27 de enero de 2021

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

Hemos oído muchas veces que la Palabra tiene vida. Eso significa que la Palabra - escrita en la Biblia - no es simplemente para leerla, sino para darle vida. Vida vivida, valga la redundancia, en nuestra vida de cada día. Eso quiere decir que, primero, leemos la Palabra y luego la reflexionamos tratando de interiorizarla y darle respuesta en nuestro vivir de cada día. De esa forma la Palabra se hace vida en nuestra vida.

Hoy, el santo Padre nos habla de la oración sacada de la Palabra de la Biblia y, a través de ella, nuestro diálogo con nuestro Padre Dios. Y nos enseña a leer la Palabra con pausa, reflexión e interpelarnos, para darle vida y presencia en nuestra vida. Lejos de leerla como una lectura repetitiva y rutinaria.


 

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 27 de enero de 2021

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Catequesis 22. La oración con las Sagradas Escrituras

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy quisiera detenerme sobre la oración que podemos hacer a partir de un pasaje de la Biblia. Las palabras de la Sagrada Escritura no han sido escritas para quedarse atrapadas en el papiro, en el pergamino o en el papel, sino para ser acogidas por una persona que reza, haciéndolas brotar en su corazón. La palabra de Dios va al corazón. El Catecismo afirma: «A la lectura de la sagrada Escritura debe acompañar la oración —la Biblia no puede ser leída como una novela— para que se realice el diálogo de Dios con el hombre» (n. 2653). Así te lleva la oración, porque es un diálogo con Dios. Ese versículo de la Biblia ha sido escrito también para mí, hace siglos, para traerme una palabra de Dios. Ha sido escrito para cada uno de nosotros. A todos los creyentes les sucede esta experiencia: una pasaje de la Escritura, escuchado ya muchas veces, un día de repente me habla e ilumina una situación que estoy viviendo. Pero es necesario que yo, ese día, esté ahí, en la cita con esa Palabra, esté ahí, escuchando la Palabra. Todos los días Dios pasa y lanza una semilla en el terreno de nuestra vida. No sabemos si hoy encontrará suelo árido, zarzas, o tierra buena, que hará crecer esa semilla (cf. Mc 4,3-9). Depende de nosotros, de nuestra oración, del corazón abierto con el que nos acercamos a las Escrituras para que se conviertan para nosotros en Palabra viviente de Dios. Dios pasa, continuamente, a través de la Escritura. Y retomo lo que dije la semana pasada, que decía san Agustín: “Tengo temor del Señor cuando pasa”. ¿Por qué temor? Que yo no le escuche, que no me dé cuenta de que es el Señor.

A través de la oración sucede como una nueva encarnación del Verbo. Y somos nosotros los “tabernáculos” donde las palabras de Dios quieren ser acogidas y custodiadas, para poder visitar el mundo. Por eso es necesario acercarse a la Biblia sin segundas intenciones, sin instrumentalizarla. El creyente no busca en las Sagradas Escrituras el apoyo para la propia visión filosófica o moral, sino porque espera en un encuentro; sabe que estas, estas palabras, han sido escritas en el Espíritu Santo y que por tanto en ese mismo Espíritu deben ser acogidas, ser comprendidas, para que el encuentro se realice.

A mí me molesta un poco cuando escucho cristianos que recitan versículos de la Biblia como los loros. “Oh, sí, el Señor dice…, quiere así…” ¿Pero tú te has encontrado con el Señor, con ese versículo? No es un problema solo de memoria: es un problema de la memoria del corazón, la que te abre para el encuentro con el Señor. Y esa palabra, ese versículo, te lleva al encuentro con el Señor.

Nosotros, por tanto, leemos las Escrituras para que estas “nos lean a nosotros”. Y es una gracia poder reconocerse en este o aquel personaje, en esta o esa situación. La Biblia no está escrita para una humanidad genérica, sino para todos nosotros, para mí, para ti, para hombres y mujeres en carne y hueso, hombres y mujeres que tienen nombre y apellidos, como yo, como tú.  Y la Palabra de Dios, impregnada del Espíritu Santo, cuando es acogida con un corazón abierto, no deja las cosas como antes, nunca, cambia algo. Y esta es la gracia y la fuerza de la Palabra de Dios.

