26 de mayo de 2021

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

Hermosa reflexión que el Papa Francisco nos da hoy. A mí, personalmente, se me ocurre comparar nuestras oraciones con la experiencia de niño con nuestros padres. ¡Cuántas cosas les pedíamos y cuántas negativas recibíamos! Nuestra corta mente no nos permitía ver que lo que pedíamos, a largo plazo no nos convenía. Igual nos ocurre en nuestra relación personal con nuestro Padre Dios. Solo que, nuestro Padre del Cielo sabe realmente, a diferencia de nuestros padres, lo que nos conviene y realmente necesitamos. 

¡Qué gran suerte tener y confiar en un Padre Dios que nos quiere, nos da lo que realmente necesitamos, nos cuida, nos guía y todo lo que nos regala va dirigido y encaminado a que seamos eternamente felices junto a Él en su Gloria. Amén.

 

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Patio de San Dámaso
Miércoles, 26 de mayo de 2021

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Catequesis 35.  La certeza de ser escuchados

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hay una contestación radical a la oración, que deriva de una observación que todos hacemos: nosotros rezamos, pedimos, sin embargo, a veces parece que nuestras oraciones no son escuchadas: lo que hemos pedido – para nosotros o para otros – no sucede. Nosotros tenemos esta experiencia, muchas veces. Si además el motivo por el que hemos rezado era noble (como puede ser la intercesión por la salud de un enfermo, o para que cese una guerra), el incumplimiento nos parece escandaloso. Por ejemplo, por las guerras: nosotros estamos rezando para que terminen las guerras, estas guerras en tantas partes del mundo, pensemos en Yemen, pensemos en Siria, países que están en guerra desde hace años, ¡años! Países atormentados por las guerras, nosotros rezamos y no terminan. ¿Pero cómo puede ser esto? «Hay quien deja de orar porque piensa que su oración no es escuchada» (Catecismo de la Iglesia Católica, n.2734) Pero si Dios es Padre, ¿por qué no nos escucha? Él que ha asegurado que da cosas buenas a los hijos que se lo piden (cfr. Mt 7,10), ¿por qué no responde a nuestras peticiones? Todos nosotros tenemos experiencia de esto: hemos rezado, rezado, por la enfermedad de este amigo, de este papá, de esta mamá y después se han ido, Dios no nos ha escuchado. Es una experiencia de todos nosotros.

El Catecismo nos ofrece una buena síntesis sobre la cuestión. Nos advierte del riesgo de no vivir una auténtica experiencia de fe, sino de transformar la relación con Dios en algo mágico. La oración no es una varita mágica: es un diálogo con el Señor. De hecho, cuando rezamos podemos caer en el riesgo de no ser nosotros quienes servimos a Dios, sino pretender que sea Él quien nos sirva a nosotros (cfr. n. 2735). He aquí, pues, una oración que siempre reclama, que quiere dirigir los sucesos según nuestro diseño, que no admite otros proyectos si no nuestros deseos. Jesús sin embargo tuvo una gran sabiduría poniendo en nuestros labios el “Padre nuestro”. Es una oración solo de peticiones, como sabemos, pero las primeras que pronunciamos están todas del lado de Dios. Piden que se cumpla no nuestro proyecto, sino su voluntad en relación con el mundo. Mejor dejar hacer a Él: «Sea santificado tu nombre, venga tu Reino, hágase tu voluntad» (Mt 6,9-10).

Y el apóstol Pablo nos recuerda que nosotros no sabemos ni siquiera qué sea conveniente pedir (cfr. Rm 8,26). Nosotros pedimos por nuestras necesidades, las cosas que nosotros queremos, “¿pero esto es más conveniente o no?”. Pablo nos dice: nosotros ni siquiera sabemos qué es conveniente pedir.  Cuando rezamos debemos ser humildes: esta es la primera actitud para ir a rezar. Así como está la costumbre en muchos lugares que, para ir a rezar a la iglesia, las mujeres se ponen el velo o se toma el agua bendita para empezar a rezar, así debemos decirnos, antes de la oración, lo que sea más conveniente, que Dios me dé lo que sea más conveniente: Él sabe. Cuando rezamos tenemos que ser humildes, para que nuestras palabras sean efectivamente oraciones y no un vaniloquio que Dios rechaza. Se puede también rezar por motivos equivocados: por ejemplo, derrotar el enemigo en guerra, sin preguntarnos qué piensa Dios de esa guerra. Es fácil escribir en un estandarte “Dios está con nosotros”; muchos están ansiosos por asegurar que Dios está con ellos, pero pocos se preocupan por verificar si ellos están efectivamente con Dios. En la oración, es Dios quien nos debe convertir, no somos nosotros los que debemos convertir a Dios. Es la humildad. Yo voy a rezar pero Tú, Señor, convierte mi corazón para que pida lo que es conveniente, pida lo que sea mejor para mi salud espiritual.

