junto a tantos otros de su pueblo que habían llegado a la orilla del Jordán. Rezar le da a su gesto, el Bautismo, un trato exclusivo y personal. El Bautista había hecho un fuerte llamamiento a vivir plenamente como “hijos de Abraham”, convirtiéndose al bien y dando frutos dignos de este cambio (cfr Lc 3,7-9). Y un gran número de israelitas se movió, como recuerda el evangelista Marcos, que escribe: “Toda la gente de Judea y todos los habitantes de Jerusalén acudían a él, y se hacían bautizar en las aguas del Jordán, confesando sus pecados” (Mc 1,5). El Bautista aportaba algo realmente nuevo: someterse al Bautismo debía marcar un cambio determinante, dejar una conducta ligada al pecado e iniciar una vida nueva. También Jesús acepta esta invitación, entre en la gris multitud de los pecadores que esperan en la orilla del Jordán. También a nosotros, como a los primeros cristianos, nos surge esta pregunta: ¿por qué Jesús se somete voluntariamente a este bautismo de penitencia y de conversión? Él no había pecado, no tenía necesidad de convertirse. Entonces ¿por qué realizar este gesto? El Evangelista Mateo describe el estupor del Bautista que afirma: “Juan se resistía, diciéndole: 'Soy yo el que tiene necesidad de ser bautizado por ti, ¡y eres tú el que viene a mi encuentro!'” (Mt 3,14) y la respuesta de Jesús: “Ahora déjame hacer esto, porque conviene que así cumplamos todo lo que es justo” (v.15). El sentido de la palabra “justicia” en el mundo bíblico es aceptar plenamente la voluntad de Dios. Jesús muestra su cercanía a la parte de su pueblo que, siguiendo al Bautista, reconoce como insuficiente el considerarse sencillamente hijos de Abraham, sino que quiere cumplir la voluntad de Dios, quiere comprometerse para que su propio comportamiento sea una respuesta fiel a la alianza ofrecida por Dios en Abraham.

Entrando entonces en el río Jordán, Jesús, sin pecado, hace visible su solidaridad con los que reconocen sus propios pecados, eligen arrepentirse y cambian de vida; hace comprensible que formar parte del pueblo de Dios quiere decir entrar en una óptica de novedad de vida, de vida según Dios. En este gesto, Jesús anticipa la cruz, da comienzo a su actividad tomando el lugar de los pecadores, asumiendo sobre sus hombros el peso de la culpa de la humanidad entera, cumpliendo la voluntad del Padre.

Recogiéndose en oración, Jesús muestra el íntimo vínculo con el Padre que está en los Cielos, experimenta su paternidad, asume la belleza exigente de su amor, y en el coloquio con el Padre recibe la confirmación de su misión. En las palabras que resuenan en el Cielo (cfr Lc 3,22), hay un anticipo del misterio pascual, de la cruz y de la resurrección. La voz divina le define como: “Mi Hijo, el amado”, recordando a Isaac, el amadísimo hijo que el padre Abraham estaba dispuesto a sacrificar, según la orden de Dios (cfr Gen 22,1-14).

Jesús no es solo el Hijo de David, descendiente mesiánico real, o el Siervo en el que Dios se complace, sino que es el Hijo unigénito, el amado, igual que Isaac, que Dios Padre entrega para la salvación del mundo. En el momento en que, a través de la oración, Jesús vive en profundidad su filiación y la experiencia de la Paternidad de Dios (cfr Lc 3,22b), desciende el Espíritu Santo (cfr Lc 3,22a), que lo guía en su misión y que Él difundirá después de haber sido levantado en la cruz (cfr Jn 1,32-34; 7,37-39), para que ilumine la obra de la Iglesia. En la oración, Jesús vive un ininterrumpido contacto con el Padre para realizar hasta el final el proyecto de amor para los hombres. Sobre el trasfondo de esta extraordinaria oración, está la entera existencia de Jesús vivida en una familia profundamente ligada con la tradición religiosa del pueblo de Israel. Lo demuestran las referencias que encontramos en los Evangelios: su circuncisión (cfr Lc 2,21) y la presentación en el templo (cfr Lc 2,22-24), así como la educación y la formación en Nazareth, en la Santa Casa (cfr Lc 2,39-40 y 2,51-52). Se trata de “casi treinta años” (Lc 3, 23), un largo tiempo de vida escondida, aunque con experiencias de participación en momentos de expresión religiosa comunitaria, como las peregrinaciones a Jerusalén (cfr Lc 2,41). Narrándonos el episodio de Jesús que, a los doce años de edad, va al templo y se sienta a enseñar a los maestros (cfr Lc 2,42-52), el evangelista Lucas deja entrever que Jesús, quien reza después del bautismo del Jordán, tiene una larga costumbre de oración íntima con Dios Padre, radicada en las tradiciones, en el estilo de vida de su familia, en las experiencias decisivas vividas en ella. La repuesta del niño de doce años a José y a María indica ya esta filiación divina, que la voz celestial manifiesta después del bautismo: “¿Por qué me buscábais? ¿No sabíais que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?” (Lc 2,49).

Al salir de las aguas del Jordán, Jesús no inaugura su oración, sino que continúa su relación contante, habitual con el Padre; y, en esta unión íntima con Él, da el paso de su vida escondida de Nazaret a su ministerio público. La enseñanza de Jesús sobre la oración viene, seguramente, de su forma de rezar adquirida en familia, pero que tiene su origen profundo y esencial en el hecho de ser el Hijo de Dios, en su relación única con Dios Padre.

El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica --respondiendo a la pregunta: ¿de quién aprendió Jesús a rezar?, dice- “Jesús, según su corazón de hombre, aprendió a rezar de su Madre y de la tradición hebrea. Pero su oración surge de una fuente más secreta, ya que es el Hijo eterno de Dios que, en su santa humanidad, dirige a su Padre la oración filial perfecta” (541). En la narración evangélica, las ambientaciones de la oración de Jesús se colocan siempre en la encrucijada entre la inserción en la tradición de su pueblo, y la novedad de una relación personal y única con Dios. “El lugar desierto” (cfr Mc 1,35; Lc 5,16) al que a menudo se retira, “el monte” donde sube a rezar (cfr Lc 6,12; 9,28), “la noche” que le permite la soledad (cfr Mc 1,35; 6,46-47; Lc 6,12), recuerdan momentos del camino de la revelación de Dios en el Antiguo Testamento, indicando así la continuidad de su proyecto salvífico. Al mismo tiempo, marcan momentos de particular importancia para Jesús, que conscientemente acepta este plan, plenamente fiel a la voluntad del Padre. También en nuestra oración debemos aprender, cada vez más, a entrar en la historia de salvación donde Jesús es el culmen, renovar ante Dios nuestra decisión personal de abrirnos a su voluntad, pedirle a Él la fuerza de conformar nuestra voluntad a la suya, en toda nuestra vida, en obediencia a su proyecto de amor para nosotros. La oración de Jesús toca todas las fases de su ministerio y todas sus jornadas. Las fatigas no la bloquean.

