24 de febrero de 2021

LA PRIMERA COMUNIDAD

San Policarpio de Esmirna

Es obvio que la primera comunidad cristiana se preocupara de perpetuar ese Mensaje de la Buena Noticia recibido del Señor. Así, como Jesús - nuestro Señor - dejó preparado el grupo apostólico para continuaran la proclamación de la Buena Noticia - Reino de Dios - los apóstoles hicieron lo mismo con sus discípulos para que la comunidad que ellos formaban tuviese continuidad. 

No hay que suponer mucho para pensar que eso fue lo sucedido. Es, pues, de sentido común que esa primera comunidad cristiana conocía su tiempo y la necesidad de transmitir lo que habían recibido de nuestro Señor Jesús. La consecuencia de eso fue la formación y mandato de catequistas y diáconos formados en la comunidad a seguir transmitiendo esa Buena Noticia recibida.

De esa forma también se transmitió el poder diaconal y sacerdotal para que la comunidad - hoy la Iglesia - continuara con esa misión de anunciar,  bautizar y perdonar los pecados. Esa es la razón por la que Jesús pensó y formó ese grupo de los apóstoles, su Iglesia, que aglutinó a los primeros padres, como San Policarpio de Esmirna -ver aquí -  y otros muchos - San Aniceto, San Germánico de Filadelfia, San Ignacio de Antioquía, San Ireneo de Lyon, San Pionio, Santos Rufo y Zósimo.

Y así llegamos hasta nuestros días - Papa Francisco. No cabe ninguna duda que en el camino hubo disecciones, disputas, divisiones y pecados. Lo mismo ocurrió durante los cuarenta años del pueblo por el desierto tras la salida de Egipto, pero ese es el pueblo de Dios que, auxiliado por el Espíritu Santo sigue su camino impertérrito hacia la tierra prometida. Amén.

17 de febrero de 2021

MIÉRCOLES DE CENIZA

Posiblemente experimentemos deseos de permanecer acomodados, al menos eso me sucede a mí, y este tiempo cuaresmal nos despierta y nos llama a levantarnos, a seguir el camino, a permanecer activados y reemprender el camino de conversión. Eso es y significa el tiempo de Cuaresma, un volver a la Casa del Padre tal y como hoy nos lo explica y comparte con nosotros el Santo Padre en su homilia de la celebración de la Santa Misa del miércoles de ceniza. 

 


SANTA MISA, BENDICIÓN E IMPOSICIÓN DE LA CENIZA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica de San Pedro
Miércoles, 17 de febrero de 2021

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Iniciamos el camino de la cuaresma. Este se abre con las palabras del profeta Joel, que indican la dirección a seguir. Hay una invitación que nace del corazón de Dios, que con los brazos abiertos y los ojos llenos de nostalgia nos suplica: «Vuélvanse a mí de todo corazón» (Jl 2,12). Vuélvanse a mí. La cuaresma es un viaje de regreso a Dios. Cuántas veces, ocupados o indiferentes, le hemos dicho: “Señor, volveré a Ti después, espera… Hoy no puedo, pero mañana empezaré a rezar y a hacer algo por los demás”. Y así un día después de otro. Ahora Dios llama a nuestro corazón. En la vida tendremos siempre cosas que hacer y tendremos excusas para dar, pero, hermanos y hermanas, hoy es el tiempo de regresar a Dios.

Vuélvanse a mí, dice, con todo el corazón. La cuaresma es un viaje que implica toda nuestra vida, todo lo que somos. Es el tiempo para verificar las sendas que estamos recorriendo, para volver a encontrar el camino de regreso a casa, para redescubrir el vínculo fundamental con Dios, del que depende todo. La cuaresma no es hacer un ramillete espiritual, es discernir hacia dónde está orientado el corazón. Este es el centro de la cuaresma: ¿Hacia dónde está orientado mi corazón? Preguntémonos: ¿Hacia dónde me lleva el navegador de mi vida, hacia Dios o hacia mi yo? ¿Vivo para agradar al Señor, o para ser visto, alabado, preferido, puesto en el primer lugar y así sucesivamente? ¿Tengo un corazón “bailarín”, que da un paso hacia adelante y uno hacia atrás, ama un poco al Señor y un poco al mundo, o un corazón firme en Dios? ¿Me siento a gusto con mis hipocresías, o lucho por liberar el corazón de la doblez y la falsedad que lo encadenan?

