28 de octubre de 2020

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

Jesús se pone a la cabeza de nuestra oración e intercede por nosotros. Él nos lleva al Padre y, estando limpio de todo pecado, se pone a la cabeza entregando su Vida para ganar nuestra liberación y salvación. Tal y como nos dice el Santo Padre: hoy fijamos nuestra atención en Jesús, que quiso comenzar su misión pública en el río Jordán, donde el pueblo reunido en espíritu de oración recibía de Juan un bautismo de penitencia. Y aunque Jesús no lo necesitaba, quiso ser bautizado en obediencia a la voluntad del Padre y en solidaridad con nuestra condición humana. 

También nosotros recibimos ese mismo Espíritu Santo que bajó sobre Jesús en el Jordán en la hora de nuestro bautismo y nunca estaremos solos si le abrimos nuestro corazón y nos ponemos en actitud de disponibilidad para dejarnos guiar por sus impulsos. 

 


 

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Aula Pablo VI
Miércoles, 28 de octubre de 2020

[Multimedia]


 

Catequesis - 12. Jesús, hombre de oración

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy, en esta audiencia, como hemos hecho en las audiencias precedentes, permaneceré aquí. A mí me gustaría mucho bajar, saludar a cada uno, pero tenemos que mantener las distancias, porque si yo bajo se hace una aglomeración para saludar, y esto está contra los cuidados, las precauciones que debemos tener delante de esta “señora” que se llama Covid y que nos hace tanto daño. Por eso, perdonadme si yo no bajo a saludaros: os saludo desde aquí pero os llevo a todos en el corazón. Y vosotros, llevadme a mí en el corazón y rezad por mí. A distancia, se puede rezar uno por otro; gracias por la comprensión.

En nuestro itinerario de catequesis sobre la oración, después de haber recorrido el Antiguo Testamento, llegamos ahora a Jesús. Y Jesús rezaba. El inicio de su misión pública tiene lugar con el bautismo en el río Jordán. Los evangelistas coinciden al atribuir importancia fundamental a este episodio. Narran que todo el pueblo se había recogido en oración, y especifican que este reunirse tuvo un claro carácter penitencial (cfr. Mc 1, 5; Mt 3, 8). El pueblo iba donde Juan para bautizarse para el perdón de los pecados: hay un carácter penitencial, de conversión.

El primer acto público de Jesús es por tanto la participación en una oración coral del pueblo, una oración del pueblo que va a bautizarse, una oración penitencial, donde todos se reconocían pecadores. Por esto el Bautista quiso oponerse, y dice: «Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?» (Mt 3, 14). El Bautista entiende quién era Jesús. Pero Jesús insiste: el suyo es un acto que obedece a la voluntad del Padre (v. 15), un acto de solidaridad con nuestra condición humana. Él reza con los pecadores del pueblo de Dios. Metamos esto en la cabeza: Jesús es el Justo, no es pecador. Pero Él ha querido descender hasta nosotros, pecadores, y Él reza con nosotros, y cuando nosotros rezamos Él está con nosotros rezando; Él está con nosotros porque está en el cielo rezando por nosotros. Jesús siempre reza con su pueblo, siempre reza con nosotros: siempre. Nunca rezamos solos, siempre rezamos con Jesús. No se queda en la orilla opuesta del río —“Yo soy justo, vosotros pecadores”— para marcar su diversidad y distancia del pueblo desobediente, sino que sumerge sus pies en las mismas aguas de purificación. Se hace como un pecador. Y esta es la grandeza de Dios que envió a su Hijo que se aniquiló a sí mismo y apareció como un pecador.

Jesús no es un Dios lejano, y no puede serlo. La encarnación lo reveló de una manera completa y humanamente impensable. Así, inaugurando su misión, Jesús se pone a la cabeza de un pueblo de penitentes, como encargándose de abrir una brecha a través de la cual todos nosotros, después de Él, debemos tener la valentía de pasar. Pero la vía, el camino, es difícil; pero Él va, abriendo el camino. El Catecismo de la Iglesia Católica explica que esta es la novedad de la plenitud de los tiempos. Dice: «La oración filial, que el Padre esperaba de sus hijos va a ser vivida por fin por el propio Hijo único en su Humanidad, con los hombres y en favor de ellos» (n. 2599). Jesús reza con nosotros. Metamos esto en la cabeza y en el corazón: Jesús reza con nosotros.

Ese día, a orillas del río Jordán, está por tanto toda la humanidad, con sus anhelos inexpresados de oración. Está sobre todo el pueblo de los pecadores: esos que pensaban que no podían ser amados por Dios, los que no osaban ir más allá del umbral del templo, los que no rezaban porque no se sentían dignos. Jesús ha venido por todos, también por ellos, y empieza precisamente uniéndose a ellos, a la cabeza.