Los Evangelios, incluso, dejan traslucir, una costumbre de Jesús de pasar en oración parte de la noche. El evangelista Marcos relata una de estas noches, después de la pesada jornada de la multiplicación de los panes, y escribe: “En seguida, Jesús obligó a sus discípulos a que subieran a la barca y lo precedieran a la otra orilla, hacia Betsaida, mientras él despedía a la multitud. Una vez que los despidió, se retiró a la montaña para orar. Al caer la tarde, la barca estaba en medio del mar y él permanecía solo en tierra” (Mc 6,45-47). Cuando las decisiones se convierten en algo urgente y complejo, su oración se hace cada vez más larga e intensa. En la inminente elección de los Doce Apóstoles, por ejemplo, Lucas destaca la duración de la oración preparatoria de Jesús: “En esos días, Jesús se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió a doce de ellos, a los que dio el nombre de Apóstoles” (Lc 6,12-13).

Observando la oración de Jesús, deben surgirnos diversas preguntas: ¿Cómo rezo yo?¿Cómo rezamos nosotros?¿Qué tiempo dedicamos a la relación con Dios? ¿Es suficiente la educación y formación a la oración actualmente? ¿Quién nos puede enseñar?

En la exhortación apostólica Verbum Domini, hablé de la importancia de la lectura orante de las Sagradas Escrituras. Recogiendo todos los aspectos que surgieron en la Asamblea del Sínodo de los Obispos, destaqué particularmente la forma específica de la lectio divina. Escuchar, meditar, callar ante el Señor que habla, es un arte que se aprende practicándolo con constancia. Ciertamente, la oración es un don que exige, sin embargo, el ser acogido; es una obra de Dios, pero que exige compromiso y continuidad por nuestra parte, sobre todo la continuidad y la constancia son importantes. Justo la experiencia ejemplar de Jesús muestra que su oración, animada por la paternidad de Dios y por la comunión del Espíritu, se profundiza en un prolongado y fiel servicio, hasta el Huerto de los Olivos y la Cruz.

Hoy los cristianos estamos llamados a ser testigos de la oración, porque nuestro mundo está a menudo cerrado al horizonte divino y a la esperanza que lleva el encuentro con Dios. Que en la amistad profunda con Jesús y viviendo en Él y con Él la relación filial con el Padre, a través de nuestra oración fiel y constante, podamos abrir las ventanas hacia el Cielo de Dios. Incluso en el recorrido del camino de la oración, sin consideraciones humanas, que podamos ayudar a otros a recorrerlo: también para la oración cristiana es verdad que, caminando, se abren caminos. Queridos hermanos y hermanas, eduquémonos en una relación intensa con Dios, en una oración que no sea intermitente, sino constante, llena de confianza, capaz de iluminar nuestra vida, como nos enseña Jesús. Y pidámosle que podamos comunicar a las personas que están cerca de nosotros, a los que nos encontramos por las calles, la alegría del encuentro con el Señor, luz de nuestra existencia. Gracias.

29 de noviembre de 2011

San Gregorio Nacianceno: ¡Qué admirable intercambio!

Abramos nuestro corazón al Espíritu Santo. Las meditaciones de los Santos Padres deben ser nuestro alimento, nos ayuda a comprender los misterios de nuestra fe. Este tiempo de Adviento es tiempo de amor, para crecer en la caridad de Cristo. Hemos de perseverar atentamente a su venida.

Martes, I semana de Adviento;
San Gregorio Nacianceno. Sermón 5,9.22.26.28
¡Qué admirable intercambio!

El Hijo de Dios en persona, Aquel que existe desde toda la eternidad, aquel que es invisible, incomprensible, incorpóreo, principio de principio, Luz de luz, Fuente de vida e inmortalidad expresión del supremo arquetipo, sello inmutable, imagen fidelísima, palabra y pensamiento del Padre, Él mismo viene en ayuda de la criatura, que es su imagen: por amor del hombre se hace hombre, por amor a mi alma se une a un alma intelectual, para purificar a aquellos a quienes se ha hecho semejante, asumien­do todo lo humano, excepto el pecado. Fue concebido en el seno de la Virgen, previamente purificada en su cuerpo y en su alma por el Espíritu (ya que convenía hon­rar el hecho de la generación, destacando al mismo tiem­po la preeminencia de la virginidad); y así, siendo Dios, nació con la naturaleza humana que había asumido, y unió en su persona dos cosas entre sí contrarias, a saber, la carne y el espíritu, de las cuales una confirió la divi­nidad, otra la recibió.

Enriquece a los demás, haciéndose pobre él mismo, ya que acepta la pobreza de mi condición humana para que yo pueda conseguir las riquezas de su divinidad.

Él, que posee en todo la plenitud, se anonada a sí mismo, ya que, por un tiempo, se priva de su gloria, para que yo pueda ser partícipe de su plenitud.

¿Qué son estas riquezas de su bondad? ¿Qué es este misterio en favor mío? Yo recibí la imagen divina, mas no supe conservarla. Ahora él asume mi condición huma­na, para salvar aquella imagen y dar la inmortalidad a esta condición mía; establece con nosotros un segundo consorcio mucho más admirable que el primero.

Convenía que la naturaleza humana fuera santificada mediante la asunción de esta humanidad por Dios; así, superado el tirano por una fuerza superior, el mismo Dios nos concedería de nuevo la liberación y nos llamaría a sí por mediación del Hijo. Todo ello para gloria del Padre, a la cual vemos que subordina siempre el Hijo toda su actuación.
El buen Pastor que dio su vida por las ovejas salió en busca de la oveja descarriada, por los montes y collados donde sacrificábamos a los ídolos; halló a la oveja des­carriada y, una vez hallada, la tomó sobre sus hombros, los mismos que cargaron con la cruz, y la condujo así a la vida celestial.
A aquella primera lámpara, que fue el Precursor, si­gue esta luz clarísima; a la voz, sigue la Palabra; al amigo del esposo, el esposo mismo, que prepara para el Señor un pueblo bien dispuesto, predisponiéndolo para el Espí­ritu con la previa purificación del agua.