Sin embargo, un escándalo permanece: cuando los hombres rezan con corazón sincero, cuando piden bienes que corresponden al Reino de Dios, cuando una madre reza por el hijo enfermo, ¿por qué a veces parece que Dios no escucha? Para responder a esta pregunta, es necesario meditar con calma los Evangelios. Los pasajes de la vida de Jesús están llenos de oraciones: muchas personas heridas en el cuerpo y en el espíritu le piden ser sanadas; está quien le pide por un amigo que ya no camina; hay padres y madres que le llevan hijos e hijas enfermos… Todas son oraciones impregnadas de sufrimiento. Es un coro inmenso que invoca: “¡Ten piedad de nosotros!”.

Vemos que a veces la respuesta de Jesús es inmediata, sin embargo, en otros casos esta se difiere en el tiempo: parece que Dios no responde. Pensemos en la mujer cananea que suplica a Jesús por la hija: esta mujer debe insistir mucho tiempo para ser escuchada (cfr. Mt 15,21-28). Tiene también la humildad de escuchar una palabra de Jesús que parece un poco ofensiva: no tenemos que tirar el pan a los perros, a los perritos. Pero a esta mujer no le importa la humillación: le importa la salud de la hija. Y va adelante: “Sí, también los perritos comen de lo que cae de la mesa”, y esto le gusta a Jesús. La valentía en la oración. O pensemos también en el paralítico llevado por sus cuatro amigos: inicialmente Jesús perdona sus pecados y tan solo en un segundo momento lo sana en el cuerpo (cfr. Mc 2,1-12). Por tanto, en alguna ocasión la solución del drama no es inmediata. También en nuestra vida, cada uno de nosotros tiene esta experiencia. Tenemos un poco de memoria: cuántas veces hemos pedido una gracia, un milagro, digámoslo así, y no ha sucedido nada. Después, con el tiempo, las cosas se han arreglado, pero según el modo de Dios, el modo divino, no según lo que nosotros queríamos en ese momento. El tiempo de Dios no es nuestro tiempo.

Desde este punto de vista, merece atención sobre todo la sanación de la hija de Jairo (cfr. Mc 5,21-33). Hay un padre que corre sin aliento: su hija está mal y por este motivo pide la ayuda de Jesús. El Maestro acepta enseguida, pero mientras van hacia la casa tiene lugar otra sanación, y después llega la noticia de que la niña está muerta. Parece el final, pero Jesús dice al padre: «No temas; solamente ten fe» (Mc 5,36). “Sigue teniendo fe”: porque la fe sostiene la oración. Y de hecho, Jesús despertará a esa niña del sueño de la muerte. Pero por un cierto tiempo, Jairo ha tenido que caminar a oscuras, con la única llama de la fe. ¡Señor, dame la fe! ¡Que mi fe crezca! Pedir esta gracia, de tener fe. Jesús, en el Evangelio, dice que la fe mueve montañas. Pero, tener la fe en serio. Jesús, delante de la fe de sus pobres, de sus hombres, cae vencido, siente una ternura especial, delante de esa fe. Y escucha.

También la oración que Jesús dirige al Padre en el Getsemaní parece permanecer sin ser escuchada: “Padre, si es posible, aleja de mí esto que me espera”. Parece que el Padre no lo ha escuchado. El Hijo tendrá que beber hasta el fondo el cáliz de la Pasión. Pero el Sábado Santo no es el capítulo final, porque al tercer día, es decir el domingo, está la resurrección. El mal es señor del penúltimo día: recordad bien esto. El mal nunca es un señor del último día, no: del penúltimo, el momento donde es más oscura la noche, precisamente antes de la aurora. Allí, en el penúltimo día está la tentación donde el mal nos hace entender que ha vencido: “¿has visto?, ¡he vencido yo!”. El mal es señor del penúltimo día: el último día está la resurrección. Pero el mal nunca es señor del último día: Dios es el Señor del último día. Porque ese pertenece solo a Dios, y es el día en el que se cumplirán todos los anhelos humanos de salvación. Aprendamos esta paciencia humilde de esperar la gracia del Señor, esperar el último día. Muchas veces, el penúltimo día es muy feo, porque los sufrimientos humanos son feos. Pero el Señor está y en el último día Él resuelve todo.


Saludos:

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española, de México, de Perú, de Venezuela, tantos de lengua española. Los animo a dejarse guiar por el Espíritu que clama en nuestro interior «Abba, Padre». Pidamos crecer en la fe, la esperanza y la caridad, para en todo y por todo buscar la gloria de Dios y la salvación de los hombres. Que el Señor los bendiga a todos. Muchas gracias.


 

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy reflexionamos sobre una dificultad que para muchos supone una verdadera piedra de tropiezo en la vida espiritual. ¿Es verdad que Dios nos escucha? Y si lo hace, ¿por qué no obtengo lo que pido? Dos respuestas se pueden dar a esta cuestión, la primera y la más obvia es que nuestra mirada sobre las cosas es limitada y en la oración deberíamos intentar escuchar su voz y conformarnos con su designio de amor. Esta es la lección del Padrenuestro que en sus tres primeras peticiones nos llama a ponernos de parte de Dios: para que se haga la voluntad de Él, venga su reino, sea santificado su nombre. Lo contrario sería una suerte de magia que busca satisfacer los propios deseos, los propios intereses sin verificar si son o no son conformes al proyecto de Dios.