El viaje de la cuaresma es un éxodo, es un éxodo de la esclavitud a la libertad. Son cuarenta días que recuerdan los cuarenta años en los que el pueblo de Dios viajó en el desierto para regresar a su tierra de origen. Pero, ¡qué difícil es dejar Egipto! Fue más difícil dejar el Egipto que estaba en el corazón del pueblo de Dios, ese Egipto que se llevaron siempre dentro, que dejar la tierra de Egipto… Es muy difícil dejar el Egipto. Siempre, durante el camino, estaba la tentación de añorar las cebollas, de volver atrás, de atarse a los recuerdos del pasado, a algún ídolo. También para nosotros es así: el viaje de regreso a Dios se dificulta por nuestros apegos malsanos, se frena por los lazos seductores de los vicios, de las falsas seguridades del dinero y del aparentar, del lamento victimista que paraliza. Para caminar es necesario desenmascarar estas ilusiones.

Pero nos preguntamos: ¿cómo proceder entonces en el camino hacia Dios? Nos ayudan los viajes de regreso que nos relata la Palabra de Dios.

Miramos al hijo pródigo y comprendemos que también para nosotros es tiempo de volver al Padre. Como ese hijo, también nosotros hemos olvidado el perfume de casa, hemos despilfarrado bienes preciosos por cosas insignificantes y nos hemos quedado con las manos vacías y el corazón infeliz. Hemos caído: somos hijos que caen continuamente, somos como niños pequeños que intentan caminar y caen al suelo, y siempre necesitan que su papá los vuelva a levantar. Es el perdón del Padre que vuelve a ponernos en pie: el perdón de Dios, la confesión, es el primer paso de nuestro viaje de regreso. He dicho la confesión, por favor, los confesores, sean como el padre, no con el látigo, sino con el abrazo.

Después necesitamos volver a Jesús, hacer como aquel leproso sanado que volvió a agradecerle. Diez fueron curados, pero sólo él fue también salvado, porque volvió a Jesús (cf. Lc 17,12-19). Todos, todos tenemos enfermedades espirituales, solos no podemos curarlas; todos tenemos vicios arraigados, solos no podemos extirparlos; todos tenemos miedos que nos paralizan, solos no podemos vencerlos. Necesitamos imitar a aquel leproso, que volvió a Jesús y se postró a sus pies. Necesitamos la curación de Jesús, es necesario presentarle nuestras heridas y decirle: “Jesús, estoy aquí ante Ti, con mi pecado, con mis miserias. Tú eres el médico, Tú puedes liberarme. Sana mi corazón”.

Además, la Palabra de Dios nos pide que volvamos al Padre, nos pide que volvamos a Jesús, y estamos llamados a volver al Espíritu Santo. La ceniza sobre la cabeza nos recuerda que somos polvo y al polvo volveremos. Pero sobre este polvo nuestro Dios ha infundido su Espíritu de vida. Entonces, no podemos vivir persiguiendo el polvo, detrás de cosas que hoy están y mañana desaparecen. Volvamos al Espíritu, Dador de vida, volvemos al Fuego que hace resurgir nuestras cenizas, a ese Fuego que nos enseña a amar. Seremos siempre polvo, pero, como dice un himno litúrgico, polvo enamorado. Volvamos a rezar al Espíritu Santo, redescubramos el fuego de la alabanza, que hace arder las cenizas del lamento y la resignación.

Hermanos y hermanas: Nuestro viaje de regreso a Dios es posible sólo porque antes se produjo su viaje de ida hacia nosotros. De otro modo no habría sido posible. Antes que nosotros fuéramos hacia Él, Él descendió hacia nosotros. Nos ha precedido, ha venido a nuestro encuentro. Por nosotros descendió más abajo de cuanto podíamos imaginar: se hizo pecado, se hizo muerte. Es cuanto nos ha recordado san Pablo: «A quien no cometió pecado, Dios lo asemejó al pecado por nosotros» (2 Co 5,21). Para no dejarnos solos y acompañarnos en el camino descendió hasta nuestro pecado y nuestra muerte, ha tocado el pecado, ha tocado nuestra muerte. Nuestro viaje, entonces, consiste en dejarnos tomar de la mano. El Padre que nos llama a volver es Aquel que sale de casa para venir a buscarnos; el Señor que nos cura es Aquel que se dejó herir en la cruz; el Espíritu que nos hace cambiar de vida es Aquel que sopla con fuerza y dulzura sobre nuestro barro.