Sobre todo el Evangelio de Lucas destaca el clima de oración en el que tuvo lugar el bautismo de Jesús: «Sucedió que cuando todo el pueblo estaba bautizándose, bautizado también Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo» (3, 21). Rezando, Jesús abre la puerta de los cielos, y de esa brecha desciende el Espíritu Santo. Y desde lo alto una voz proclama la verdad maravillosa: «Tú eres mi Hijo; yo hoy te he engendrado» (v. 22). Esta sencilla frase encierra un inmenso tesoro: nos hace intuir algo del misterio de Jesús y de su corazón siempre dirigido al Padre. En el torbellino de la vida y el mundo que llegará a condenarlo, incluso en las experiencias más duras y tristes que tendrá que soportar, incluso cuando experimenta que no tiene dónde recostar la cabeza (cfr. Mt 8, 20), también cuando el odio y la persecución se desatan a su alrededor, Jesús no se queda nunca sin el refugio de un hogar: habita eternamente en el Padre.

Esta es la grandeza única de la oración de Jesús: el Espíritu Santo toma posesión de su persona y la voz del Padre atestigua que Él es el amado, el Hijo en el que Él se refleja plenamente.

Esta oración de Jesús, que a orillas del río Jordán es totalmente personal –  y así será durante toda su vida terrena –, en Pentecostés se convertirá por gracia en la oración de todos los bautizados en Cristo. Él mismo obtuvo este don para nosotros, y nos invita a rezar como Él rezaba.

Por esto, si en una noche de oración nos sentimos débiles y vacíos, si nos parece que la vida haya sido completamente inútil, en ese instante debemos suplicar que la oración de Jesús se haga nuestra. “Yo no puedo rezar hoy, no sé qué hacer: no me siento capaz, soy indigno, indigna”. En ese momento, es necesario encomendarse a Él para que rece por nosotros. Él en este momento está delante del Padre rezando por nosotros, es el intercesor; hace ver al Padre las llagas, por nosotros. ¡Tenemos confianza en esto! Si nosotros tenemos confianza, escucharemos entonces una voz del cielo, más fuerte que la que sube de los bajos fondos de nosotros mismos, y escucharemos esta voz susurrando palabras de ternura: “Tú eres el amado de Dios, tú eres hijo, tú eres la alegría del Padre de los cielos”. Precisamente por nosotros, para cada uno de nosotros hace eco la palabra del Padre: aunque fuéramos rechazados por todos, pecadores de la peor especie. Jesús no bajó a las aguas del Jordán por sí mismo, sino por todos nosotros. Era todo el pueblo de Dios que se acercaba al Jordán para rezar, para pedir perdón, para hacer ese bautismo de penitencia. Y como dice ese teólogo, se acercaban al Jordán “desnuda el alma y desnudos los pies”. Así es la humildad. Para rezar es necesario humildad. Ha abierto los cielos, como Moisés había abierto las aguas del mar Rojo, para que todos pudiéramos pasar detrás de Él. Jesús nos ha regalado su propia oración, que es su diálogo de amor con el Padre. Nos lo dio como una semilla de la Trinidad, que quiere echar raíces en nuestro corazón. ¡Acojámoslo! Acojamos este don, el don de la oración. Siempre con Él. Y no nos equivocaremos.


Saludos:

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Que el Señor Jesús nos conceda la gracia de hacer que su oración, que es diálogo de amor con el Padre, se convierta también en nuestra, con la seguridad de que Dios nos ama, nos perdona y nos invita a vivir como hijos e hijas suyos en intimidad con Él. Que Dios los bendiga a todos. 

 


LLAMAMIENTO

Me uno al dolor de las familias de los jóvenes estudiantes brutalmente asesinados el sábado pasado en Kumba, en Camerún. Siento un gran desconcierto por un acto tan cruel e insensato, que ha arrebatado la vida de los pequeños inocentes mientras estaban en clase en el colegio. ¡Qué Dios ilumine los corazones, para que gestos similares no se repitan nunca más y para que las atormentadas regiones del noroeste y suroeste del país puedan finalmente encontrar la paz! Espero que las armas se callen y se pueda garantizar la seguridad de todos y el derecho de cada joven a la educación y al futuro. Expreso a las familias, a la ciudad de Kumba y a todo Camerún mi afecto e invoco el consuelo que solo Dios puede dar.


 

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

En nuestras catequesis sobre la oración, después de haber recorrido los testimonios del Antiguo Testamento, hoy fijamos nuestra atención en Jesús, que quiso comenzar su misión pública en el río Jordán, donde el pueblo reunido en espíritu de oración recibía de Juan un bautismo de penitencia. Y aunque Jesús no lo necesitaba, quiso ser bautizado en obediencia a la voluntad del Padre y en solidaridad con nuestra condición humana.