La tradición cristiana es rica de experiencias y de reflexiones sobre la oración con la Sagrada Escritura. En particular, se ha consolidado el método de la “lectio divina”, nacido en ambiente monástico, pero ya practicado también por los cristianos que frecuentan las parroquias. Se trata ante todo de leer el pasaje bíblico con atención, es más, diría con “obediencia” al texto, para comprender lo que significa en sí mismo. Sucesivamente se entra en diálogo con la Escritura, de modo que esas palabras se conviertan en motivo de meditación y de oración: permaneciendo siempre adherente al texto, empiezo a preguntarme sobre qué “me dice a mí”. Es un paso delicado: no hay que resbalar en interpretaciones subjetivistas, sino entrar en el surco vivo de la Tradición, que une a cada uno de nosotros a la Sagrada Escritura. Y el último paso de la lectio divina es la contemplación. Aquí las palabras y los pensamientos dejan lugar al amor, como entre enamorados a los cuales a veces les basta con mirarse en silencio. El texto bíblico permanece, pero como un espejo, como un icono para contemplar. Y así se tiene el diálogo.

A través de la oración, la Palabra de Dios viene a vivir en nosotros y nosotros vivimos en ella. La Palabra inspira buenos propósitos y sostiene la acción; nos da fuerza, nos da serenidad, y también cuando nos pone en crisis nos da paz. En los días “torcidos” y confusos, asegura al corazón un núcleo de confianza y de amor que lo protege de los ataques del maligno.

Así la Palabra de Dios se hace carne —me permito usar esta expresión: se hace carne—  en aquellos que la acogen en la oración. En algunos textos antiguos surge la intuición de que los cristianos se identifican tanto con la Palabra que, incluso si quemaran todas las Biblias del mundo, se podría salvar el “calco” a través de la huella que ha dejado en la vida de los santos. Esta es una bonita expresión.

La vida cristiana es obra, al mismo tiempo, de obediencia y de creatividad. Un buen cristiano debe ser obediente, pero debe ser creativo. Obediente, porque escucha la Palabra de Dios; creativo, porque tiene el Espíritu Santo dentro que le impulsa a practicarla, a llevarla adelante. Jesús lo dice al final de un discurso suyo pronunciado en parábolas, con esta comparación: «Así, todo escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos es semejante al dueño de una casa que saca de sus arcas —del corazón—  lo nuevo y lo viejo» (Mt 13,52). Las Sagradas Escrituras son un tesoro inagotable. Que el Señor nos conceda, a todos nosotros, tomar de ahí cada vez más, mediante la oración. Gracias.


Saludos:

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Los animo a acercarse a la Palabra de Dios con obediencia y creatividad. En ella encontramos un tesoro inagotable al que podemos acceder todos los días mediante la oración, y ella nos irá trasformando y llenándonos de gran alegría. Que el Señor los bendiga.


LLAMAMIENTO

Hoy, aniversario de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz, se celebra la Jornada de la memoria. Conmemoramos a las víctimas de la Shoah y a todas las personas perseguidas y deportadas por el régimen nazi. Recordar es expresión de humanidad. Recordar es signo de civilización. Recordar es condición para un futuro mejor de paz y de fraternidad. Recordar también es estar atentos porque estas cosas pueden suceder otra vez, empezando por propuestas ideológicas que quieren salvar un pueblo y terminan por destruir un pueblo y a la humanidad. Estad atentos a cómo ha empezado este camino de muerte, de exterminio, de brutalidad.


 

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy reflexionamos sobre la oración que podemos hacer a partir de un fragmento de la Biblia. Las palabras de la Sagrada Escritura no han sido escritas para permanecer en el papel, sino para germinar en el corazón de la persona que ora. A pesar de su antigüedad, cada versículo de la Biblia fue escrito también para nosotros, y a través de ellos Dios nos habla. Cuando escuchamos un pasaje que tal vez hemos oído muchas veces, en ese momento, observamos cómo nos toca interiormente y nos ilumina una situación que estamos viviendo. En cierto modo la Escritura nos lee a nosotros, pues lee nuestra vida, comprende nuestra humanidad concreta y nos permite vernos reflejados en muchos personajes y situaciones.

La tradición cristiana nos ha dejado muchos métodos de oración; uno bastante consolidado es la “lectio divina”. Se trata sobre todo de leer el pasaje con atención para comprenderlo. Después se comienza un diálogo con la Palabra divina, para que pueda ser motivo de meditación y oración. Siempre en fidelidad al texto, nosotros nos interrogamos: ¿Qué es lo que “me dice a mí”? El último paso es la contemplación, para que las palabras dejen paso al amor, al silencio, como el encuentro entre dos enamorados.