He aquí, entonces, la súplica del Apóstol: «Déjense reconciliar con Dios» (v. 20). Déjense reconciliar: el camino no se basa en nuestras fuerzas; nadie puede reconciliarse con Dios por sus propias fuerzas, no se puede. La conversión del corazón, con los gestos y las obras que la expresan, sólo es posible si parte del primado de la acción de Dios. Lo que nos hace volver a Él no es presumir de nuestras capacidades y nuestros méritos, sino acoger su gracia. Nos salva la gracia, la salvación es pura gracia, pura gratuidad. Jesús nos lo ha dicho claramente en el Evangelio: lo que nos hace justos no es la justicia que practicamos ante los hombres, sino la relación sincera con el Padre. El comienzo del regreso a Dios es reconocernos necesitados de Él, necesitados de misericordia, necesitados de su gracia. Este es el camino justo, el camino de la humildad. ¿Yo me siento necesitado o me siento autosuficiente?

Hoy bajamos la cabeza para recibir las cenizas. Cuando acabe la cuaresma nos inclinaremos aún más para lavar los pies de los hermanos. La cuaresma es un abajamiento humilde en nuestro interior y hacia los demás. Es entender que la salvación no es una escalada hacia la gloria, sino un abajamiento por amor. Es hacerse pequeños. En este camino, para no perder la dirección, pongámonos ante la cruz de Jesús: es la cátedra silenciosa de Dios. Miremos cada día sus llagas, las llagas que Él ha llevado al Cielo y muestra al Padre todos los días en su oración de intercesión. Miremos cada día sus llagas. En esos agujeros reconocemos nuestro vacío, nuestras faltas, las heridas del pecado, los golpes que nos han hecho daño. Sin embargo, precisamente allí vemos que Dios no nos señala con el dedo, sino que abre los brazos de par en par. Sus llagas están abiertas por nosotros y en esas heridas hemos sido sanados (cf. 1 P 2,24; Is 53,5). Besémoslas y entenderemos que justamente ahí, en los vacíos más dolorosos de la vida, Dios nos espera con su misericordia infinita. Porque allí, donde somos más vulnerables, donde más nos avergonzamos, Él viene a nuestro encuentro. Y ahora que ha venido a nuestro encuentro, nos invita a regresar a Él, para volver a encontrar la alegría de ser amados.

 

10 de febrero de 2021

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

La audiencia del Papa Francisco de hoy, describe la vida de un cristiano. Y digo y comparto esto desde mi experiencia personal. La vida de un cristiano se concreta y realiza en su relación - oración - diaria con el Señor. Y eso, con gran regocijo, lo comparto y la descubro hoy en mi vida con lo que nos transmite y comparte el santo Padre en su audiencia. Vivir en, con y por nuestro Padre Dios es estar en constante y perseverante contacto con Él, y eso se llama "oración".

Y así, con toda humildad, transcurre mi vida en esta última etapa. Mis blogs son verdaderos testigos de mis reflexiones diarias sobre, con y en el Señor por tratar de vivir en su Voluntad. Es verdad que no doy la talla, que mi vida va muy por debajo de lo que me gustaría que fuese, pero, bien lo sabe mi Padre Dios, que todos mis esfuerzos van dirigidos a ponerme en sus brazos y dejarme dirigir por su Gracia. Gracias santo Padre.



PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 10 de febrero de 2021

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Catequesis 24. La oración en la vida cotidiana

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la catequesis precedente vimos cómo la oración cristiana está “anclada” a la Liturgia. Hoy destacaremos cómo desde la Liturgia esta vuelve siempre a la vida cotidiana: por las calles, en las oficinas, en los medios de transporte… Y ahí continúa el diálogo con Dios: quien reza es como el enamorado, que lleva siempre en el corazón a la persona amada, donde sea que esté.