La segunda respuesta es más delicada, pues muchas personas rezan de forma humilde y piden cosas buenas, sin embargo, Dios no siempre responde en la forma que esperamos. Y aquí puede ser interesante fijarnos en la lección que nos da el Evangelio. Jesús recibe muchas peticiones de multitud de fieles que se acercan, a veces la respuesta es inmediata. En otras ocasiones, sin embargo, el Señor nos llama a la perseverancia, como a la mujer cananea que pedía por su hija, o nos llama a embarcarnos en un viaje de fe. Es el caso de Jairo, el jefe de la sinagoga, primero siente que Jesús se detiene para atender otra petición, después recibe la noticia de que ya no hay esperanza, pobre hombre. En todas estas situaciones Jesús nos llama a crecer en la fe, de modo que sea esta virtud la que guíe nuestra oración y todos nuestros deseos tengan como fin la mayor gloria de Dios.

19 de mayo de 2021

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

Hoy, el Papa Francisco nos recuerda las dificultades en la oración. Todos tenemos dificultades a la hora de orar. Se nos va el santo al cielo, coloquialmente solemos decir. ¿Quién no ha sufrido distracción, sequedad y acedia entre otras? Me distraigo, se me va el pensamiento a otra parte e, incluso, es mi propia experiencia, recibo tentaciones y malos pensamiento. 

También me relajo, me evado y experimento la oscuridad. Quizás sean momentos de pruebas en las que Dios quiere probar tu perseverancia y tu fe. O, quizás, sea cansancio y falta de concentración por nuestra parte. Y, ¿quién no ha sentido pereza, deseos de abandono, negligencia, fracaso, sentido de culpa....etc? Pero, detrás de todo eso está el Señor, que nos despierta, como hizo con Pedro, Santiago y Juan en el Tabor, y nos invita pacientemente a seguir el camino. El final es lo que importa. Y, como nos dice el Papa, ante todas estas dificultades no tenemos que desanimarnos, sino seguir rezando con humildad y confianza.

 


 

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Patio de San Dámaso
Miércoles, 19 de mayo de 2021

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Catequesis 34.  Distracciones, sequedad, acedia

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Siguiendo las líneas del Catecismo, en esta catequesis nos referimos a la experiencia vivida de la oración, tratando de mostrar algunas dificultades muy comunes, que deben ser identificadas y superadas.  Rezar no es fácil: hay muchas dificultades que vienen en la oración. Es necesario conocerlas, identificarlas y superarlas.

El primer problema que se presenta a quien reza es la distracción (cfr. CIC, 2729). Tú empiezas a rezar y después la mente da vueltas, da vueltas por todo el mundo; tu corazón está ahí, la mente está ahí… la distracción de la oración. La oración convive a menudo con la distracción. De hecho, a la mente humana le cuesta detenerse durante mucho tiempo en un solo pensamiento. Todos experimentamos este continuo remolino de imágenes y de ilusiones en perenne movimiento, que nos acompaña incluso durante el sueño. Y todos sabemos que no es bueno dar seguimiento a esta inclinación desordenada.

La lucha por conquistar y mantener la concentración no se refiere solo a la oración. Si no se alcanza un grado de concentración suficiente no se puede estudiar con provecho y tampoco se puede trabajar bien. Los atletas saben que las competiciones no se ganan solo con el entrenamiento físico sino también con la disciplina mental: sobre todo con la capacidad de estar concentrados y de mantener despierta la atención.

Las distracciones no son culpables, pero deben ser combatidas. En el patrimonio de nuestra fe hay una virtud que a menudo se olvida, pero que está muy presente en el Evangelio. Se llama “vigilancia”. Y Jesús lo dice mucho: “Vigilad. Rezad”. El Catecismo la cita explícitamente en su instrucción sobre la oración (cfr. n. 2730). A menudo Jesús recuerda a los discípulos el deber de una vida sobria, guiada por el pensamiento de que antes o después Él volverá, como un novio de la boda o un amo de un viaje. Pero no conociendo el día y ni la hora de su regreso, todos los minutos de nuestra vida son preciosos y no se deben perder con distracciones. En un instante que no conocemos resonará la voz de nuestro Señor: en ese día, bienaventurados los siervos que Él encuentre laboriosos, aún concentrados en lo que realmente importa. No se han dispersado siguiendo todas las atracciones que les venían a la mente, sino que han tratado de caminar por el camino correcto, haciendo el bien y haciendo el proprio trabajo. Esta es la distracción: que la imaginación da vueltas, vueltas, vueltas… Santa Teresa llamaba a esta imaginación que da vueltas, vueltas en la oración, “la loca de la casa”: es una como una loca que te hace dar vueltas, vueltas… Tenemos que pararla y enjaularla, con la atención