De esta manera, la Palabra puede ser nuestra fortaleza; ella viene a habitar dentro de nosotros para que también nosotros habitemos en ella, identificándonos con ella de tal modo que podamos reflejar su enseñanza en nuestro modo de hablar y de actuar.

20 de enero de 2021

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

Vivimos unos momentos de desestabilización y de gran confusión. Nos vemos impotentes para frenar las luchas y las confrontaciones y recurrimos como siempre a la oración. No somos capaces de entendernos, tanto dentro como afuera hay luchas y divisiones como nos dice el Papa. Incluso, dentro de la misma Iglesia.

Necesitamos la oración, una oración elevada al Padre para que nos dé la fortaleza y la sabiduría para entendernos, comprendernos, soportarnos con paciencia y, sobre todo, caminar unidos en un mismo bautismo y una misma fe: nuestro Señor Jesús. Amén.

 


PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 20 de enero de 2021

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Catequesis. La oración por la unidad de los cristianos

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En esta catequesis me detengo sobre la oración por la unidad de los cristianos. De hecho, la semana que va del 18 al 25 de enero está dedicada en particular a esto, a invocar de Dios el don de la unidad para superar el escándalo de las divisiones entre los creyentes en Jesús. Él, después de la Última Cena, rezó por los suyos, «para que todos sean uno» (Jn 17,21). Es su oración antes de la Pasión, podríamos decir su testamento espiritual. Sin embargo, notamos que el Señor no ha ordenado a los discípulos la unidad. Ni siquiera les dio un discurso para motivar su necesidad. No, ha rezado al Padre por nosotros, para que seamos uno. Esto significa que no bastamos solo nosotros, con nuestras fuerzas, para realizar la unidad. La unidad es sobre todo un don, es una gracia para pedir con la oración.

Cada uno de nosotros lo necesita. De hecho, nos damos cuenta de que no somos capaces de custodiar la unidad ni siquiera en nosotros mismos. También el apóstol Pablo sentía dentro de sí un conflicto lacerante: querer el bien y estar inclinado al mal (cf. Rm 7,19). Comprendió así que la raíz de tantas divisiones que hay a nuestro alrededor —entre las personas, en la familia, en la sociedad, entre los pueblos y también entre los creyentes— está dentro de nosotros. El Concilio Vaticano II afirma que «los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre […] Por ello siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad» (Gaudium et spes, 10). Por tanto, la solución a las divisiones no es oponerse a alguien, porque la discordia genera otra discordia. El verdadero remedio empieza por pedir a Dios la paz, la reconciliación, la unidad.

Esto vale ante todo para los cristianos: la unidad puede llegar solo como fruto de la oración. Los esfuerzos diplomáticos y los diálogos académicos no bastan. Jesús lo sabía y nos ha abierto el camino, rezando. Nuestra oración por la unidad es así una humilde pero confiada participación en la oración del Señor, quien prometió que toda oración hecha en su nombre será escuchada por el Padre (cf. Jn 15,7). En este punto podemos preguntarnos: “¿Yo rezo por la unidad?”. Es la voluntad de Jesús pero, si revisamos las intenciones por las que rezamos, probablemente nos demos cuenta de que hemos rezado poco, quizá nunca, por la unidad de los cristianos. Sin embargo de esta depende la fe en el mundo; el Señor pidió la unidad entre nosotros «para que el mundo crea» (Jn 17,21). El mundo no creerá porque lo convenzamos con buenos argumentos, sino si testimoniamos el amor que nos une y nos hace cercanos a todos.

En este tiempo de graves dificultades es todavía más necesaria la oración para que la unidad prevalezca sobre los conflictos. Es urgente dejar de lado los particularismos para favorecer el bien común, y por eso nuestro buen ejemplo es fundamental: es esencial que los cristianos prosigan el camino hacia la unidad plena, visible. En los últimos decenios, gracias a Dios, se han dado muchos pasos adelante, pero es necesario perseverar en el amor y en la oración, sin desconfianza y sin cansarse. Es un recorrido que el Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia, en los cristianos y en todos nosotros, y sobre el cual ya no volveremos atrás. ¡Siempre adelante!