De hecho, todo es asumido en este diálogo con Dios: toda alegría se convierte en motivo de alabanza, toda prueba es ocasión para una petición de ayuda. La oración está siempre viva en la vida, como una brasa de fuego, también cuando la boca no habla, pero el corazón habla. Todo pensamiento, incluso si es aparentemente “profano”, puede ser impregnado de oración. También en la inteligencia humana hay un aspecto orante; esta de hecho es una ventana asomada al misterio: ilumina los pocos pasos que están delante de nosotros y después se abre a la realidad toda entera, esta realidad que la precede y la supera. Este misterio no tiene un rostro inquietante o angustiante, no: el conocimiento de Cristo nos hace confiados que allí donde nuestros ojos y los ojos de nuestra mente no pueden ver, no está la nada, sino que hay alguien que nos espera, hay una gracia infinita. Y así la oración cristiana infunde en el corazón humano una esperanza invencible: cualquier experiencia que toque nuestro camino, el amor de Dios puede convertirlo en bien.

Al respecto, el Catecismo dice: «Aprendemos a orar en ciertos momentos escuchando la Palabra del Señor y participando en su Misterio Pascual; pero, en todo tiempo, en los acontecimientos de cada día, su Espíritu se nos ofrece para que brote la oración. […] El tiempo está en las manos del Padre; lo encontramos en el presente, ni ayer ni mañana, sino hoy» (n. 2659). Hoy encuentro a Dios, siempre está el hoy del encuentro.

No existe otro maravilloso día que el hoy que estamos viviendo. La gente que vive siempre pensando en el futuro: “Pero, el futuro será mejor…”, pero no toma el hoy como viene: es gente que vive en la fantasía, no sabe tomar lo concreto de la realidad. Y el hoy es real, el hoy es concreto. Y la oración sucede en el hoy. Jesús nos viene al encuentro hoy, este hoy que estamos viviendo. Y es la oración que transforma este hoy en gracia, o mejor, que nos transforma: apacigua la ira, sostiene el amor, multiplica la alegría, infunde la fuerza para perdonar. En algún momento nos parecerá que ya no somos nosotros los que vivimos, sino que la gracia vive y obra en nosotros mediante la oración. Y cuando nos viene un pensamiento de rabia, de descontento, que nos lleva hacia la amargura. Detengámonos y digamos al Señor: “¿Dónde estás? ¿Y dónde estoy yendo yo?” Y el Señor está ahí, el Señor nos dará la palabra justa, el consejo para ir adelante sin este zumo amargo del negativo. Porque la oración siempre, usando una palabra profana, es positiva. Siempre. Te lleva adelante. Cada día que empieza, si es acogido en la oración, va acompañado de valentía, de forma que los problemas a afrontar no sean estorbos a nuestra felicidad, sino llamadas de Dios, ocasiones para nuestro encuentro con Él. Y cuando uno es acompañado por el Señor, se siente más valiente, más libre, y también más feliz.

Por tanto, recemos siempre por todo y por todos, también por los enemigos. Jesús nos ha aconsejado esto: “Rezad por los enemigos”. Recemos por nuestros seres queridos, pero también por aquellos que no conocemos; recemos incluso por nuestros enemigos, como he dicho, como a menudo nos invita a hacer la Escritura. La oración dispone a un amor sobreabundante. Recemos sobre todo por las personas infelices, por aquellos que lloran en la soledad y desesperan porque todavía haya un amor que late por ellos. La oración realiza milagros; y los pobres entonces intuyen, por gracia de Dios, que, también en esa situación suya de precariedad, la oración de un cristiano ha hecho presente la compasión de Jesús: Él de hecho miraba con gran ternura a la multitud cansada y perdida como ovejas sin pastor (cf. Mc 6,34). El Señor es – no lo olvidemos – el Señor de la compasión, de la cercanía, de la ternura: tres palabras para no olvidar nunca. Porque es el estilo del Señor: compasión, cercanía, ternura.

La oración nos ayuda a amar a los otros, no obstante sus errores y sus pecados. La persona siempre es más importante que sus acciones, y Jesús no ha juzgado al mundo, sino que lo ha salvado. Es una vida fea la de las personas que siempre están juzgando a los otros, siempre están condenando, juzgando: es una vida fea, infeliz. Jesús ha venido a salvarnos: abre tu corazón, perdona, justifica a los otros, entiende, también tú sé cercano a los otros, ten compasión, ten ternura como Jesús. Es necesario querer a todos y cada uno recordando, en la oración, que todos somos pecadores y al mismo tiempo amados por Dios uno a uno. Amando así este mundo, amándolo con ternura, descubriremos que cada día y cada cosa lleva escondido en sí un fragmento del misterio de Dios.