Fue necesario que Dios se hiciera hombre y muriera, para que nosotros tuviéramos vida. Hemos muerto con él, para ser purificados; hemos resucitado con él, porque con él hemos muerto; hemos sido glorificados con él, porque con él hemos resucitado.
(L.H. Tomo I, pág. 146-148. 1984)

27 de noviembre de 2011

EN ESTADO DE ALERTA Y ESPERANZA

MARCOS: 13, 33-37. “Por tanto, permaneced despiertos ...
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Se me ocurre traer hoy, a primera página, esta reflexión de cada día, que publico en mi blog de "Dodim a agapé", y también en "Un rincón para orar", con motivo del Adviento, como aportación a la comunidad bloguera en mi afán de compartir y de, por la Gracia del ESPÍRITU SANTO, fortalecernos, animarnos y apoyarnos en nuestro común camino hacia la Casa del PADRE.

Sólo así, entiendo, nos fortalecemos y nos motivamos para estar, como la Palabra de hoy nos invita, a permanecer vigilantes, firmes como rocas y despierto para cuando llegue la hora de presentarnos delante del SEÑOR.

Necesitamos vernos para que con nuestras palabras, nuestras miradas, nuestra presencia, también virtual, y nuestro amor transmitirnos la esperanza de que JESÚS vive entre nosotros. Necesitamos hacerlo presente entre nosotros, y vivirle al esforzarnos en amarnos entre nosotros y todos los hombres próximos a nosotros.

Necesitamos perseverar, tener paciencia y aguantarnos; soportarnos y desvivirnos los unos por los otros. Moderarnos, disponernos a ser últimos y no primeros, a servirnos, a entregarnos y a vivir en el amor. Es decir, a estar vigilantes, porque de eso se trata, no cuanto a descubrir a otros, sino a llevar las manos cargadas de amores a otros.

Sabemos por experiencia que cuando se consigue lo que se persigue se acaba un ciclo. Y, acabado este, empieza uno nuevo, pues ahí terminan nuestras esperanzas y necesitamos seguir manteniéndolas para vivir esperanzados.

La esperanza de alcanzar, lo que aquí nunca conseguiremos, nos invita a permanecer siempre en estado de alerta (ver aquí), despiertos e ilusionados en alcanzar un día lo que todos deseamos de forma ardiente y desesperada: "La vida eterna en plenitud". No buscamos otra cosa, y eso, sabido perfectamente por Quien nos creó, nos motiva y alienta a no desesperar, sino creer, sobre todo confiar, y permanecer en alerta vigilancia.

Cada bombilla, se me ocurre ahora, puede significar un trimestre del año, y puede ser un compromiso en tratar de permanecer en estado de adviento cada trimestre con nuestro corazón encendido y presto a estar preparado.

Más, ¿qué vigilancia? Vigilancia de vivirle y de, con nuestra vida, dar testimonio de su amor y corresponderle con su amor. Esa es la esencia de nuestra vida, para y por el amor hemos sido creado. De tal forma que, si no hacemos de nuestra vida un ideal de amar, sobre todo a quienes más nos cuesta, no estamos cumpliendo con nuestra actitud de permanecer en estado vigilante y de alerta.

Una vez más, la esencia de nuestra vida es el amor, y desde ahí no se entiende todo lo que sea desamor, y menos la muerte y destrucción humana de millones de niños vivos en el vientre de sus madres. Vigilantes es estar en permanente lucha para que el mundo sea cada día un poco más amor y menos desamor.

Necesitamos, SEÑOR, convertirnos cada día, hoy más
que ayer y menos que mañana, pero sólo no
sabremos hacerlo.

Necesitamos tu presencia viva en nosotros, no dormida
ni pasiva, sino activa, encendida, caliente y
ávida de quemar, de contagiar de
transmitir amor que busca
la vida y excluye
la muerte. Amén.

23 de noviembre de 2011

AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA



Benedicto XVI: En África he visto la frescura del 'sí' a la vida

Sed sembradores de esperanza, dijo en la Audiencia el papa

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 23 de noviembre de 2011 (ZENIT.org).- A continuación les ofrecemos la catequesis que Benedicto XVI ha dirigido este miércoles a los fieles congregados para la tradicional Audiencia de los miércoles, provenientes de Italia y de todo el mundo. La catequesis de hoy se ha centrado en el último viaje apostólico que el papa realizó a Benín.
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Queridos hermanos y hermanas, tengo todavía presentes las impresiones que me ha suscitado el reciente Viaje Apostólico a Benín, sobre el que quiero detenerme hoy. Surge de forma espontánea de mi corazón el dar las gracias al Señor, Él ha querido que volviera a África por segunda vez como sucesor de Pedro, con ocasión del 150 aniversario del inicio de la evangelización de Benín y para firmar y entregar oficialmente a las comunidades eclesiales africanas la Exhortación Apostólica post-sinodal Africae munus.

En este importante documento, después de haber reflexionado sobre los análisis y sobre las propuestas planteadas por la Segunda Asamblea Especial para África del Sínodo de los Obispos, que tuvo lugar en el Vaticano en octubre de 2009, he querido ofrecer algunas directrices para la acción pastoral en el gran Continente Africano. Al mismo tiempo, he querido rendir homenaje y rezar sobre la tumba de un ilustre hijo de Benín y de África, y un gran hombre de la Iglesia, el inolvidable cardenal Bernardin Gantin, cuya memoria venerada está más viva que nunca en su país, que lo considera un Padre de su patria y de todo el Continente. Deseo hoy repetir mi más vivo agradecimiento a los que han contribuido a la realización de mi peregrinación. Antes que nada estoy muy agradecido al señor presidente de la República, que con gran cortesía me ofreció un cordial saludo en su nombre y en el de todo el país; al arzobispo de Cotonou y a los demás venerados hermanos en el episcopado, que me han acogido con afecto. Agradezco, además, a los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, los diáconos, los catequistas y los innumerables hermanos y hermanas, que con tanta fe y calor me han acompañado durante estos días de gracia. Hemos vivido juntos una impresionante experiencia de fe y de renovado encuentro con Jesucristo vivo, en el contexto del 150º aniversario de la evangelización de Benín. He ofrecido los frutos de la Segunda Asamblea Especial para África del Sínodo de los Obispos a los pies de la Virgen Santa, venerada en Benín especialmente en la Basílica de la Inmaculada Concepción de Ouidah.