Rezar significa luchar por la unidad. Sí, luchar, porque nuestro enemigo, el diablo, como dice la palabra misma, es el divisor. Jesús pide la unidad en el Espíritu Santo, hacer unidad. El diablo siempre divide, porque es conveniente para él dividir. Él insinúa la división, en todas partes y de todas las maneras, mientras que el Espíritu Santo hace converger en unidad siempre. El diablo, en general, no nos tienta con la alta teología, sino con las debilidades de nuestros hermanos. Es astuto: engrandece los errores y los defectos de los otros, siembra discordia, provoca la crítica y crea facciones. El camino de Dios es otro: nos toma como somos, nos ama mucho, pero nos ama como somos y nos toma como somos; nos toma diferentes, nos toma pecadores, y siempre nos impulsa a la unidad. Podemos hacer una verificación sobre nosotros mismos y preguntarnos si, en los lugares en los que vivimos, alimentamos la conflictividad o luchamos por hacer crecer la unidad con los instrumentos que Dios nos ha dado: la oración y el amor. Sin embargo, alimentar la conflictividad se hace con el chismorreo, siempre, hablando mal de los otros. El chismorreo es el arma que el diablo tiene más a mano para dividir la comunidad cristiana, para dividir la familia, para dividir los amigos, para dividir siempre. El Espíritu Santo nos inspira siempre la unidad.

El tema de esta Semana de oración se refiere precisamente al amor: “Permaneced en mi amor y daréis fruto en abundancia” (cf. Jn 15,5-9). La raíz de la comunión es el amor de Cristo, que nos hace superar los prejuicios para ver en el otro a un hermano y a una hermana al que amar siempre. Entonces descubrimos que los cristianos de otras confesiones, con sus tradiciones, con su historia, son dones de Dios, son dones presentes en los territorios de nuestras comunidades diocesanas y parroquiales. Empecemos a rezar por ellos y, cuando sea posible, con ellos. Así aprenderemos a amarlos y a apreciarlos. La oración, recuerda el Concilio, es el alma de todo el movimiento ecuménico (cf. Unitatis redintegratio, 8). Que sea por tanto, la oración, el punto de partida para ayudar a Jesús a cumplir su sueño: que todos sean uno.


Saludos:

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. El lema de esta Semana de oración por la unidad de los cristianos es «Permanezcan en mi amor y darán fruto en abundancia». Pidamos al Señor que este lema se haga vida en nosotros. Recemos por los cristianos de otras confesiones y, si es posible, recemos junto con ellos, para que se cumpla el sueño de Jesús: que todos sean uno. Que Dios los bendiga.


LLAMAMIENTO

Pasado mañana, viernes 22 de enero, entrará en vigor el Tratado para la prohibición de las armas nucleares. Se trata del primer instrumento internacional jurídicamente vinculante que prohíbe explícitamente estas armas, cuyo uso tiene un impacto indiscriminado, afecta a un gran número de personas en poco tiempo y causa daños duraderos en el medio ambiente.

Animo vivamente a todos los Estados y a todas las personas a trabajar con determinación para promover las condiciones necesarias para un mundo sin armas nucleares, contribuyendo al avance de la paz y de la cooperación multilateral, que hoy la humanidad necesita tanto. 

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

Estamos celebrando la Semana de oración por la unidad de los cristianos, que concluirá el 25 de enero, fiesta de la conversión del apóstol san Pablo. Durante estos días, pedimos al Señor el don de la unidad para poder superar las divisiones entre los creyentes en Jesús. Él mismo, antes de la Pasión, rogó al Padre por nosotros, para que seamos uno y el mundo crea. Esto significa que para lograr la unidad no basta sólo nuestro esfuerzo, sino que es sobre todo un don y una gracia que hemos de suplicar al Padre.

Todos necesitamos la unidad, pero vemos que es difícil mantenerla incluso en nosotros mismos. Como san Pablo, también nosotros experimentamos un conflicto entre el bien que deseamos y la inclinación al mal, que nos lleva a hacer lo contrario. Esto nos hace ver que tantas divisiones que nos rodean —en el seno de las familias, las sociedades, los pueblos, e incluso entre los creyentes— se originan en el interior de cada persona. Por eso, la solución a las discordias comienza por la oración, por pedir a Dios la paz, la reconciliación y la unidad en nuestro propio corazón.

En este tiempo de crisis la oración es aún más necesaria, para que la unidad prevalezca sobre los conflictos. Rezar es luchar por la unidad. Sí, luchar, porque nuestro enemigo, el diablo, es astuto y nos quiere dividir: agranda los errores y los defectos de los demás, siembra discordia, provoca críticas y crea facciones. En cambio, el camino de Dios es otro: nos ama tal como somos, acoge nuestras diferencias y nos impulsa a la comunión con Cristo y los demás.

