28 de diciembre de 2011

Mensaje Papal por Navidad

Mensaje de Navidad del papa Benedicto XVI 

 Benedicto XVI: El Príncipe de la paz conceda paz y estabilidad a la Tierra

CIUDAD DEL VATICANO, domingo 25 diciembre 2011 (ZENIT.org).- A las doce de mediodía de este domingo 25 de diciembre, solemnidad de la Natividad del Señor, desde el balcón de la Bendición de la basílica vaticana, Benedicto XVI dirigió el tradicional mensaje navideño a los fieles presentes en la plaza de San Pedro y a cuantos los escuchaban por la radio y la televisión. Sigue el texto del mensaje del papa para la Navidad 2011.

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Queridos hermanos y hermanas de Roma y del mundo entero:

Cristo nos ha nacido. Gloria a Dios en el cielo, y paz a los hombres que él ama. Que llegue a todos el eco del anuncio de Belén, que la Iglesia católica hace resonar en todos los continentes, más allá de todo confín de nacionalidad, lengua y cultura. El Hijo de la Virgen María ha nacido para todos, es el Salvador de todos.

Así lo invoca una antigua antífona litúrgica: «Oh Emmanuel, rey y legislador nuestro, esperanza de las naciones y salvador de los pueblos, ven a salvarnos, Señor Dios nuestro». Veni ad salvandum nos. Este es el clamor del hombre de todos los tiempos, que siente no saber superar por sí solo las dificultades y peligros. Que necesita poner su mano en otra más grande y fuerte, una mano tendida hacia él desde lo alto. Queridos hermanos y hermanas, esta mano es Cristo, nacido en Belén de la Virgen María. Él es la mano que Dios ha tendido a la humanidad, para hacerla salir de las arenas movedizas del pecado y ponerla en pie sobre la roca, la roca firme de su verdad y de su amor (cf. Sal 40,3).

Sí, esto significa el nombre de aquel niño, el nombre que, por voluntad de Dios, le dieron María y José: se llama Jesús, que significa «Salvador» (cf. Mt 1,21; Lc 1,31). Él fue enviado por Dios Padre para salvarnos sobre todo del mal profundo arraigado en el hombre y en la historia: ese mal de la separación de Dios, del orgullo presuntuoso de actuar por sí solo, del ponerse en concurrencia con Dios y ocupar su puesto, del decidir lo que es bueno y es malo, del ser el dueño de la vida y de la muerte (cf. Gn 3,1-7). Este es el gran mal, el gran pecado, del cual nosotros los hombres no podemos salvarnos si no es encomendándonos a la ayuda de Dios, si no es implorándole: «Veni ad salvandum nos - Ven a salvarnos».

Ya el mero hecho de esta súplica al cielo nos pone en la posición justa, nos adentra en la verdad de nosotros mismos: nosotros, en efecto, somos los que clamaron a Dios y han sido salvados (cf. Est 10,3f [griego]). Dios es el Salvador, nosotros, los que estamos en peligro. Él es el médico, nosotros, los enfermos. Reconocerlo es el primer paso hacia la salvación, hacia la salida del laberinto en el que nosotros mismos nos encerramos con nuestro orgullo. Levantar los ojos al cielo, extender las manos e invocar ayuda, es la vía de salida, siempre y cuando haya Alguien que escucha, y que pueda venir en nuestro auxilio.

Jesucristo es la prueba de que Dios ha escuchado nuestro clamor. Y, no sólo. Dios tiene un amor tan fuerte por nosotros, que no puede permanecer en sí mismo, que sale de sí mismo y viene entre nosotros, compartiendo nuestra condición hasta el final (cf. Ex 3,7-12). La respuesta que Dios ha dado en Jesús al clamor del hombre supera infinitamente nuestras expectativas, llegando a una solidaridad tal, que no puede ser sólo humana, sino divina. Sólo el Dios que es amor y el amor que es Dios podía optar por salvarnos por esta vía, que es sin duda la más larga, pero es la que respeta su verdad y la nuestra: la vía de la reconciliación, el diálogo y la colaboración.