Un discurso diferente se merece el tiempo de la aridez. El Catecismo lo describe de esta manera: «El corazón está desprendido, sin gusto por los pensamientos, recuerdos y sentimientos, incluso espirituales. Es el momento en que la fe es más pura, la fe que se mantiene firme junto a Jesús en su agonía y en el sepulcro» (n. 2731). La aridez nos hace pensar en el Viernes Santo, en la noche y el Sábado Santo, todo el día: Jesús no está, está en la tumba; Jesús está muerto: estamos solos. Y este es el pensamiento-madre de la aridez.  A menudo no sabemos cuáles son las razones de la aridez: puede depender de nosotros mismos, pero también de Dios, que permite ciertas situaciones de la vida exterior o interior. O, a veces, puede ser un dolor de cabeza o un dolor de hígado que te impide entrar en la oración. A menudo no sabemos bien la razón. Los maestros espirituales describen la experiencia de la fe como un continuo alternarse de tiempos de consolación y de desolación; momentos en los que todo es fácil, mientras que otros están marcados por una gran pesadez. Muchas veces, cuando encontramos un amigo, decimos. “¿Cómo estás?” – “Hoy estoy decaído”. Muchas veces estamos “decaídos”, es decir no tenemos sentimientos, no tenemos consolaciones, no podemos más. Son esos días grises... ¡y los hay, muchos, en la vida! Pero el peligro está en tener el corazón gris: cuando este “estar decaído” llega al corazón y lo enferma… y hay gente que vive con el corazón gris. Esto es terrible: ¡no se puede rezar, no se puede sentir la consolación con el corazón gris! O no se puede llevar adelante una aridez espiritual con el corazón gris. El corazón debe estar abierto y luminoso, para que entre la luz del Señor. Y si no entra, es necesario esperarla con esperanza. Pero no cerrarla en el gris.

Después, algo diferente es la acedia, otro defecto, otro vicio, que es una auténtica tentación contra la oración y, más en general, contra la vida cristiana. La acedia es «una forma de aspereza o de desabrimiento debidos a la pereza, al relajamiento de la ascesis, al descuido de la vigilancia, a la negligencia del corazón» (CIC, 2733). Es uno de los siete “pecados capitales” porque, alimentado por la presunción, puede conducir a la muerte del alma.

¿Qué hacer entonces en esta sucesión de entusiasmos y abatimientos? Se debe aprender a caminar siempre. El verdadero progreso de la vida espiritual no consiste en multiplicar los éxtasis, sino en el ser capaces de perseverar en tiempos difíciles: camina, camina, camina… Y si estás cansado, detente un poco y vuelve a caminar. Pero con perseverancia. Recordemos la parábola de san Francisco sobre la perfecta leticia: no es en las infinitas fortunas llovidas del Cielo donde se mide la habilidad de un fraile, sino en caminar con constancia, incluso cuando no se es reconocido, incluso cuando se es maltratado, incluso cuando todo ha perdido el sabor de los comienzos. Todos los santos han pasado por este “valle oscuro” y no nos escandalicemos si, leyendo sus diarios, escuchamos el relato de noches de oración apática, vivida sin gusto. Es necesario aprender a decir: “También si Tú, Dios mío, parece que haces de todo para que yo deje de creer en Ti, yo sin embargo sigo rezándote”. ¡Los creyentes no apagan nunca la oración! Esta a veces puede parecerse a la de Job, el cual no acepta que Dios lo trate injustamente, protesta y lo llama a juicio. Pero, muchas veces, también protestar delante de Dios es una forma de rezar o, como decía esa viejecita, “enfadarse con Dios es una forma de rezar, también”, porque muchas veces el hijo se enfada con el padre: es una forma de relación con el padre; porque lo reconoce “padre”, se enfada…

Y también nosotros, que somos mucho menos santos y pacientes que Job, sabemos que finalmente, al concluir este tiempo de desolación, en el que hemos elevado al Cielo gritos mudos y muchos “¿por qué?”, Dios nos responderá. No olvidar la oración del “¿por qué?”: es la oración que hacen los niños cuando empiezan a no entender las cosas y los psicólogos la llaman “la edad del por qué”, porque el niño pregunta al padre: “Papá, ¿por qué…? Papá, ¿por qué…? Papá, ¿por qué…?” Pero estemos atentos: el niño no escucha la respuesta del padre. El padre empieza a responder y el niño llega con otro por qué. Solamente quiere atraer sobre sí la mirada del padre; y cuando nosotros nos enfadamos un poco con Dios y empezamos a decir por qué, estamos atrayendo el corazón de nuestro Padre hacia nuestra miseria, hacia nuestra dificultad, hacia nuestra vida. Pero sí, tened la valentía de decir a Dios: “Pero ¿por qué…?” Porque a veces, enfadarse un poco hace bien, porque nos hace despertar esta relación de hijo a Padre, de hija a Padre, que nosotros debemos tener con Dios. Y también nuestras expresiones más duras y más amargas, Él las recogerá con el amor de un padre, y las considerará como un acto de fe, como una oración.