Jesús no es un Dios lejano, no tomó distancia del pueblo pecador y desobediente, sino que se unió a su oración, y se sumergió en las mismas aguas de purificación, no por sí mismo, sino por todos nosotros, pecadores. Ya desde el inicio de su misión, quiso ponerse a la cabeza del pueblo penitente, para abrirle camino e invitarlo a seguirlo. Esta es la novedad de la plenitud de los tiempos: el Hijo de Dios bajó del cielo por todos nosotros, hombres y mujeres, haciéndose nuestro hermano, y continúa elevando su oración filial al Padre junto con la humanidad y por toda la humanidad.

San Lucas evidencia el clima de oración en el que se dio el bautismo: mientras Jesús estaba en oración, se abrió el cielo y descendió el Espíritu Santo, y se oyó la voz del Padre, que proclamó la verdad sobre Él: «Tú eres mi Hijo, el amado, en ti me complazco». Por eso, en todos los momentos de la vida terrenal de Jesucristo, incluso en los más duros y amargos, Él no estaba sólo y sin refugio: Él vivía en el Padre, y su oración personal se transformará, en Pentecostés, en la oración de todos los bautizados.

22 de octubre de 2020

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

Hoy el Papa Francisco nos continúa hablando de la oración. La oración como vehículo necesario para llegar, estar y hablar con Dios. Porque, toda acción, así lo creo yo, en la presencia de Dios, aunque sea distraído, es tomada como una oración por nuestro Padre. Y, al contrario, nos lo dice el Papa, cuando la oración con nuestro Padre busca nuestro propio egoísmo, deja de ser oración, porque no hablamos con Dios sino que buscamos y queremos beneficiarnos de nuestro Padre Dios.
 
Los salmos, de los que nos habla el Papa, eran las oraciones por excelencia del pueblo de Israel, y en esas oraciones se crió y educó Jesús. Y en ellas escuchamos y aprendemos a relacionarnos con Dios. Pero, el Padrenuestro, la oración que nos enseña Jesús, nos descubre que, como nos dice el Papa, que el otro se hace importante y nosotros responsable. Porque, la oración, en la que el hermano no está presente, deja de ser cristiana.
 
 
 

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Aula Pablo VI
Miércoles, 21 de octubre de 2020

[Multimedia]


 

Catequesis - 11. La oración de los salmos. 2

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy tendremos que cambiar un poco la forma de realizar esta audiencia por causa del coronavirus. Vosotros estáis separados, también con la protección de la mascarilla y yo estoy aquí un poco distante y no puedo hacer lo que hago siempre, acercarme a vosotros, porque sucede que cada vez que yo me acerco, vosotros venís todos juntos y se pierde la distancia y está el peligro para vosotros del contagio. Siento hacer esto pero es por vuestra seguridad. En vez de ir cerca de vosotros y darnos la mano y saludar, nos saludamos desde lejos, pero sabed que yo estoy cerca de vosotros con el corazón. Espero que entendáis por qué hago esto. Por otro lado, mientras leían los lectores el pasaje evangélico, me ha llamado la atención ese niño o niña que lloraba. Yo veía a la madre que le acunaba y le amamantaba y he pensado: “así hace Dios con nosotros, como esa madre”. Con cuánta ternura trataba de mover al niño, de amamantar. Son imágenes bellísimas. Y cuando en la iglesia sucede esto, cuando un niño llora, se sabe que ahí está la ternura de una madre, como hoy, está la ternura de una madre que es el símbolo de la ternura de Dios con nosotros. No mandéis nunca callar a un niño que llora en la iglesia, nunca, porque es la voz que atrae la ternura de Dios. Gracias por tu testimonio.

Completamos hoy la catequesis sobre la oración de los Salmos. Ante todo notamos que en los Salmos aparece a menudo una figura negativa, la del “impío”, es decir aquel o aquella que vive como si Dios no existiera. Es la persona sin ninguna referencia al trascendente, sin ningún freno a su arrogancia, que no teme juicios sobre lo que piensa y lo que hace.

Por esta razón el Salterio presenta la oración como la realidad fundamental de la vida. La referencia al absoluto y al trascendente —que los maestros de ascética llaman el “sagrado temor de Dios”— es lo que nos hace plenamente humanos, es el límite que nos salva de nosotros mismos, impidiendo que nos abalancemos sobre esta vida de forma rapaz y voraz. La oración es la salvación del ser humano.

Cierto, existe también una oración falsa, una oración hecha solo para ser admirados por los otros. Ese o esos que van a misa solamente para demostrar que son católicos o para mostrar el último modelo que han comprado, o para hacer una buena figura social. Van a una oración falsa. Jesús ha advertido fuertemente sobre esto (cfr. Mt 6, 5-6; Lc 9, 14). Pero cuando el verdadero espíritu de la oración es acogido con sinceridad y desciende al corazón, entonces esta nos hace contemplar la realidad con los ojos mismos de Dios.