Sobre el modelo de María, la Iglesia en África ha acogido la Buena Nueva del Evangelio, generando muchos pueblos a la fe. Ahora las comunidades cristianas de África -como se destaca ya sea del tema del Sínodo así como del lema de mi Viaje Apostólico- están llamadas a renovarse en la fe para estar, cada vez más, al servicio de la reconciliación, de la justicia y de la paz. Se las invita a reconciliarse en su interior para convertirse en instrumentos gozosos de la misericordia divina, cada una aportando sus propias riquezas espirituales y materiales para el compromiso común. Este espíritu de reconciliación es indispensable, naturalmente, también en el plano civil y necesita una apertura a la esperanza que debe animar también la vida socio política y económica del continente, como tuve la oportunidad de destacar en el encuentro con las Instituciones políticas, el Cuerpo Diplomático y los Representantes de las Religiones.

En esta circunstancia, quise poner de relieve sobre todo la esperanza que debe animar el camino del continente, destacando el ardiente deseo de libertad y de justicia que, especialmente en estos últimos meses, anima los corazones de numerosos pueblos africanos. Destaqué también la necesidad de construir una sociedad en la que las relaciones entre etnias y religiones distintas se caractericen por el diálogo y la armonía. Invité a todos a ser sembradores de esperanza en todas las realidad y ambientes. Los cristianos son, en sí mismos, hombres de esperanza que no se pueden despreocupar de sus propios hermanos y hermanas: recordé esta verdad también a la inmensa multitud que vino para la celebración eucarística dominical en el estadio de la Amistad en Cotonú.

Esta Misa del domingo fue un extraordinario momento de oración y de fiesta en la que tomaron parte miles de fieles de Benín y de otros países africanos, desde los más ancianos hasta los más jóvenes: un maravilloso testimonio de cómo la fe consigue unir a las generaciones y sabe responder a los desafíos de todas las épocas de la vida. Durante esta impresionante y solemne celebración, entregué a los presidentes de las Conferencias Episcopales de África la exhortación apostólica postsinodal Africae Munus –que firmé el día anterior en Ouidah- destinada a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, a los catequistas y a los laicos de todo el continente africano. Confiándoles a ellos los frutos de la Segunda Asamblea Especial para África del Sínodo de los Obispos, les pedí que la meditasen atentamente y que la viviesen en plenitud, para responder eficazmente a la comprometida misión evangelizadora de la Iglesia peregrina en el África del tercer milenio. En este importante texto, todos los fieles encontrarán las líneas fundamentales que guiarán y animarán el camino de la Iglesia en África, llamada a ser, cada vez más, la “sal de la tierra” y la “luz del mundo”. A todos ellos dirigí el llamamiento a ser constructores incansables de comunión, de paz y de solidaridad, para cooperar así en la realización del plano de Dios para la salvación de la humanidad. Los africanos respondieron con entusiasmo a la invitación del Papa, y en sus rostros, en su fe ardiente, en su adhesión convencida al Evangelio de la vida, reconocí, de nuevo, los signos consoladores de esperanza para el gran continente africano. Toqué con la mano estos signos, también, en el encuentro con los niños y con el mundo del sufrimiento. En la iglesia parroquial de Santa Rita, pude gustar el gozo de vivir, la alegría y el entusiasmo de las nuevas generaciones que son el futuro de África.

Ante las filas festivas de los niños, uno de los muchos recursos y riquezas del continente, destaqué la figura de san Kizito, un niño de Uganda, asesinado porque quería vivir según el Evangelio, y exhorté a cada uno de ellos a testificar a Jesús ante sus propios coetáneos.

La visita al Foyer “Paz y Alegría”, gestionado por las Misioneras de la Caridad de la Madre Teresa, me hizo vivir un momento de gran conmoción al encontrarme con niños abandonados y enfermos y me consintió ver concretamente cómo el amor y la solidaridad saben hacer presente, en la debilidad, la fuerza y el afecto de Cristo Resucitado. La alegría y el ardor apostólico que he observado en los sacerdotes, los religiosos, las religiosas, los seminaristas y los laicos, congregados en gran número, constituye un signo de segura esperanza para el futuro de la Iglesia en Benín. En la exhortación a todos a una fe auténtica y viva y a una vida cristiana caracterizada por la práctica de las virtudes, animé a todos a vivir la respectiva misión en la Iglesia con fidelidad a las enseñanzas del Magisterio, en comunión entre ellos y con los pastores, indicando especialmente a los sacerdotes la vía de la santidad, en la conciencia de que el ministerio no es una simple función social, sino que es el llevar a Dios al hombre y el hombre a Dios.

Momento intenso de comunión fue el encuentro con el episcopado de Benín, para reflexionar en particular sobre el origen del anuncio evangélico en su país, obra de los misioneros que generosamente dieron sus vidas, a veces de forma heroica, para que el amor de Dios fuese anunciado a todos. A los obispos he dirigido la invitación de poner por obra iniciativas pastorales para suscitar en las familias, en las parroquias, en las comunidades y en los movimientos eclesiales un constante redescubrimiento de las Sagradas Escrituras, como fuente de renovación espiritual y ocasión de profundización en la propia fe.

De este renovado enfoque de la Palabra de Dios y del redescubrimiento del propio Bautismo, los fieles laicos encontrarán la fuerza para testificar su fe en Cristo y en su Evangelio en la vida cotidiana.

En esta fase crucial para todo el continente, la Iglesia en África, con su compromiso al servicio del Evangelio, con el valiente testimonio de solidaridad activa, podrá ser protagonista de una nueva época de esperanza.

En África he visto la frescura del “sí” a la vida, una frescura del sentido religioso y de la esperanza, una percepción de la realidad en su totalidad con Dios y no reducida a un positivismo que, al final, apaga la esperanza. Todo esto nos dice que en aquel continente hay una reserva de vida y de vitalidad para el futuro, sobre la que nosotros podemos contar, sobre la que la Iglesia puede contar. 

Este viaje mío ha constituido un gran llamamiento para África, para que oriente todos sus esfuerzos en anunciar el Evangelio a los que todavía no lo conocen. Se trata de un compromiso renovado para la evangelización, a la que todo bautizado está llamado, promoviendo la reconciliación, la justicia y la paz.