Escribe el Catecismo: «Orar en los acontecimientos de cada día y de cada instante es uno de los secretos del Reino revelados a los “pequeños”, a los servidores de Cristo, a los pobres de las bienaventuranzas. Es justo y bueno orar para que la venida del Reino de justicia y de paz influya en la marcha de la historia, pero también es importante impregnar de oración las humildes situaciones cotidianas. Todas las formas de oración pueden ser la levadura con la que el Señor compara el Reino» (n. 2660).

El hombre —la persona humana, el hombre y la mujer— es semejante a un soplo, como la hierba (cf. Sal 144,4; 103,15). El filósofo Pascal escribía: «No es necesario que el universo entero se arme para aplastarlo: un vapor, una gota de agua bastan para matarlo»[1]. Somos seres frágiles, pero sabemos rezar: esta es nuestra dignidad más grande, también es nuestra fortaleza. Valentía. Rezar en cada momento, en cada situación, porque el Señor está cerca de nosotros. Y cuando una oración es según el corazón de Jesús, obtiene milagros.


[1] Pensamientos, 186.


Saludos:

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Mañana celebramos la fiesta de Nuestra Señora de Lourdes, patrona de los enfermos. Pidamos por su intercesión que el Señor conceda la salud del alma y cuerpo a todos los que sufren a causa de alguna enfermedad y de la actual pandemia, y fortalezca a quienes los asisten y los acompañan en este tiempo de prueba que atraviesan en sus vidas. Que Dios los bendiga a todos.

 


LLAMAMIENTO

1.  Expreso mi cercanía a las víctimas de la calamidad ocurrida hace tres días en el norte de la India, donde parte de un glaciar se desprendió provocando una violenta inundación, que destruyó dos centrales eléctricas en construcción. Rezo por los trabajadores difuntos y por sus familiares, y por todas las personas heridas y dañadas.

2.  En Extremo Oriente y en varias partes del mundo, el próximo viernes 12 de febrero muchos millones de hombres y mujeres celebrarán el fin de año lunar. A todos ellos y a sus familias deseo enviar mi cordial saludo, junto al deseo de que el nuevo año traiga frutos de fraternidad y solidaridad. En este momento particular, en el cual son fuertes las preocupaciones para afrontar los desafíos de la pandemia, que toca no solo el físico y el alma de las personas, sino que influye también en las relaciones sociales, formulo el deseo de que cada uno pueda gozar de buena salud y serenidad de vida. Mientras invito, finalmente, a rezar por el don de la paz y de todos los demás bienes, recuerdo que estos se obtienen con bondad, respeto, amplitud de miras y valentía, sin olvidar nunca tener un cuidado preferencial hacia los más pobres y los más débiles.


 

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

Reflexionamos hoy sobre la oración en la vida cotidiana. El que reza es como un enamorado: lleva siempre en el corazón a la persona amada, vaya donde vaya. Por eso, podemos rezar en cualquier momento, en los acontecimientos de cada día: en la calle, en la oficina, en el tren; con palabras o en el silencio de nuestro corazón. Incluso un pensamiento aparentemente “profano” puede estar impregnado de oración. El Espíritu del Señor siempre se nos ofrece para que brote el diálogo con Él.

La oración nos va transformando: calma la ira, mantiene el amor, multiplica la alegría, infunde la fuerza de perdonar. En la oración se nos concede la gracia para afrontar cada día con esperanza y valentía, como llamadas de Dios y ocasiones para encontrarnos con Él. Además, la oración nos ayuda a amar a los demás, conscientes de que todos somos pecadores y, al mismo tiempo, amados personalmente por el Señor. Somos seres frágiles, pero sabemos rezar: esta es nuestra mayor dignidad.

Por tanto, recemos por todo y por todos: por nuestros seres queridos, y también por las personas que no conocemos, incluso por nuestros enemigos. Recemos especialmente por los que más sufren a causa del dolor y la enfermedad, de la soledad y la precariedad. Rezando y amando así este mundo, amándolo con compasión y ternura, como Jesús, descubriremos que cada día lleva escondido en sí un fragmento del misterio de Dios.