Cuando se reza, todo adquiere “espesor”. Esto es curioso en la oración, quizá empezamos en una cosa sutil pero en la oración esa cosa adquiere espesor, adquiere peso, como si Dios la tomara en sus manos y la transformase. El peor servicio que se puede prestar, a Dios y también al hombre, es rezar con cansancio, como si fuera un hábito. Rezar como los loros. No, se reza con el corazón. La oración es el centro de la vida. Si hay oración, también el hermano, la hermana, también el enemigo, se vuelve importante. Un antiguo dicho de los primeros monjes cristianos dice así: «Beato el monje que, después de Dios, considera a todos los hombres como Dios» (Evagrio Póntico, Tratado sobre la oración, n. 123). Quien adora a Dios, ama a sus hijos. Quien respeta a Dios, respeta a los seres humanos.

Por esto, la oración no es un calmante para aliviar las ansiedades de la vida; o, de todos modos, una oración de este tipo no es seguramente cristiana. Más bien la oración responsabiliza a cada uno de nosotros. Lo vemos claramente en el “Padre nuestro”, que Jesús ha enseñado a sus discípulos.

Para aprender esta forma de rezar, el Salterio es una gran escuela. Hemos visto cómo los salmos no usan siempre palabras refinadas y amables, y a menudo llevan marcadas las cicatrices de la existencia.  Sin embargo, todas estas oraciones han sido usadas primero en el Templo de Jerusalén y después en las sinagogas; también las más íntimas y personales. Así se expresa el Catecismo de la Iglesia Católica: «Las múltiples expresiones de oración de los Salmos se hacen realidad viva tanto en la liturgia del templo como en el corazón del hombre» (n. 2588). Y así la oración personal toma y se alimenta de la del pueblo de Israel, primero, y de la del pueblo de la Iglesia, después.

También los salmos en primera persona singular, que confían los pensamientos y los problemas más íntimos de un individuo, son patrimonio colectivo, hasta ser rezados por todos y para todos. La oración de los cristianos tiene esta “respiración”, esta “tensión” espiritual que mantiene unidos el templo y el mundo. La oración puede comenzar en la penumbra de una nave, pero luego termina su recorrido por las calles de la ciudad. Y viceversa, puede brotar durante las ocupaciones diarias y encontrar cumplimiento en la liturgia. Las puertas de las iglesias no son barreras, sino “membranas” permeables, listas para recoger el grito de todos.

En la oración del Salterio el mundo está siempre presente. Los salmos, por ejemplo, dan voz a la promesa divina de salvación de los más débiles: «Por la opresión de los humildes, por el gemido de los pobres, ahora me alzo yo, dice Yahveh: auxilio traigo a quien por él suspira» (12, 6). O advierten sobre el peligro de las riquezas mundanas, porque «el hombre en la opulencia no comprende, a las bestias mudas se asemeja» (48, 21). O, también, abren el horizonte a la mirada de Dios sobre la historia: «Yahveh frustra el plan de las naciones, hace vanos los proyectos de los pueblos; mas el plan de Yahveh subsiste para siempre, los proyectos de su corazón por todas las edades» (33,10-11).

En resumen, donde está Dios, también debe estar el hombre. La Sagrada Escritura es categórica: «Nosotros amemos, porque él nos amó primero» (1Jn 4, 19). Él siempre va antes que nosotros. Él nos espera siempre porque nos ama primero, nos mira primero, nos entiende primero. Él nos espera siempre. «Si alguno dice “Amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1Jn 4, 20). Si tú rezas muchos rosarios al día pero luego chismorreas sobre los otros, y después tienes rencor dentro, tienes odio contra los otros, esto es puro artificio, no es verdad. «Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1Jn 4, 21). La Escritura admite el caso de una persona que, incluso buscando sinceramente a Dios, nunca logra encontrarlo; pero afirma también que las lágrimas de los pobres no se pueden negar nunca, so pena de no encontrar a Dios. Dios no sostiene el “ateísmo” de quien niega la imagen divina que está impresa en todo ser humano. Ese ateísmo de todos los días: yo creo en Dios pero con los otros mantengo la distancia y me permito odiar a los otros. Esto es el ateísmo práctico. No reconocer la persona humana como imagen de Dios es un sacrilegio, es una abominación, es la peor ofensa que se puede llevar al templo y al altar.

Queridos hermanos y hermanas, que la oración de los salmos nos ayude a no caer en la tentación de la “impiedad”, es decir de vivir, y quizá también de rezar, como si Dios no existiera, y como si los pobres no existieran.


Saludos:

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Pidamos al Señor que, a través de la oración de los salmos, nos veamos libres de la tentación de la impiedad, es decir: de vivir —e incluso rezar— como si Dios no existiera, como si el hermano no existiera. La oración es el antídoto a toda indiferencia. Que el Señor los bendiga.