A María, Madre de la Iglesia y Nuestra Señora de África confío a todos con los que me he encontrado en este inolvidable Viaje Apostólico. A Ella le encomiendo la Iglesia de África. Que la intercesión maternal de María “cuyo corazón siempre está orientado a la voluntad de Dios, sostenga todo compromiso de conversión, consolide toda iniciativa de reconciliación y haga eficaz todo esfuerzo a favor de la paz en un mundo que tiene hambre y sed de justicia” (Africae munus, 175). Gracias.

16 de noviembre de 2011

INVITACIÓN A UNA LABORIOSA Y ALEGRE VIGILANCIA


El papa comentó en el Ángelus la parábola de los talentos

CIUDAD DEL VATICANO, domingo 13 noviembre 2011 (ZENIT.org).- Como todos los domingos, esta mañana, a las doce de mediodía, se celebró el tradicional rezo mariano del Ángelus con Benedicto XVI, que se asomó a la ventana de su despacho, en el Palacio Apostólico Vaticano, para orar con los fieles y peregrinos llegados a la plaza de San Pedro.
Estas son las palabras del Papa en la introducción de la oración mariana.
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Antes del Ángelus
¡Queridos hermanos y hermanas!
La Palabra de Dios de este domingo --el penúltimo del año litúrgico- nos advierte de la fugacidad de la existencia terrenal y nos invita a vivirla como una peregrinación, manteniendo la mirada en la meta, en aquél Dios que nos ha creado y, porque nos ha hecho para sí (cfr San Agustín, Conf. 1,1), es nuestro destino último y el sentido de nuestro vivir. 

Paso obligado para llegar a tal realidad definitiva es la muerte, seguida del juicio final. El apóstol Pablo recuerda que “el día del Señor vendrá como un ladrón de noche” (1 Ts 5,2), es decir sin previo aviso. La conciencia del retorno glorioso del Señor Jesús nos impulsa a vivir en una actitud de vigilancia, esperando su manifestación en la constante memoria de su primera venida.

En la conocida parábola de los talentos –que narra el evangelista Mateo (cfr 25,14-30)--, Jesús relata la historia de tres siervos a los que el amo, en el momento de partir para un largo viaje, les confía sus fondos. Dos de ellos se comportan bien, porque hacen fructificar los bienes recibidos el doble. El tercero, en cambio, esconde el dinero recibido en un agujero. Al volver a casa, el amo pide cuentas a los servidores de lo que les había confiado y, mientras se complace con los dos primeros, se queda desilusionado con el tercero. Aquél servidor, en efecto, que mantuvo escondido el talento sin revalorizarlo, hizo mal sus cálculos: se comportó como si su amo ya no fuera a regresar, como si no hubiera un día en el que le pediría cuentas de su actuación. Con esta parábola, Jesús quiere enseñar a los discípulos a usar bien sus dones: Dios llama a cada hombre a la vida y le entre talentos, confiándole al mismo tiempo una misión que cumplir. Sería de tontos pensar que estos dones se nos deben, así como renunciar a emplearlos sería menoscabar el fin de la propia existencia. Comentando esta página evangélica, san Gregorio Magno nota que a nadie el Señor le hace falta el don de su caridad, del amor. Escribe: “Por esto es necesario, hermanos míos, que pongáis todo cuidado en la custodia de la caridad, en toda acción que tengáis que realizar” (Homilías sobre los Evangelios9,6). Y tras precisar que la verdadera caridad consiste en amar tanto a los amigos como a los enemigos, añade: “Si uno adolece de esta virtud, pierde todo bien que tiene, es privado del talento recibido y es arrojado fuera, a las tinieblas” (ibidem).

¡Queridos hermanos, acojamos la invitación a la vigilancia, a la que tantas veces nos llaman las Escrituras! Es la actitud de quien sabe que el Señor volverá y querrá ver en nosotros los frutos de su amor. La caridad es el bien fundamental que nadie puede dejar de hacer fructificar y sin el cual todo otro don es vano (cfr 1 Cor13,3). Si Jesús nos ha amado hasta el punto de dar su vida por nosotros (cfr 1 Jn 3,16), ¿cómo podríamos no amar a Dios con todas nuestras fuerzas y amarnos de verdadero corazón los unos a los otros? (cfr 1 Jn 4,11) Sólo practicando la caridad, también nostros podremos participar en la alegría del Señor. Que la Virgen María sea nuestra maestra de laboriosa y alegre vigilancia en el camino hacia el encuentro con Dios.

Después del Ángelus
Queridos amigos,
Se celebra hoy la Jornada Mundial de la Diabetes, enfermedad crónica que aflige a muchas personas, incluso jóvenes. Ruego por todos estos hermanos y hermanas, y por cuantos comparten cada día su fatiga; como también los profesionales de la salud y los voluntarios que les asisten.

Hoy la Iglesia italiana celebra la Jornada de Acción de Gracias. Mirando a los frutos de la tierra que también este año el Señor nos ha donado, reconocemos que el trabajo del hombre sería vano si Él no lo hiciera fecundo. “Sólo con Dios hay futuro en nuestros campos”. Mientras damos gracias, comprometámonos a respetar la tierra que Dios nos ha confiado.
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Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española que han participado en esta oración mariana del Ángelus. En la liturgia de hoy, la Palabra de Dios nos exhorta a la sobriedad, a la vigilancia y a una vida cristiana activa y diligente. Los dones que el Señor ha depositado en nosotros son un tesoro que hemos de enriquecer cada día, como tierra fértil que da buenos frutos, y contribuir así a la edificación de la Iglesia y de la sociedad. Que la Virgen María nos acompañe en este servicio a la obra salvadora de Cristo. Muchas gracias y feliz domingo.

9 de noviembre de 2011

EL SEÑOR, LA MEJOR HEREDAD


El salmo 119 comentado en la catequesis papal de hoy

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 9 de noviembre de 2011 (ZENIT.org).- A continuación les ofrecemos la catequesis que Benedicto XVI ha dirigido a los fieles y peregrinos congregados para la Audiencia de este miércoles, provenientes de Italia y de todas las partes del mundo. La catequesis forma parte del ciclo que el papa dedica a la oración.
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¡Queridos hermanos y hermanas!
En catequesis pasadas hemos meditado sobre algunos salmos que son ejemplos de los géneros típicos de la oración: lamento, confianza, alabanza. En la catequesis de hoy querría detenerme en el salmo 119 según la tradición judía, 118 según la tradición grecolatina: un salmo muy particular, único en su género. Antes que nada lo es por su extensión: está compuesto, de hecho, por 176 versos divididos en 22 estrofas de 8 versos cada una.