 

3 de febrero de 2021

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

Hoy el Papa Francisco nos habla de la liturgia. Una liturgia que va injertada en nuestro espíritu cristiano, porque, decir liturgia es hablar de oración y de sintonía con los misterios sacramentales de la Iglesia. No podemos hacer nuestras propias oraciones e incluso programar nuestro propio camino cristiano. Jesús, el Señor, fundó una Iglesia que señalará su camino y la transmitió y dejó para que sus apóstoles la continuaran.

Nos toca a nosotros seguir ese mismo camino en la Iglesia. Porque, no olvidemos que tú y yo somos también iglesia. Esa Iglesia que camina siguiendo los pasos de Jesús, el Señor, y que ora y celebra sus sagrados misterios en los Sacramentos,  instituidos por Él en su camino por este mundo.



PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 3 de febrero de 2021

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Catequesis 23. Rezar en la liturgia

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la historia de la Iglesia, se ha registrado en más de una ocasión, la tentación de practicar un cristianismo intimista, que no reconoce a los ritos litúrgicos públicos su importancia espiritual. A menudo esta tendencia reivindicaba la presunta mayor pureza de una religiosidad que no dependiera de las ceremonias exteriores, consideradas una carga inútil o dañina. En el centro de las críticas terminaba no una particular forma ritual, o una determinada forma de celebrar, sino la liturgia misma, la forma litúrgica de rezar.

De hecho se pueden encontrar en la Iglesia ciertas formas de espiritualidad que no han sabido integrar adecuadamente el momento litúrgico. Muchos fieles, incluso participando asiduamente en los ritos, especialmente en la Misa dominical, han obtenido alimento para su fe y su vida espiritual más bien de otras fuentes, de tipo devocional.

En los últimos decenios, se ha caminado mucho. La Constitución Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II representa el eje de este largo viaje. Esta reafirma de forma completa y orgánica la importancia de la divina liturgia para la vida de los cristianos, los cuales encuentran en ella esa mediación objetiva solicitada por el hecho de que Jesucristo no es una idea o un sentimiento, sino una Persona viviente, y su Misterio un evento histórico. La oración de los cristianos pasa a través de mediaciones concretas: la Sagrada Escritura, los Sacramentos, los ritos litúrgicos, la comunidad. En la vida cristiana no se prescinde de la esfera corpórea y material, porque en Jesucristo esta se ha convertido en camino de salvación. Podemos decir que debemos rezar también con el cuerpo: el cuerpo entra en la oración.

Por tanto, no existe espiritualidad cristiana que no tenga sus raíces en la celebración de los santos misterios. El Catecismo escribe: «La misión de Cristo y del Espíritu Santo que, en la liturgia sacramental de la Iglesia, anuncia, actualiza y comunica el Misterio de la salvación, se continúa en el corazón que ora» (n. 2655). La liturgia, en sí misma, no es solo oración espontánea, sino algo más y más original: es acto que funda la experiencia cristiana por completo y, por eso, también la oración es evento, es acontecimiento, es presencia, es encuentro. Es un encuentro con Cristo. Cristo se hace presente en el Espíritu Santo a través de los signos sacramentales: de aquí deriva para nosotros los cristianos la necesidad de participar en los divinos misterios. Un cristianismo sin liturgia, yo me atrevería a decir que quizá es un cristianismo sin Cristo. Sin el Cristo total. Incluso en el rito más despojado, como el que algunos cristianos han celebrado y celebran en los lugares de prisión, o en el escondite de una casa durante los tiempos de persecución, Cristo se hace realmente presente y se dona a sus fieles.

La liturgia, precisamente por su dimensión objetiva, pide ser celebrada con fervor, para que la gracia derramada en el rito no se disperse sino que alcance la vivencia de cada uno. El Catecismo lo explica muy bien y dice así: «La oración interioriza y asimila la liturgia durante y después de la misma» (ibid.). Muchas oraciones cristianas no proceden de la liturgia, pero todas, si son cristianas, presuponen la liturgia, es decir la mediación sacramental de Jesucristo. Cada vez que celebramos un Bautismo, o consagramos el pan y el vino en la Eucaristía, o ungimos con óleo santo el cuerpo de un enfermo, ¡Cristo está aquí! Es Él que actúa y está presente como cuando sanaba los miembros débiles de un enfermo, o entregaba en la Última Cena su testamento para la salvación del mundo.