 

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy completamos nuestra catequesis sobre la oración en los salmos, con una figura que presentan a menudo: el impío. Es aquél que vive como si Dios no existiese y cerrado a la trascendencia. Por el contrario, los salmos nos muestran la oración como algo fundamental, que nos abre al absoluto, evitando que nos dejemos llevar por la voracidad predadora y poder así llegar a ser plenamente humanos.

Existe por desgracia una oración falsa, en la que se busca ser admirados, cubrir las propias necesidades o encontrar consuelo. Esa oración, en la que el hermano no está presente, que es egoísta, no es una oración cristiana. Como vemos en el Padrenuestro, el otro se hace importante y nosotros responsables. Por eso, hallamos en los salmos tanto oraciones íntimas, como comunitarias, de modo que la plegaria personal se alimenta de la litúrgica y viceversa. Ambas se convierten en patrimonio de todos.

En definitiva, donde está Dios debe estar el prójimo. Quien dice amar a Dios y no ama a su hermano es un mentiroso, y por eso los salmos nos los presentan continuamente, para que veamos en ellos la imagen que Dios ha impreso de sí mismo en cada uno de nosotros. Nos recuerdan que Dios escucha el grito de los pobres, nos amonestan sobre el peligro de poner nuestra confianza en las riquezas y abren nuestra mente a su diseño de salvación que está por encima de los planes de las naciones.

14 de octubre de 2020

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

En un momento determinado, los apóstoles le pidieron a Jesús que les enseñara a rezar. El Padrenuestro es la oración por excelencia, pero también, los salmos, que Jesús aprendió y rezó, son circunstancias y momentos que nos ayudan a relacionarnos con ese Padre Dios que, como Padre nos cuida y nos protege.

 Es verdad que hay muchas preguntas y súplicas de dolor y de desesperación, pero, también, como nos dice el Papa Francisco, mucha esperanza que nos ayuda a soportar la carga y dolor de nuestra vida hasta llegar a la Casa del Padre.


PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Aula Pablo VI
Miércoles, 14 de octubre de 2020

 

Catequesis - 10. La oración de los salmos. 1

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Leyendo la Biblia nos encontramos continuamente con oraciones de distinto tipo. Pero encontramos también un libro compuesto solo de oraciones, libro que se ha convertido en patria, lugar de entrenamiento y casa de innumerables orantes. Se trata del Libro de los Salmos. Son 150 salmos para rezar.

Forma parte de los libros sapienciales, porque comunica el “saber rezar” a través de la experiencia del diálogo con Dios. En los salmos encontramos todos los sentimientos humanos: las alegrías, los dolores, las dudas, las esperanzas, las amarguras que colorean nuestra vida. El Catecismo afirma que cada salmo «es de una sobriedad tal que verdaderamente pueden orar con él los hombres de toda condición y de todo tiempo» (CIC, 2588). Leyendo y releyendo los salmos, nosotros aprendemos el lenguaje de la oración. Dios Padre, de hecho, con su Espíritu los ha inspirado en el corazón del rey David y de otros orantes, para enseñar a cada hombre y mujer cómo alabarle, cómo darle gracias y suplicarle, cómo invocarle en la alegría y en el dolor, cómo contar las maravillas de sus obras y de su Ley. En síntesis, los salmos son la palabra de Dios que nosotros humanos usamos para hablar con Él.

En este libro no encontramos personas etéreas, personas abstractas, gente que confunde la oración con la experiencia estética o alienante. Los salmos no son textos nacidos en la mesa; son invocaciones, a menudo dramáticas, que  brotan de la vida de la existencia. Para rezarles basta ser lo que somos. No tenemos que olvidar que para rezar bien tenemos que rezar así como somos, no maquillados. No hay que maquillar el alma para rezar. “Señor, yo soy así”, e ir delante del Señor como somos, con las cosas bonitas y también con las cosas feas que nadie conoce, pero nosotros, dentro, conocemos. En los salmos escuchamos las voces de orantes de carne y hueso, cuya vida, como la de todos, está plagada de problemas, de fatigas, de incertidumbres. El salmista no responde de forma radical a este sufrimiento: sabe que pertenece a la vida. Sin embargo, en los salmos el sufrimiento se transforma en pregunta. Del sufrir al preguntar.

Y entre las muchas preguntas, hay una que permanece suspendida, como un grito incesante que atraviesa todo el libro de lado a lado. Una pregunta, que nosotros la repetimos muchas veces: “¿Hasta cuándo, Señor? ¿Hasta cuándo?”. Cada dolor reclama una liberación, cada lágrima invoca un consuelo, cada herida espera una curación, cada calumnia una sentencia absolutoria. “¿Hasta cuándo, Señor, debo sufrir esto? ¡Escúchame, Señor!”: cuántas veces nosotros hemos rezado así, con “¿hasta cuándo?”, ¡basta Señor!