Saludos:

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. En estos días de preparación a la Solemnidad de Pentecostés, pidamos al Señor que nos envíe los dones del Espíritu Santo para poder perseverar en nuestra vida de oración con humildad y alegría, superando las dificultades con sabiduría y constancia. Que Dios los bendiga. Muchas gracias.


 

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

Reflexionamos hoy sobre algunas de las dificultades más comunes que pueden surgir en la vida de oración. La persona que reza experimenta con frecuencia la presencia de ciertos obstáculos y ciertas tentaciones que impiden el encuentro con el Señor, y que tiene que identificar y combatir con humildad y perseverancia. El Catecismo de la Iglesia Católica menciona, por ejemplo, la distracción, la sequedad y la acedia. Hay otros más, pero menciona estos tres.  

El primer problema que se presenta en la oración son las distracciones. En efecto, todos experimentamos —no sólo en la oración, sino en cualquier actividad que realicemos—, que no es fácil concentrarse y estar atentos. Pero en el patrimonio de nuestra fe hay una virtud que puede ayudarnos: la vigilancia. En la oración, cuando caemos en la cuenta de nuestras distracciones, lo que nos ayuda a combatirlas es ofrecer con humildad el corazón al Señor para que lo purifique y lo vuelva a centrar en Él.

Otra dificultad es la sequedad, que puede depender de nosotros mismos o también de Dios, que permite ciertas situaciones exteriores o interiores. Es el tiempo de la desolación y de la fe más pura, porque se mantiene firme junto a Jesús. Por último, otra de las dificultades de la oración es la acedia, que está provocada por la pereza, el relajamiento de la ascesis, la falta de vigilancia y la negligencia del corazón. Ante todas estas dificultades no tenemos que desanimarnos, sino seguir rezando con humildad y confianza.

12 de mayo de 2021

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

En la audiencia de hoy, el Papa Francisco continúa hablando de la oración, y se hace difícil agregar algo a su hermosa y clara exposición. La oración es y consiste en hablar con Dios, y no siempre lo logramos. No le entendemos y, por lo tanto, nuestro diálogo con Él se hace deficiente y carente de sentido. Cuando no nos distraemos y nos parece perder el tiempo. De cualquier forma, el Papa Francisco nos lo explica muy bien. Quizás, lo único que puedo añadir es que yo me veo muy retratado.

 

 

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Patio de San Dámaso
Miércoles, 12 de mayo de 2021

 

Catequesis 32. El combate de la oración

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Estoy contento de retomar este encuentro cara a cara, porque os digo algo: no es bonito hablar delante de la nada, de una cámara. No es bonito. Y ahora, después de tantos meses, gracias a la valentía de monseñor Sapienza —que ha dicho: “¡No, lo hacemos allí!”—  estamos aquí reunidos. ¡Es bueno monseñor Sapienza! Y encontrar la gente, y encontraros a vosotros, cada uno con su propia historia, gente que viene de todas las partes, de Italia, de Estados Unidos, de Colombia, después ese pequeño equipo de fútbol de cuarto hermanos suizos —creo— que están allí… cuatro. Falta la hermana, esperemos que llegue… Y veros a cada uno de vosotros a mí me alegra, porque somos todos hermanos en el Señor y mirarnos nos ayuda a rezar el uno por el otro. También la gente que está lejos pero siempre se hace cercana. La hermana sor Geneviève, que no puede faltar, que viene del Lunapark, gente que trabaja: son muchos y están aquí todos. Gracias por vuestra presencia y vuestra visita. Llevad el mensaje del Papa a todos. El mensaje del Papa es que yo rezo por todos, y pido rezar por mí unidos en la oración.

Y hablando de la oración, la oración cristiana, como toda la vida cristiana, no es “como dar un paseo”. Ninguno de los grandes orantes que encontramos en la Biblia y en la historia de la Iglesia ha tenido una oración “cómoda”. Sí, se puede rezar como los loros —bla, bla, bla, bla, bla— pero esto no es oración. La oración ciertamente dona una gran paz, pero a través de un combate interior, a veces duro, que puede acompañar también periodos largos de la vida. Rezar no es algo fácil y por eso nosotros escapamos de la oración. Cada vez que queremos hacerlo, enseguida nos vienen a la mente muchas otras actividades, que en ese momento parecen más importantes y más urgentes. Esto me sucede también a mí: voy a rezar un poco… Y no, debo hacer esto y lo otro… Nosotros huimos de la oración, no sé por qué, pero es así. Casi siempre, después de haber pospuesto la oración, nos damos cuenta de que esas cosas no eran en absoluto esenciales, y que quizá hemos perdido el tiempo. El Enemigo nos engaña así.