La oración del cristiano hace propia la presencia sacramental de Jesús. Lo que es externo a nosotros se convierte en parte de nosotros: la liturgia lo expresa incluso con el gesto tan natural del comer. La Misa no puede ser solo “escuchada”: no es una expresión justa, “yo voy a escuchar Misa”. La Misa no puede ser solo escuchada, como si nosotros fuéramos solo espectadores de algo que se desliza sin involucrarnos. La Misa siempre es celebrada, y no solo por el sacerdote que la preside, sino por todos los cristianos que la viven. ¡Y el centro es Cristo! Todos nosotros, en la diversidad de los dones y de los ministerios, todos nos unimos a su acción, porque es Él, Cristo, el Protagonista de la liturgia.

Cuando los primeros cristianos empezaron a vivir su culto, lo hicieron actualizando los gestos y las palabras de Jesús, con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, para que su vida, alcanzada por esa gracia, se convirtiera en sacrificio espiritual ofrecido a Dios. Este enfoque fue una verdadera “revolución”. Escribe San Pablo en la Carta a los Romanos: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual» (12,1). La vida está llamada a convertirse en culto a Dios, pero esto no puede suceder sin la oración, especialmente la oración litúrgica. Que este pensamiento nos ayude cuando se vaya a Misa: voy a rezar en comunidad, voy a rezar con Cristo que está presente. Cuando vamos a la celebración de un Bautismo, por ejemplo, Cristo está ahí, presente, que bautiza. “Pero, Padre, esta es una idea, una forma de hablar”: no, no es una forma de hablar. Cristo está presente y en la liturgia tú rezas con Cristo que está junto a ti.


Saludos:

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Pidamos al Señor que avive en nosotros la necesidad de participar en los divinos misterios, donde Cristo está presente, y que a través de la oración, especialmente de la oración litúrgica, toda nuestra vida sea un culto agradable a Dios. Que el Señor los bendiga.


 

LLAMAMIENTO

Mañana se celebrará la Primera Jornada Internacional de la Fraternidad Humana, que estableció recientemente una Resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Esta iniciativa también tiene en cuenta el encuentro del 4 de febrero de 2019 en Abu Dhabi, cuando el Gran Imán de Al-Azhar, Ahmad Al-Tayyeb, y yo firmamos el Documento sobre la Fraternidad humana para la paz mundial y la convivencia común. Me complace mucho que las naciones de todo el mundo se unan a esta celebración, destinada a promover el diálogo interreligioso e intercultural. Por ello, mañana por la tarde participaré en un encuentro virtual con el Gran Imán de Al-Azhar, con el Secretario General de las Naciones Unidas, Sr. António Guterres, y con otras personalidades. La citada Resolución de las Naciones Unidas reconoce «la contribución que el diálogo entre todos los grupos religiosos puede aportar para que se conozcan y se comprendan mejor los valores comunes compartidos por toda la humanidad». Que esta sea nuestra oración hoy y nuestro compromiso durante todos los días del año.

 


 

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy consideramos el nexo entre la oración y la liturgia. El Catecismo de la Iglesia católica nos explica que «la oración interioriza y asimila la liturgia durante y después de la misma». Incluso cuando la oración se vive “en lo secreto”, también ésta es oración de la Iglesia, que eleva a Dios su plegaria.

Como se sabe, a lo largo de la historia de la Iglesia ha estado presente la tentación de practicar un cristianismo intimista, es decir, una religiosidad que no reconocía a la liturgia, a los ritos públicos, su importancia espiritual, hasta considerarla inútil y dañina. Esto llevó a que muchos fieles, participando incluso a la Misa dominical, le hayan quitado importancia, y hayan buscado alimento para su fe y su vida espiritual en fuentes devocionales y no en la liturgia.

Sin embargo, esto está cambiando. La Constitución sobre la Liturgia del Vaticano II subrayó la importancia en la vida de los cristianos de la divina liturgia, que es acción de Cristo, que significa y realiza principalmente su misterio pascual. Por ello, no existe espiritualidad cristiana que no tenga como fuente la celebración de los divinos misterios, porque la liturgia no es una “oración espontánea”, sino acción de la Iglesia, encuentro con Cristo mismo, que se hace presente con la fuerza del Espíritu Santo, a través de los signos sacramentales, para comunicarnos su gracia. Un cristianismo sin liturgia es, por lo tanto, un cristianismo sin Cristo.