Planteando continuamente preguntas de este tipo, los salmos nos enseñan a no volvernos adictos al dolor, y nos recuerdan que la vida no es salvada si no es sanada. La existencia del hombre es un soplo, su historia es fugaz, pero el orante sabe que es valioso a los ojos de Dios, por eso tiene sentido gritar. Y esto es importante. Cuando nosotros rezamos, lo hacemos porque sabemos que somos valiosos a los ojos de Dios. Es la gracia del Espíritu Santo que, desde dentro, nos suscita esta conciencia: de ser valiosos a los ojos de Dios. Y por esto se nos induce a orar.

La oración de los salmos es el testimonio de este grito: un grito múltiple, porque en la vida el dolor asume mil formas, y toma el nombre de enfermedad, odio, guerra, persecución, desconfianza… Hasta el “escándalo” supremo, el de la muerte. La muerte aparece en el Salterio como la más irracional enemiga del hombre: ¿qué delito merece un castigo tan cruel, que conlleva la aniquilación y el final?  El orante de los salmos pide a Dios intervenir donde todos los esfuerzos humanos son vanos. Por esto la oración, ya en sí misma, es camino de salvación e inicio de salvación.

Todos sufren en este mundo: tanto quien cree en Dios, como quien lo rechaza. Pero en el Salterio el dolor se convierte en relación: grito de ayuda que espera interceptar un oído que escuche. No puede permanecer sin sentido, sin objetivo. Tampoco los dolores que sufrimos pueden ser solo casos específicos de una ley universal: son siempre “mis” lágrimas. Pensad en esto: las lágrimas no son universales, son “mis” lágrimas. Cada uno tiene las propias. “Mis” lágrimas y “mi” dolor me empujan a ir adelante con la oración. Son “mis” lágrimas que nadie ha derramado nunca antes que yo. Sí, muchos han llorado, muchos. Pero “mis” lágrimas son mías, “mi” dolor es mío, “mi” sufrimiento es mío.

Antes de entrar en el Aula, he visto a los padres del sacerdote de la diócesis de Como que fue asesinado; precisamente fue asesinado en su servicio para ayudar. Las lágrimas de esos padres son “sus” lágrimas y cada uno de ellos sabe cuánto ha sufrido en el ver este hijo que ha dado la vida en el servicio de los pobres. Cuando queremos consolar a alguien, no encontramos las palabras. ¿Por qué? Porque no podemos llegar a su dolor, porque “su” dolor es suyo, “sus” lágrimas son suyas. Lo mismo es para nosotros: las lágrimas, “mi” dolor es mío, las lágrimas son “mías” y con estas lágrimas, con este dolor me dirijo al Señor.

Todos los dolores de los hombres para Dios son sagrados. Así reza el orante del salmo 56: «Tú has anotado los pasos de mi destierro; recoge mis lágrimas en tu odre: ¿acaso no está todo registrado en tu Libro?» (v. 9). Delante de Dios no somos desconocidos, o números. Somos rostros y corazones, conocidos uno a uno, por nombre.

En los salmos, el creyente encuentra una respuesta. Él sabe que, incluso si todas las puertas humanas estuvieran cerradas, la puerta de Dios está abierta. Si incluso todo el mundo hubiera emitido un veredicto de condena, en Dios hay salvación.

“El Señor escucha”: a veces en la oración basta saber esto. Los problemas no siempre se resuelven. Quien reza no es un iluso: sabe que muchas cuestiones de la vida de aquí abajo se quedan sin resolver, sin salida; el sufrimiento nos acompañará y, superada la batalla, habrá otras que nos esperan. Pero, si somos escuchados, todo se vuelve más soportable.

Lo peor que puede suceder es sufrir en el abandono, sin ser recordados. De esto nos salva la oración. Porque puede suceder, y también a menudo, que no entendamos los diseños de Dios. Pero nuestros gritos no se estancan aquí abajo: suben hasta Él, que tiene corazón de Padre, y que llora Él mismo por cada hijo e hija que sufre y que muere. Os diré una cosa: a mí me ayuda, en los momentos duros, pensar en los llantos de Jesús, cuando lloró mirando Jerusalén, cuando lloró delante de la tumba de Lázaro. Dios ha llorado por mí, Dios llora, llora por nuestros dolores. Porque Dios ha querido hacerse hombre —decía un escritor espiritual— para poder llorar. Pensar que Jesús llora conmigo en el dolor es un consuelo: nos ayuda a ir adelante. Si nos quedamos en la relación con Él, la vida no nos ahorra los sufrimientos, pero se abre un gran horizonte de bien y se encamina hacia su realización. Ánimo, adelante con la oración. Jesús siempre está junto a nosotros.


Saludos:

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Mañana celebramos la memoria de santa Teresa de Jesús, maestra de oración. Que a través de su intercesión y ejemplo podamos descubrir la oración, como ese “trato de amistad —como afirmaba ella—  con quien sabemos que nos ama”. Estando con Dios nada nos podrá turbar ni espantar, pues “sólo Dios basta”. Que el Señor los bendiga a todos. Gracias.