Todos los hombres y las mujeres de Dios mencionan no solamente la alegría de la oración, sino también la molestia y la fatiga que puede causar: en algunos momentos es una dura lucha mantener la fe en los tiempos y en las formas de la oración. Algún santo la ha llevado adelante durante años sin sentir ningún gusto, sin percibir la utilidad. El silencio, la oración, la concentración son ejercicios difíciles, y alguna vez la naturaleza humana se rebela. Preferiríamos estar en cualquier otra parte del mundo, pero no ahí, en ese banco de la iglesia rezando. Quien quiere rezar debe recordar que la fe no es fácil, y alguna vez procede en una oscuridad casi total, sin puntos de referencia.  Hay momentos de la vida de fe que son oscuros y por esto algún santo los llama: “La noche oscura”, porque no se siente nada. Pero yo sigo rezando.

El Catecismo enumera una larga serie de enemigos de la oración, los que hacen difícil rezar, que ponen dificultades (cfr. nn. 2726-2728). Algunos dudan de que esta pueda alcanzar verdaderamente al Omnipotente: ¿pero por qué está Dios en silencio? Si Dios es Omnipotente, podría decir dos palabras y terminar la historia. Ante lo inaprensible de lo divino, otros sospechan que la oración sea una mera operación psicológica; algo que quizá es útil, pero no verdadera ni necesaria: y se podría incluso ser practicantes sin ser creyentes. Y así sucesivamente, muchas explicaciones.

Los peores enemigos de la oración están dentro de nosotros. El Catecismo los llama así: «desaliento ante la sequedad, tristeza de no entregarnos totalmente al Señor, porque tenemos “muchos bienes”, decepción por no ser escuchados según nuestra propia voluntad; herida de nuestro orgullo que se endurece en nuestra indignidad de pecadores, difícil aceptación de la gratuidad de la oración, etc.» (n. 2728). Se trata claramente de una lista resumida, que podría ser ampliada.

¿Qué hacer en el tiempo de la tentación, cuando todo parece vacilar? Si exploramos la historia de la espiritualidad, notamos enseguida cómo los maestros del alma tenían bien clara la situación que hemos descrito. Para superarla, cada uno de ellos ofreció alguna contribución: una palabra de sabiduría, o una sugerencia para afrontar los tiempos llenos de dificultad. No se trata de teorías elaboradas en la mesa, no, sino consejos nacidos de la experiencia, que muestran la importancia de resistir y de perseverar en la oración.

Sería interesante repasar al menos algunos de estos consejos, porque cada uno merece ser profundizado. Por ejemplo, los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola son un libro de gran sabiduría, que enseña a poner en orden la propia vida. Hace entender que la vocación cristiana es militancia, es decisión de estar bajo la bandera de Jesucristo y no bajo la del diablo, tratando de hacer el bien también cuando se vuelve difícil.

En los tiempos de prueba está bien recordar que no estamos solos, que alguien vela a nuestro lado y nos protege. También San Antonio abad, el fundador del monacato cristiano, en Egipto, afrontó momentos terribles, en los que la oración se transformaba en dura lucha. Su biógrafo San Atanasio, obispo de Alejandría, narra que uno de los peores episodios le sucedió al Santo ermitaño en torno a los treinta y cinco años, mediana edad que para muchos conlleva una crisis. Antonio fue turbado por esa prueba, pero resistió. Cuando finalmente volvió a la serenidad, se dirigió a su Señor con un tono casi de reproche: «¿Dónde estabas? ¿Por qué no viniste enseguida a poner fin a mis sufrimientos?». Y Jesús respondió: «Antonio, yo estaba allí. Pero esperaba verte combatir» (Vida de Antonio, 10).

Combatir en la oración. Y muchas veces la oración es un combate. Me viene a la memoria una cosa que viví de cerca, cuando estaba en la otra diócesis. Había una pareja que tenía una hija de nueve años, con una enfermedad que los médicos no sabían lo que era. Y al final, en el hospital, el médico dijo a la madre: “Señora, llame a su marido”. Y el marido estaba en el trabajo; eran obreros, trabajando todos los días. Y dijo al padre: “La niña no pasará de esta noche. Es una infección, no podemos hacer nada”. Ese hombre, quizá no iba todos los domingos a misa, pero tenía una fe grande. Salió llorando, dejó a la mujer allí con la niña en el hospital, tomó el tren e hizo los setenta kilómetros de distancia hacia la Basílica de la Virgen de Luján, la patrona de Argentina. Y allí —la basílica estaba ya cerrada, eran casi las diez de la noche— él se aferró a las rejas de la Basílica y toda la noche rezando a la Virgen, combatiendo por la salud de la hija. Esta no es una fantasía, ¡yo lo he visto! Lo he vivido yo. Combatiendo ese hombre allí. Al final, a las seis de la mañana, se abrió la iglesia y él entró a saludar a la Virgen: toda la noche “combatiendo”, y después volvió a casa. Cuando llegó, buscó a su mujer, pero no la encontró y pensó: “Se ha ido. No, la Virgen no puede hacerme esto”. Después la encontró, sonriente que decía: “No sé qué ha pasado; los médicos dicen que ha cambiado así y que ahora está curada”. Ese hombre luchando con la oración ha obtenido la gracia de la Virgen. La Virgen le ha escuchado. Y esto lo he visto yo: la oración hace milagros, porque la oración va precisamente al centro de la ternura de Dios que nos ama como un padre. Y cuando no se cumple la gracia, hará otra que después veremos con el tiempo. Pero siempre es necesario el combate en la oración para pedir la gracia. Sí, a veces nosotros pedimos una gracia que necesitamos, pero la pedimos así, sin ganas, sin combatir, pero no se piden así las cosas serias. La oración es un combate y el Señor siempre está con nosotros.