Después tiene la particularidad de ser un “acróstico alfabético”: está construido según el alfabeto hebreo que está compuesto de 22 letras. Cada estrofa corresponde a una letra de este alfabeto y con esta letra comienza la primera palabra de los ocho versos de la estrofa. Se trata de una construcción literaria original y muy difícil, en la que el autor del salmo tuvo que desplegar todo su ingenio. Pero lo que para nosotros es importante es el tema central del salmo: es un imponente y solemne canto sobre la Torah del Señor, es decir sobre la Ley, término que, en su acepción más amplia y completa, hay que entender como enseñanza, instrucción, directiva de vida; la Torah es revelación, es la Palabra de Dios que interpela al hombre y que provoca en él la respuesta de obediencia confiada y de amor generoso. Y de amor por la Palabra de Dios de lo que esta impregnado todo este salmo, que celebra la belleza, la fuerza salvífica, la capacidad de dar alegría y vida. Porque la Ley divina no es un yugo pesado de esclavitud, sino don de gracia que nos hace libres y que nos lleva a la felicidad. “Mi alegría está en tus preceptos: no me olvidaré de tu palabra” (v.16), afirma el Salmista; y después: “Condúceme por la senda de tus mandamientos, porque en ella tengo puesta mi alegría” (v.35); y de nuevo: “¡Cuánto amo tu ley, todo el día la medito!” (v.97). La ley del Señor, su Palabra, es el centro de la vida del orante; en ella encuentra el consuelo, la medita, la conserva en su corazón: “Conservo tu palabra en mi corazón, para no pecar contra ti” (v.11), y este es el secreto de la felicidad del salmista; y aún más: “Los orgullosos traman engaños contra mí: pero yo observo tus preceptos” (v.69).

La fidelidad del salmista nace de la escucha de la Palabra, de custodiarla en lo más íntimo, meditándola y amándola, como María, que “custodiaba, meditándolas en su corazón” las palabras que le habían sido dirigidas y los sucesos maravillosos en los que Dios se revelaba, pidiendo su sí(cfr Lc 2,19.51). Y si nuestro salmo comienza con los primeros versos proclamando “beato” a “quien camina en la Ley del Señor” (v.1b) y a “quien custodia sus enseñanzas” (v.2a), es también la Virgen María la que lleva a cumplimiento la perfecta figura del creyente descrito por el salmista. Es Ella, de hecho, la verdadera “beata”, proclamada como tal por Isabel por “haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor”(Lc 1,45), y es de Ella y de su fe de quien el mismo Jesús da testimonio cuando, a la mujer que gritaba “Bendito el seno que te ha llevado”, responde: “Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican”(Lc 11,27-28). Cierto, María es bendita porque en su seno llevó al Salvador, pero sobre todo porque acogió el anuncio de Dios, porque fue una guardiana atenta y amorosa de su Palabra.

El salmo 119 está, por tanto, tejido en torno a esta Palabra de vida y de bendición. Siendo su tema central la “Palabra” y la “Ley” del Señor, aparecen en casi todos los versos, sinónimos como “preceptos”, “decretos”, “mandatos”, “enseñanzas”, “promesa”, “juicio” y muchos verbos relacionados como observar, comprender, conocer, amar, meditar, vivir.
Todo el alfabeto se desarrolla a través de las 22 estrofas de este Salmo, y también en el vocabulario de la relación confiada del creyente con Dios; en él encontramos la alabanza, la acción de gracias, la confianza, aunque también la súplica y el lamento, siempre impregnado de la certeza de la gracia divina y de la potencia de la Palabra de Dios.

Incluso los versículos más marcados por el dolor y por la sensación de oscuridad permanecen abiertos a la esperanza y están impregnados de fe. “Mi alma está postrada en el polvo:
devuélveme la vida conforme a tu palabra” (v.25), ora confiado el Salmista; “Soy como un odre expuesto al humo, no me olvido de tus preceptos” (v.83) es el grito del creyente. Su fidelidad, aunque puesta a prueba, encuentra la fuerza en la Palabra del Señor: “Así responderé a los que me insultan, porque confío en tu palabra” (v.42), afirma con firmeza; y también ante una perspectiva angustiosa de la muerte, los mandatos del Señor son su punto de referencia y su esperanza de victoria: “Por poco me hacen desaparecer de la tierra; pero no abandono tus preceptos(v. 87).

La ley divina, objeto del amor apasionado del salmista y de todo creyente, es fuente de vida. El deseo de comprenderla, de observarla, de orientar hacia ella todo el propio ser es la característica del hombre justo y fiel al Señor, que la “medita día y noche”, como recita el Salmo 1 (v.2); es una ley, la de Dios, que hay que tener “en el corazón” como dice el conocido texto del Shemá en el Deuteronomio. Dice: “Escucha, Israel: ...Graba en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy. Incúlcalas a tus hijos, y háblales de ellas cuando estés en tu casa y cuando vayas de viaje, al acostarte y al levantarte” (6, 4.6-7). Centro de la existencia, la Ley de Dios exige la escucha del corazón, una escucha hecha de obediencia no servil, sino filial, confiada, consciente. La escucha de la Palabra es un encuentro personal con el Señor de la vida, un encuentro que debe traducirse en elecciones concretas y convertirse en camino y estela. Cuando a Jesús se le preguntaba qué hay que hacer para tener la vida eterna, Jesús menciona siempre el camino de la observancia de la Ley, pero indicando qué hacer para llevarla a plenitud, dice: “Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme”(Mc 10,21 y par.).

El cumplimiento de la Ley es seguir a Jesús, ir por el camino de Jesús, en compañía de Jesús. El salmo 119 nos lleva, por tanto al encuentro con el Señor y nos dirige hacia el Evangelio. Hay en este un versículo en el que me gustaría detenerme: es el v.57: “El Señor es mi herencia:yo he decidido cumplir tus palabras”. También en otros salmos, el orante afirma que el Señor es su “parte”, su herencia: “El Señor es la parte de mi herencia y mi cáliz”, recita el Salmo 16 (v.5a). “Dios es la roca de mi corazón, mi parte para siempre” es la proclamación del fiel en el Salmo 73 (v.23b), y de nuevo, en el salmo 142, el salmista grita al Señor: “Sé tú mi refugio, sé tu mi heredad en la tierra de los vivos” (v.6b). Este término “parte” evoca el evento de la repartición de la tierra prometida entre las tribus de Israel, cuando a los levitas no les fue asignada ninguna porción del terreno, porque su “parte” era el Señor mismo.