15 de enero de 2021

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

Tarde o temprano aparecerá la crisis de fe en nuestra vida. Porque, la fe es creer en lo que no vemos con nuestros ojos físicos, sino con los ojos del corazón. Y nuestro corazón es sensible a las seducciones, apetencias y tentaciones del mundo, demonio y carne. Incluso, nos lo recuerda el Papa, Juan tuvo también ciertas dudas y manda a que le pregunten a Jesús si es Él el que esperábamos.

También tú y yo tendremos dudas, no lo dudes. Pero, tengamos en cuenta que sólo Jesús habla en Verdad y Justicia. Él es el Camino, Verdad y Vida y sólo en y de Él vale la pena fiarse. Solo la Verdad que Él nos revela nos hace libre y llena nuestro corazón de verdadero gozo y felicidad.



PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 13 de enero de 2021

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Catequesis 21. La oración de alabanza

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Proseguimos la catequesis sobre la oración y damos espacio a la dimensión de la alabanza.

Hacemos referencia a un pasaje crítico de la vida de Jesús. Después de los primeros milagros y la implicación de los discípulos en el anuncio del Reino de Dios, la misión del Mesías atraviesa una crisis. Juan Bautista duda y le hace llegar este mensaje —Juan está en la cárcel—: «¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?» (Mt 11,3). Él siente esta angustia de no saber si se ha equivocado en el anuncio. En la vida siempre hay momentos oscuros, momentos de noche espiritual, y Juan está pasando este momento. Hay hostilidad en los pueblos del lago, donde Jesús había realizado tantos signos prodigiosos (cf. Mt 11,20-24). Ahora, precisamente en este momento de decepción, Mateo relata un hecho realmente sorprendente: Jesús no eleva al Padre un lamento, sino un himno de júbilo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños» (Mt 11,25). Es decir, en plena crisis, en plena oscuridad en el alma de tanta gente, como Juan el Bautista, Jesús bendice al Padre, Jesús alaba al Padre. ¿Pero por qué?

Sobre todo lo alaba por lo que es: «Padre, Señor del cielo y de la tierra». Jesús se regocija en su espíritu porque sabe y siente que su Padre es el Dios del universo, y viceversa, el Señor de todo lo que existe es el Padre, “Padre mío”. De esta experiencia de sentirse “el hijo del Altísimo” brota la alabanza. Jesús se siente hijo del Altísimo.

Y después Jesús alaba al Padre porque favorece a los pequeños. Es lo que Él mismo experimenta predicando en los pueblos: los “sabios” y los “inteligentes” permanecen desconfiados y cerrados, hacen cálculos; mientras que los “pequeños” se abren y acogen el mensaje. Esto solo puede ser voluntad del Padre, y Jesús se alegra. También nosotros debemos alegrarnos y alabar a Dios porque las personas humildes y sencillas acogen el Evangelio. Yo me alegro cuando veo esta gente sencilla, esta gente humilde que va en peregrinación, que va a rezar, que canta, que alaba, gente a la cual quizá le faltan muchas cosas pero la humildad les lleva a alabar a Dios. En el futuro del mundo y en las esperanzas de la Iglesia están siempre los “pequeños”: aquellos que no se consideran mejores que los otros, que son conscientes de los propios límites y de los propios pecados, que no quieren dominar sobre los otros, que, en Dios Padre, se reconocen todos hermanos.

Por lo tanto, en ese momento de aparente fracaso, donde todo está oscuro, Jesús reza alabando al Padre. Y su oración nos conduce también a nosotros, lectores del Evangelio, a juzgar de forma diferente nuestras derrotas personales, las situaciones en las que no vemos clara la presencia y la acción de Dios, cuando parece que el mal prevalece y no hay forma de detenerlo. Jesús, que también recomendó mucho la oración de súplica, precisamente en el momento en el que habría tenido motivo de pedir explicaciones al Padre, sin embargo lo alaba. Parece una contradicción, pero está ahí, la verdad.

¿A quién sirve la alabanza? ¿A nosotros o a Dios? Un texto de la liturgia eucarística nos invita a rezar a Dios de esta manera, dice así. «Aunque no necesitas nuestra alabanza, tú inspiras en nosotros que te demos gracias, para que las bendiciones que te ofrecemos nos ayuden en el camino de la salvación por Cristo, Señor nuestro» (Misal Romano, Prefacio común IV). Alabando somos salvados.