 

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

En la Biblia encontramos el libro de los salmos que está compuesto solamente de oraciones; nos “enseña a rezar” a través de la experiencia del diálogo con Dios. Al leer los salmos, aprendemos el lenguaje de la oración; y encontramos en ellos la Palabra de Dios que los humanos usamos para comunicarnos con Él.

Los salmos son invocaciones, a menudo dramáticas, que brotan de nuestra existencia. Rezando con ellos, el sufrimiento se transforma en pregunta. Entre las muchas preguntas, hay una que está siempre presente: «¿Hasta cuándo?». Es un grito que surge de la enfermedad, o de la persecución, o de la muerte. Cuando la oración se hace pregunta ya es camino y principio de salvación.

El sufrimiento es algo común a todos, creyentes o no creyentes. En el salterio el dolor se convierte en relación: un grito de auxilio que espera ser escuchado por un oído atento. Ante Dios no somos extraños, ni somos números; nos conoce a cada uno por nuestro nombre y nuestros dolores son sagrados para Él.

En la oración nos basta saber que “el Señor nos escucha”. En ocasiones, los problemas no se resuelven, pero los que rezan saben que muchas cuestiones de la vida quedan sin una solución. Sin embargo, siendo conscientes de que Dios nos escucha todo se vuelve más llevadero. Si permanecemos en relación con Él, ante nosotros se abre un horizonte de bien y de esperanza

7 de octubre de 2020

Hoy el Papa nos habla de la figura del Profeta Elías y, aprovecha su historia para resaltar en el la oración. Nos habla de Elías como un hombre de oración y con sus etapas de crecimiento, de adversidades y de sufrimientos hasta el punto que nos aporta enseñanzas también para nuestra vida, porque, la oración es la gasolina que mueve el motor de nuestro corazón y nos lleva al encuentro con nuestro Padre Dios.

 

 

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Aula Pablo VI
Miércoles, 7 de octubre de 2020

 

Catequesis - 9. La oración de Elías

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Retomamos hoy las catequesis sobre la oración, que interrumpimos para hacer las catequesis sobre el cuidado de la creación y ahora retomamos; y encontramos a uno de los personajes más interesantes de toda la Sagrada Escritura: el profeta Elías. Él va más allá de los confines de su época y podemos vislumbrar su presencia también en algunos episodios del Evangelio. Aparece junto a Jesús, junto a Moisés, en el momento de la Transfiguración (cfr. Mt 17, 3). Jesús mismo se refiere a su figura para acreditar el testimonio de Juan el Bautista (cfr. Mt 17, 10-13).

En la Biblia, Elías aparece de repente, de forma misteriosa, procedente de un pequeño pueblo completamente marginal (cfr. 1 Re 17, 1); y al final saldrá de escena, bajo los ojos del discípulo Eliseo, en un carro de fuego que lo sube al cielo (cfr. 2 Re 2, 11-12). Es por tanto un hombre sin un origen preciso, y sobre todo sin un final, secuestrado en el cielo: por esto su regreso era esperado antes del advenimiento del Mesías, como un precursor. Así se esperaba el regreso de Elías.

La Escritura nos presenta a Elías como un hombre de fe cristalina: en su mismo nombre, que podría significar “Yahveh es Dios”, está encerrado el secreto de su misión. Será así durante toda la vida: hombre recto, incapaz de acuerdos mezquinos. Su símbolo es el fuego, imagen del poder purificador de Dios. Él primero será sometido a dura prueba, y permanecerá fiel. Es el ejemplo de todas las personas de fe que conocen tentaciones y sufrimientos, pero no fallan al ideal por el que nacieron.

La oración es la savia que alimenta constantemente su existencia. Por esto es uno de los personajes más queridos por la tradición monástica, tanto que algunos lo han elegido como padre espiritual de la vida consagrada a Dios. Elías es el hombre de Dios, que se erige como defensor del primado del Altísimo. Sin embargo, él también se ve obligado a lidiar con sus propias fragilidades. Es difícil decir qué experiencias fueron más útiles: si la derrota de los falsos profetas en el monte Carmelo (cfr. 1 Re 18, 20-40), o el desconcierto en el que se da cuenta que “no soy mejor que mis padres” (cfr. 1 Re 19, 4). En el alma de quien reza, el sentido de la propia debilidad es más valioso que los momentos de exaltación, cuando parece que la vida es una cabalgata de victorias y éxitos. En la oración sucede siempre esto: momentos de oración que nosotros sentimos que nos levantan, también de entusiasmo, y momentos de oración de dolor, de aridez, de pruebas. La oración es así: dejarse llevar por Dios y dejarse también golpear por situaciones malas y tentaciones. Esta es una realidad que se encuentra en muchas otras vocaciones bíblicas, también en el Nuevo Testamento, pensemos por ejemplo en San Pedro y San Pablo. También su vida era así: momentos de júbilo y momentos de abatimiento, de sufrimiento.