Dos textos del Pentateuco son muy explícitos a este respecto utilizando el término en cuestión: “Y el Señor dijo a Aarón: 'Tú no recibirás una herencia en el territorio de los israelitas ni tendrás una parte entre ellos: yo soy tu parte y tu herencia'”, así dice el Libro de los Números (18,20), y el Deuteronomio afirma: “Por eso Leví no tiene parte ni herencia entre sus hermanos: el Señor es su herencia, como él mismo se lo ha declarado(Dt 10,9; cfr. Dt 18,2; Gs 13,33; Ez 44,28). Los sacerdotes, pertenecientes a la tribu de Leví, no pueden ser propietarios de tierras en el país que Dios daba en heredad a su pueblo, llevando a cumplimiento la promesa hecha a su padre Abrahám(cfr. Gen12,1-7). La posesión de la tierra, elemento fundamental de estabilidad y de posibilidad de supervivencia, era signo de bendición, porque implicaba la posibilidad de construir una casa, hacer crecer a los hijos, cultivar los campos y vivir de los frutos del suelo. Es decir los levitas, mediadores de lo sagrado y de la bendición divina, no pueden poseer, como otros israelitas, este signo exterior de la bendición y esta fuente de subsistencia. Totalmente donados al Señor, deben vivir de Él sólo, abandonados a su amor que provee y a la generosidad de los hermanos, sin tener herencia porque Dios es la parte de su herencia, Dios es su tierra, que le hace vivir el plenitud. Y ahora, el orante del salmo 119 aplica a sí mismo esta realidad: “Mi parte es el Señor”. Su amor por Dios y por su Palabra lo lleva a hacer la elección radical de tener al Señor como único bien y también a guardar sus palabras como don precioso, más preciado que toda herencia y que toda posesión terrena. Nuestro versículo, de hecho, tiene la posibilidad de una doble traducción y podría ser traducido de otro modo: “Mi parte, Señor, he dicho, es custodiar tus palabras”. Las dos traducciones no se contradicen, sino que se completan la una a la otra: el salmista está afirmando que su parte es el Señor pero también que custodiar las palabras divinas es su herencia, como dirá después en el v.111: “tus prescripciones son mi herencia para siempre,porque alegran mi corazón”.Y esta es la felicidad del salmista que, como a los levitas, se le ha dado como porción de herencia la Palabra de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, estos versos son de gran importancia para todos nosotros también hoy. Antes que nada para los sacerdotes, llamados a vivir sólo del Señor y de su Palabra, sin otras seguridades, teniéndolo a Él como único bien y única fuente de verdadera vida. Desde esta perspectiva se entiende la libre elección del celibato por el Reino de los cielos, a redescubrir en su belleza y en su fuerza. Estos versículos son importantes, también, para todos los fieles, pueblo de Dios perteneciente a Él sólo, “reino de sacerdotes” para el Señor (cfr. 1Pt 2,9; Ap 1,6; 5,10), llamados a la radicalidad del Evangelio, testigos de la vida llevada por Cristo nuevo y definitivo “Sumo sacerdote” que se ha ofrecido en sacrificio para la salvación del mundo (cfr. Ebr 2,17; 4,14-16; 5,5-10; 9,11ss).

El Señor y su Palabra: estos son nuestra “tierra”, en la que vivir en la comunión y en la alegría. Dejemos, por tanto que el Señor nos introduzca en el corazón este amor por su Palabra y nos dé el tener siempre en el centro de nuestra existencia a Él y a su santa voluntad. Pidamos que nuestra oración y toda nuestra vida sean iluminadas por la Palabra de Dios, lámpara de nuestros pasos y luz para nuestro camino, como dice el Salmo 119 (cfr v. 105), de manera que nuestro caminar sea seguro, en la tierra de los hombres. Y que María, que ha acogido y generado la Palabra, sea guía y consuelo, estrella polar que indica el camino de la felicidad. Entonces, también nosotros podremos alegrarnos en nuestra oración, como el orante del salmo 16, por los dones inesperados del Señor y por la inmerecida herencia que nos ha tocado en suerte: “El Señor es la parte de mi herencia y mi cáliz...Me ha tocado un lugar de delicias, estoy contento con mi herencia” (Sal 16, 5.6) ¡Gracias!

3 de noviembre de 2011

AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA

 

El hombre encuentra su sentido más profundo sólo si existe Dios


Catequesis de Benedicto XVI en la Audiencia General

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 2 de noviembre de 2011 (ZENIT.org).- A continuación les ofrecemos la catequesis que el Santo Padre Benedicto XVI ha dirigido a los fieles y peregrinos congregados de Italia y de todas las partes del mundo para la tradicional Audiencia de los miércoles.
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¡Queridos hermanos y hermanas!
Después de haber celebrado la solemnidad de Todos los Santos, la Iglesia hoy nos invita a conmemorar a todos los fieles difuntos, a dirigir nuestra mirada a tantos rostros que nos han precedido y han concluido su camino terrenal. En la Audiencia de este día, por tanto, quisiera proponeros algunos pensamientos sencillos sobre la realidad de la muerte, que para nosotros los cristianos está iluminada por la Resurrección de Cristo, y para renovar nuestra fe en la vida eterna.

Como ya dije ayer en el Angelus, en estos días vamos al cementerio para rezar por las personas queridas que nos han dejado, casi una visita para expresar, una vez más, nuestro afecto, para sentirlos cercanos, recordando también, de este modo, un artículo del Credo: en la comunión de los santos hay un vínculo estrecho entre los que caminamos todavía en esta tierra y los muchos hermanos y hermanas que ya han alcanzado la eternidad.

Desde siempre, el hombre se ha preocupado por sus muertos y ha intentado darles una especie de segunda vida a través de la atención, el cuidado, el afecto. En un cierto sentido, se quiere conservar su experiencia de vida; y, paradójicamente, el modo en que vivieron, lo que amaron, lo que temieron, lo que esperaron y lo que detestaron, lo descubrimos precisamente por sus tumbas, ante las cuales se agolpan los recuerdos. Son casi como un espejo de su mundo.