La oración de alabanza nos sirve a nosotros. El Catecismo la define así: «Participa en la bienaventuranza de los corazones puros que le aman en la fe antes de verle en la gloria» (n. 2639). Paradójicamente debe ser practicada no solo cuando la vida nos colma de felicidad, sino sobre todo en los momentos difíciles, en los momentos oscuros cuando el camino sube cuesta arriba. También es ese el tiempo de la alabanza, como Jesús que en el momento oscuro alaba al Padre. Para que aprendamos que a través de esa cuesta, de ese sendero difícil, ese sendero fatigoso, de esos pasajes arduos, se llega a ver un panorama nuevo, un horizonte más abierto. Alabar es como respirar oxígeno puro: te purifica el alma, te hace mirar a lo lejos, no te deja encerrado en el momento difícil y oscuro de las dificultades.

Hay una gran enseñanza en esa oración que desde hace ocho siglos no ha dejado nunca de palpitar, que San Francisco compuso al final de su vida: el “Cántico del hermano sol” o “de las criaturas”. El Pobrecillo no lo compuso en un momento de alegría, de bienestar, sino al contrario, en medio de las dificultades. Francisco está ya casi ciego, y siente en su alma el peso de una soledad que nunca antes había sentido: el mundo no ha cambiado desde el inicio de su predicación, todavía hay quien se deja destrozar por las riñas, y además siente que se acercan los pasos de la muerte. Podría ser el momento de la decepción, de esa decepción extrema y de la percepción del propio fracaso. Pero Francisco en ese instante de tristeza, en ese instante oscuro reza, ¿Cómo reza?: “Laudato si’, mi Señor…”. Reza alabando. Francisco alaba a Dios por todo, por todos los dones de la creación, y también por la muerte, que con valentía llama “hermana”, “hermana muerte”. Estos ejemplos de los Santos, de los cristianos, también de Jesús, de alabar a Dios en los momentos difíciles, nos abren las puertas de un camino muy grande hacia el Señor y nos purifican siempre. La alabanza purifica siempre.

Los santos y las santas nos demuestran que se puede alabar siempre, en las buenas y en las malas, porque Dios es el Amigo fiel. Este es el fundamento de la alabanza: Dios es el Amigo fiel, y su amor nunca falla. Él siempre está junto a nosotros, Él nos espera siempre. Alguno decía: “Es el centinela que está cerca de ti y te hace ir adelante con seguridad”. En los momentos difíciles y oscuros, encontramos la valentía de decir: “Bendito eres tú, oh Señor”. Alabar al Señor. Esto nos hará mucho bien.


Saludos:

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Pidamos al Señor que nos conceda la gracia de ser humildes y de alabarlo en cualquier situación de nuestra vida, también en este tiempo de pandemia, porque sabemos que Él es el amigo fiel que nunca nos abandona y que nos ama sin medida. Que Dios los bendiga.

 


Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy meditamos sobre la oración de alabanza. San Mateo nos relata en su Evangelio que la misión de Jesús, a un cierto punto —después de haber realizado los primeros milagros y haber enviado a sus discípulos para anunciar el Reino de Dios— atraviesa una crisis. Jesús ve surgir en su entorno hostilidad y desilusión. En medio de esta dificultad, Él no se queja con el Padre, sino que lo glorifica con un himno de júbilo.

En su oración, Jesús exulta de alegría, en primer lugar, por lo que Dios es: Él es su Padre y Señor del universo. Su alabanza brota precisamente de su experiencia de sentirse “hijo del Altísimo”. Y también lo alaba porque escoge a los “pequeños”. No se fija en los “sabios” y “prudentes” que, desconfiando de Él, lo rechazan, sino en los “pequeños”, los “sencillos” que están bien dispuestos a acoger su mensaje con un corazón limpio y humilde. Ellos, los pequeños, no se consideran mejores que los demás, son conscientes de sus propios límites y pecados, no tratan de dominar a los otros, sino que, en Dios Padre, se reconocen hermanos de todos.

La oración de alabanza nos ayuda, no sólo cuando nos sentimos felices, sino sobre todo en los momentos difíciles. Lo vemos, por ejemplo, en el “Cántico de las criaturas”, que san Francisco compuso al final de su vida, cuando experimentó la soledad, el fracaso y todo tipo de privaciones. En esa circunstancia, Francisco alaba a Dios por todo, por la creación e incluso por la muerte, a la que con valentía llega a llamar “hermana”.