Si en un momento de ceguera no logramos ver su presencia, lo lograremos en un futuro. Nos sucederá también a nosotros repetir la misma frase que dijo un día el patriarca Jacob: «¡Así pues, está Yahveh en este lugar y yo no lo sabía!» (Gen 28,16). Al final de nuestra vida, mirando hacia atrás, también nosotros podremos decir: “Pensaba que estaba solo, pero no, no lo estaba: Jesús estaba conmigo”. Todos podremos decir esto.


Saludos:

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Pidamos al Señor que, especialmente en los momentos de aridez, duda y tentación, nos conceda la fuerza del Espíritu Santo para orar con humildad, confianza y perseverancia. Que la Virgen Santa nos ayude con su intercesión maternal para que no nos apartemos nunca de Jesús. Que Dios los bendiga. Muchas gracias.


 

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

Reflexionamos hoy sobre la oración como combate espiritual. Rezar no es sencillo, aunque todo el mundo puede rezar. El silencio, la concentración, la oración son ejercicios no fáciles, y a veces la naturaleza humana se rebela. El Catecismo de la Iglesia Católica enumera algunos de los obstáculos para la oración que podemos encontrar fuera o dentro de nosotros mismos, por ejemplo el desánimo, la tentación del activismo, la decepción, pensar que no somos escuchados, y así podemos enumerar más.

La experiencia de los grandes orantes nos muestra que la oración no es sólo fuente de consolación y alegría, sino también momentos de lucha, de cansancio, de sequedad. Ninguno de estos personajes tuvo una oración “cómoda”, la paz que alcanzaron llegó a través de un combate interior. Y en ese combate se nos pide decidir —como nos enseña san Ignacio de Loyola— si ponernos bajo la bandera de Jesucristo, es decir, si lo seguimos, si lo amamos y servimos sólo a Él, o si nos dejamos vencer por los engaños del Maligno.

Tengamos la certeza de que cuando rezamos nunca estamos solos y de que, en los tiempos de prueba y oscuridad, cuando parece que todo se desmorona y no hay puntos de referencia, el Señor Jesús, aunque no percibamos su presencia, siempre está a nuestro lado, nos reanima con su gracia, nos sostiene, nos guía y nos protege.

5 de mayo de 2021

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

Postrados, nuestro corazón, ante el Señor, nos ponemos en su presencia e imploramos luz y misericordia para llevarla al mundo en el que vivimos, y en el que Dios Padre quiere que nos salvemos. Contemplamos para fortalecernos interiormente apoyándonos en esa intimidad que al meditar contemplativamente, valga la redundancia, suplicamos capacidad de discernimiento y voluntad para aterrizar y derramar, en este mundo que vivimos, caridad, misericordia y amor. 



PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 5 de mayo de 2021

 

Catequesis 32. La oración contemplativa

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Seguimos con las catequesis sobre la oración y en esta catequesis quisiera detenerme en la oración de contemplación.

La dimensión contemplativa del ser humano —que aún no es la oración contemplativa— es un poco como la “sal” de la vida: da sabor, da gusto a nuestros días. Se puede contemplar mirando el sol saliendo por la mañana, o los árboles que visten de verde la primavera; se puede contemplar escuchando música o el canto de los pájaros, leyendo un libro, delante de una obra de arte o esa obra maestra que es el rostro humano… Carlo María Martini, enviado como obispo a Milán, tituló su primera Carta pastoral “La dimensión contemplativa de la vida”: de hecho, quien vive en una gran ciudad, donde todo  —podemos decir— es artificial, donde todo es funcional, corre el riesgo de perder la capacidad de contemplar. Contemplar no es en primer lugar una forma de hacer, sino que es una forma de ser: ser contemplativo.

Ser contemplativos no depende de los ojos, sino del corazón. Y aquí entra en juego la oración, como acto de fe y de amor, como “respiración” de nuestra relación con Dios. La oración purifica el corazón, y con eso, aclara también la mirada, permitiendo acoger la realidad desde otro punto de vista. El Catecismo describe esta transformación del corazón por parte de la oración citando un famoso testimonio del Santo Cura de Ars: «La oración contemplativa es mirada de fe, fijada en Jesús. “Yo le miro y él me mira”, decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario. […] La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los hombres» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2715). Todo nace de ahí: de un corazón que se siente mirado con amor. Entonces la realidad es contemplada con ojos diferentes.