Elías es el hombre de vida contemplativa y, al mismo tiempo, de vida activa, preocupado por los acontecimientos de su época, capaz de arremeter contra el rey y la reina, después de que habían hecho asesinar a Nabot para apoderarse de su viña (cfr. 1 Re 21, 1-24). Cuánta necesidad tenemos de creyentes, de cristianos celantes, que actúen delante de personas que tienen responsabilidad de dirección con la valentía de Elías, para decir: “¡Esto no se hace! ¡Esto es un asesinato!” Necesitamos el espíritu de Elías. Él nos muestra que no debe existir dicotomía en la vida de quien reza: se está delante del Señor y se va al encuentro de los hermanos a los que Él envía. La oración no es un encerrarse con el Señor para maquillarse el alma: no, esto no es oración, esto es oración fingida. La oración es un encuentro con Dios y un dejarse enviar para servir a los hermanos. La prueba de la oración es el amor concreto por el prójimo. Y viceversa: los creyentes actúan en el mundo después de estar primero en silencio y haber rezado; de lo contrario su acción es impulsiva, carece de discernimiento, es una carrera frenética sin meta. Los creyentes se comportan así, hacen muchas injusticias, porque no han ido antes donde el Señor a rezar, a discernir qué deben hacer.

Las páginas de la Biblia dejan suponer que también la fe de Elías ha conocido un progreso: también él ha crecido en la oración, la ha refinado poco a poco. El rostro de Dios se ha hecho para él más nítido durante el camino. Hasta alcanzar su culmen en esa experiencia extraordinaria, cuando Dios se manifiesta a Elías en el monte (cfr. 1 Re 19, 9-13). Se manifiesta no en la tormenta impetuosa, no en el terremoto o en el fuego devorador, sino en el «susurro de una brisa suave» (v. 12). O mejor, una traducción que refleja bien esa experiencia: en un hilo de silencio sonoro. Así se manifiesta Dios a Elías. Es con este signo humilde que Dios se comunica con Elías, que en ese momento es un profeta fugitivo que ha perdido la paz. Dios viene al encuentro de un hombre cansado, un hombre que pensaba haber fracasado en todos los frentes, y con esa brisa suave, con ese hilo de silencio sonoro hace volver a su corazón la calma y la paz.

Esta es la historia de Elías, pero parece escrita para todos nosotros. Algunas noches podremos sentirnos inútiles y solos. Es entonces cuando la oración vendrá y llamará a la puerta de nuestro corazón. Un borde de la capa de Elías podemos recogerlo todos nosotros, como ha recogido la mitad del manto su discípulo Eliseo. E incluso si nos hubiéramos equivocado en algo, o si nos sintiéramos amenazados o asustados, volviendo delante de Dios con la oración, volverán como por milagro también la serenidad y la paz. Esto es lo que nos enseña el ejemplo de Elías.


Saludos:

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Por intercesión de Nuestra Señora del Rosario, el Señor nos conceda crecer en nuestro camino de oración, para vivir en intimidad con Él, y haga que, en medio de este tiempo de pandemia, nuestra vida sea un servicio amoroso a todos nuestros hermanos y hermanas, en especial a quienes se sienten abandonados y desprotegidos. Que Dios los bendiga a todos.

 


 

Resumen leído por el Santo Padre en español

Reanudamos hoy las catequesis sobre el tema de la oración, reflexionando sobre la figura del profeta Elías. El Antiguo Testamento lo presenta como alguien sin un origen preciso y sin un final, pues su historia se cierra cuando es arrebatado, en un carro de fuego, al cielo. Pero a Elías lo encontramos también en el Evangelio, en el momento de la Transfiguración, hablando con Jesús, junto a Moisés. Además, Jesús mismo se refiere a Elías para confirmar la misión y el testimonio de Juan el Bautista.

La Sagrada Escritura nos dice que Elías era un hombre íntegro, de fe cristalina, incapaz de compromisos mezquinos. Y no obstante las pruebas difíciles que tuvo que afrontar, permaneció siempre fiel a Dios. La oración era su fuerza vital: ésta le permitió defender el primado de Dios ante los falsos profetas de Baal, en el Monte Carmelo; y lo hizo también consciente de sus propias fragilidades. Elías era un contemplativo, pero sin desentenderse de las situaciones concretas de su tiempo. Él nos enseña que en la vida de oración no puede existir separación: el fruto de la intimidad con el Señor en la oración, no puede ser otro que el amor concreto a los hermanos y hermanas, a los que Jesús nos envía. La oración y la caridad hacia el prójimo van de la mano.

La vivencia de Elías nos revela que la oración pasa por un camino de crecimiento, que a él lo condujo a la experiencia de un encuentro personal con Dios, que se le manifestó en el signo humilde del «murmullo de una brisa suave», y le devolvió la calma y la paz a su corazón cansado.