¿Por qué es así? Porque, a pesar de que la muerte sea un tema casi prohibido en nuestra sociedad, y se pretenda continuamente quitar de nuestra mente el solo pensamiento de la muerte, ésta nos afecta a cada uno de nosotros, afecta al hombre de todo tiempo y de todo lugar. Y ante este misterio todos, incluso inconscientemente, buscamos algo que nos invite a esperar, una señal que nos dé consuelo, que se abra algún horizonte, que ofrezca aún un futuro. El camino de la muerte, en realidad, es un camino de esperanza, y recorrer nuestros cementerios, como también leer las inscripciones sobre las tumbas, es llevar a cabo un camino marcado por la esperanza de eternidad.

Pero nos preguntamos, ¿por qué tememos la muerte? ¿Por qué la humanidad, en su mayoría, nunca se ha resignado a creer que más allá de ella no haya simplemente nada? Diría que las respuestas son muchas: tememos la muerte porque tenemos miedo de la nada, de este partir hacia algo que no conocemos, que nos es desconocido. Y entonces hay en nosotros un sentimiento de rechazo porque no podemos aceptar que todo lo que de bello y de grande ha sido realizado durante toda una existencia sea eliminado de repente, caiga en el abismo de la nada. Sobre todo, sentimos que el amor reclama y pide eternidad, y no es posible que sea destruido por la muerte en un solo momento.

También tenemos temor ante la muerte porque, cuando nos encontramos al final de la existencia, existe la percepción de que hay un juicio sobre nuestras acciones, sobre cómo hemos llevado nuestra vida, sobre todo en esos puntos sombríos que, con habilidad, sabemos a menudo quitar o intentamos quitar de nuestra conciencia. Diría que precisamente la cuestión del juicio está a menudo implícita en el cuidado del hombre de todos los tiempos por los difuntos, en la atención hacia las personas que fueron significativas para él y que ya no están junto a él en el camino de la vida terrena. En un cierto sentido, los gestos de afecto, de amor que rodean al difunto, son una forma de protegerlo en la convicción de que no quedarán sin efecto en el juicio. Esto lo podemos captar en la mayor parte de las culturas que caracterizan la historia del hombre.

Hoy el mundo se ha convertido, al menos aparentemente, en mucho más racional, o mejor, se ha difundido la tendencia a pensar que toda realidad debe ser afrontada con los criterios de la ciencia experimental, y que también la cuestión de la muerte se debe responder, no tanto desde la fe, sino partiendo de conocimientos experimentales, empíricos. No nos damos suficientemente cuenta que, de este modo, caemos en formas de espiritismo, en la pretensión de tener algún contacto con el mundo más allá de la muerte, casi imaginando que haya una realidad, que finalmente, sería una copia de la presente.

Queridos amigos, la solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de los Fieles Difuntos nos dicen que solamente quien puede reconocer una gran esperanza en la muerte, puede también vivir una vida a partir de la esperanza. Si reducimos al hombre exclusivamente a su dimensión horizontal, a lo que se puede percibir empíricamente, la propia vida pierde su sentido profundo. El hombre necesita de la eternidad, y cualquier otra esperanza para él es demasiado breve, demasiado limitada. El hombre puede explicarse sólo si existe un Amor que supera todo aislamiento, también el de la muerte, en una totalidad que trascienda también el espacio y el tiempo. El hombre se puede explicar, encuentra su sentido más profundo, sólo si existe Dios. Y nosotros sabemos que Dios ha salido de su lejanía y se ha hecho cercano, ha entrado en nuestra vida y nos dice: ‘Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá: y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás’ (Jn 11,25-26)”.

Pensemos un momento en la escena del Calvario y volvamos a escuchar las palabras de Jesús, desde los alto de la Cruz, dirigidas al malhechor crucificado a su derecha: “En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23,43). Pensemos en los dos discípulos camino de Emaús, cuando después de haber recorrido un tramo con Jesús Resucitado, lo reconocen y parten sin dudar hacia Jerusalén, para anunciar la Resurrección del Señor (cfr Lc 24,13-35). Nos vuelven a la mente las palabras del Maestro con renovada claridad: “No se turbe vuestro corazón, tened fe en Dios y tened fe en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas. Si no, no os habría dicho: 'Voy a prepararos un sitio'” (Jn 14, 1-2). Dios se ha mostrado verdaderamente, se ha hecho accesible, ha amado tanto al mundo que “nos ha dado a su hijo Unigénito, para que quien cree en Él no se pierda sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16), y en el supremo acto de amor de la cruz, sumergiéndose en el abismo de la muerte, la ha vencido, ha resucitado y nos ha abierto también a nosotros las puertas de la eternidad. Cristo nos sostiene a través de la noche de la muerte que Él mismo ha atravesado; es el buen Pastor, bajo cuya guía nos podemos confiar sin temor, ya que Él conoce bien el camino, ha atravesado también la oscuridad.

Cada domingo, recitando el Credo, reafirmamos esta verdad. Y al acudir a los cementerios para rezar con afecto y con amor por nuestros difuntos, se nos invita, una vez más, a renovar con valor y con fuerza nuestra fe en la vida eterna, es más, a vivir con esta gran esperanza y a dar testimonio de ella al mundo: después del presente no está la nada. Y precisamente, la fe en la vida eterna da al cristiano el valor para amar aún más intensamente esta tierra nuestra y trabajar para construirle un futuro, para darle una esperanza verdadera y segura.

2 de noviembre de 2011

La hermana muerte

Vista desde nuestros cortos esquemas y criterios, la muerte es el mayor y más absurdo fracaso del hombre. Vista desde la fuerza de la Cruz, es la mayor victoria de Dios y nuestro mayor triunfo. Quizá aprendemos demasiado tarde a vivir de la mejor manera que se puede vivir, que es cara a Dios. Nuestro Señor, en Getsemaní, sufrió en su humanidad la agonía indescriptible de ver cercana su muerte y sólo el amor oscuro al Padre y a tu salvación pudo sostenerle en la Cruz. No te extrañes, pues, de que te cueste mirar cara a cara a tu hermana muerte. Pídele con fuerza a tu Madre eso que tantas veces le has dicho en tus oraciones: "ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte". Encomiéndale a san José los últimos trabajos del alma y del cuerpo en esta vida, a él que tuvo la dicha de morir acompañado de María y de Jesús. Y no dejes pasar uno sólo de tus días sin ofrecer tu oración por nuestros hermanos difuntos, que tanto necesitan de la oración de toda la Iglesia. Contempla en ellos cómo, tarde o temprano, llega el fin de todas las cosas. ¿Qué te llevarás, entonces, de esta vida, si sólo tu y tu amor podrás mostrar a Dios en tus manos vacías?

Mater Dei
Archidiócesis de Madrid