“¡Yo le miro, y Él me mira!”. Es así: en la contemplación amorosa, típica de la oración más íntima, no son necesarias muchas palabras: basta una mirada, basta con estar convencidos de que nuestra vida está rodeada de un amor grande y fiel del que nada nos podrá separar.

Jesús ha sido maestro de esta mirada. En su vida no han faltado nunca los tiempos, los espacios, los silencios, la comunión amorosa que permite a la existencia no ser devastada por las pruebas inevitables, sino de custodiar intacta la belleza. Su secreto era la relación con el Padre celeste.

Pensemos en el suceso de la Transfiguración. Los Evangelios colocan este episodio en el momento crítico de la misión de Jesús, cuando crecen en torno a Él la protesta y el rechazo. Incluso entre sus discípulos muchos no lo entienden y se van; uno de los Doce alberga pensamientos de traición. Jesús empieza a hablar abiertamente de los sufrimientos y de la muerte que le esperan en Jerusalén. En este contexto Jesús sube a lo alto del monte con Pedro, Santiago y Juan. Dice el Evangelio de Marcos: «Y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo» (9,2-3). Precisamente en el momento en el que Jesús es incomprendido —se iban, le dejaban solo porque no entendían—, y en este momento que Él es incomprendido, precisamente cuando todo parece ofuscarse en un torbellino de malentendidos, es ahí que resplandece una luz divina. Es la luz del amor del Padre, que llena el corazón del Hijo y transfigura toda su Persona.

Algunos maestros de espiritualidad del pasado han entendido la contemplación como opuesta a la acción, y han exaltado esas vocaciones que huyen del mundo y de sus problemas para dedicarse completamente a la oración. En realidad, en Jesucristo en su persona y en el Evangelio no hay contraposición entre contemplación y acción, no. En el Evangelio en Jesús no hay contradicción. Esta puede que provenga de la influencia de algún filósofo neoplatónico, pero seguramente se trata de un dualismo que no pertenece al mensaje cristiano.

Hay una única gran llamada en el Evangelio, y es la de seguir a Jesús por el camino del amor. Este es el ápice, es el centro de todo. En este sentido, caridad y contemplación son sinónimos, dicen lo mismo. San Juan de la Cruz sostenía que un pequeño acto de amor puro es más útil a la Iglesia que todas las demás obras juntas. Lo que nace de la oración y no de la presunción de nuestro yo, lo que es purificado por la humildad, incluso si es un acto de amor apartado y silencioso, es el milagro más grande que un cristiano pueda realizar. Y este es el camino de la oración de contemplación: ¡yo le miro, Él me mira! Este acto de amor en el diálogo silencioso con Jesús ha hecho mucho bien a la Iglesia.


Saludos:

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Los animo a que tengan una pausa para ir a la iglesia más cercana, a sentarse un rato delante del sagrario. Déjense mirar por el amor infinito y paciente de Jesús, que allí los espera, y contémplenlo con los ojos de la fe y con los ojos del amor. Él les dirá muchas cosas al corazón. Que Dios los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.


LLAMAMIENTO

Guiados por los Santuarios dispersos por el mundo, en este mes de mayo recitamos el Rosario para invocar el fin de la pandemia y la reanudación de las actividades sociales y laborales. Hoy guía esta oración mariana el Santuario de la Beata Virgen del Rosario en Namyang, Corea del Sur. Nos unimos a los que están reunidos en este Santuario, rezando especialmente por los niños y los adolescentes.


Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy reflexionamos sobre la oración de contemplación. La contemplación, más que un método o un modo de rezar, es una íntima condición del ser humano que debemos descubrir. Somos contemplativos, tenemos la capacidad de ver el mundo con los ojos del corazón, que van más allá del simple examen de la realidad, mirando desde el amor y la fe.

Desde esta realidad, nuestra oración contemplativa nos pone delante de un Dios que nos mira con amor. La luz de esa mirada ilumina nuestro espíritu, le da ojos de misericordia para contemplar el mundo. El mismo Señor es modelo de esta oración, una oración que no se desentiende de la realidad y el sufrimiento, sino que por el contrario, se acrecienta ante la inminencia de su Pasión. De ese modo, en la transfiguración podemos contemplar cómo la luz del amor del Padre llena el corazón de Jesús y hace resplandecer toda su persona, como un preludio de la Cruz. 

La llamada del Evangelio es seguir a Jesús en la vía del amor. Y esto es el culmen de toda la vida cristiana. Caridad y contemplación son sinónimos, se refieren a la misma realidad. San Juan de la Cruz afirmaba que un pequeño acto de amor es más útil a la Iglesia que todas las demás acciones juntas. Un acto de amor, purificado en la oración para que no nazca de nuestra presunción y de nuestro egoísmo, es el mayor milagro que un cristiano pueda alcanzar.