Por tanto, queridos hermanos y hermanas de Roma y de todo el mundo, dirijámonos en esta Navidad 2011 al Niño de Belén, al Hijo de la Virgen María, y digamos: «Ven a salvarnos». Lo reiteramos unidos espiritualmente tantas personas que viven situaciones difíciles, y haciéndonos voz de los que no tienen voz.
Invoquemos juntos el auxilio divino para los pueblos del Cuerno de África, que sufren a causa del hambre y la carestía, a veces agravada por un persistente estado de inseguridad. Que la comunidad internacional no haga faltar su ayuda a los muchos prófugos de esta región, duramente probados en su dignidad.

Que el Señor conceda consuelo a la población del sureste asiático, especialmente de Tailandia y Filipinas, que se encuentran aún en grave situación de dificultad a causa de las recientes inundaciones.

Y que socorra a la humanidad afligida por tantos conflictos que todavía hoy ensangrientan el planeta. Él, que es el Príncipe de la paz, conceda la paz y la estabilidad a la Tierra en la que ha decidido entrar en el mundo, alentando a la reanudación del diálogo entre israelíes y palestinos. Que haga cesar la violencia en Siria, donde ya se ha derramado tanta sangre. Que favorezca la plena reconciliación y la estabilidad en Irak y Afganistán. Que dé un renovado vigor a la construcción del bien común en todos los sectores de la sociedad en los países del norte de África y Oriente Medio.

Que el nacimiento del Salvador afiance las perspectivas de diálogo y la colaboración en Myanmar, en la búsqueda de soluciones compartidas. Que el nacimiento del Redentor asegure estabilidad política en los países de la región africana de los Grandes Lagos y fortalezca el compromiso de los habitantes de Sudán del Sur para proteger los derechos de todos los ciudadanos.

Queridos hermanos y hermanas, volvamos la vista a la gruta de Belén: el niño que contemplamos es nuestra salvación. Él ha traído al mundo un mensaje universal de reconciliación y de paz. Abrámosle nuestros corazones, démosle la bienvenida en nuestras vidas. Repitámosle con confianza y esperanza: «Veni ad salvandum nos».

22 de diciembre de 2011

Felicitación de los blogueros con el Papa

Queridos amigos blogueros:

Os escribo estas líneas para felicitaros la Navidad. Os adjunto un vídeo que os gustará. De paso aprovecho la circunstancia para anunciaros que ya tenemos los Estatutos de la Asociación española de blogueros con el Papa. Próximamente, a primeros de año, constituiremos la Asociación.



Os informo también de que el equipo directivo está compuesto por las siguientes personas sujeta a confirmación:

Presidente: Néstor Mora
Vicepresidente: Joan Carreras
Secretaria: Cristina Llano
Tesorero: Alfonso García
Vocales: Mauricio Traeger, Luis Javier Moxó, Isabel Iniesta, David Pascual y María Usón.

Os agradecemos el apoyo que nos habéis prestado durante este tiempo y os pedimos también oraciones para que a lo largo del año 2012 se vayan constituyendo otras asociaciones nacionales de blogueros.

21 de diciembre de 2011

AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA

Benedicto XVI: Navidad, misterio que conmueve nuestra fe y existencia


Catequesis del papa en preparación al nacimiento hoy de Jesús

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 21 diciembre 2011 (ZENIT.org).- En la Audiencia General de esta mañana, desarrollada en el Aula Paulo VI, el santo padre Benedicto XVI se ha encontrado con grupos de peregrinos y fieles venidos de Italia y de varias partes del mundo. El papa ha centrado su discurso en lengua italiana, en el misterio de la Navidad que ya está cerca. Después de haber resumido su catequesis en diversas lenguas, el Santo Padre ha dirigido particulares expresiones de saludo a los grupos de fieles presentes.

La Audiencia General ha concluido con el canto del Pater Noster y la Bendición Apostólica impartida junto a los obispos presentes. Este es el texto íntegro de la catequesis del papa.
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Queridos hermanos y hermanas:
Me complace darles la bienvenida en la Audiencia general, a pocos días de la celebración de la Natividad del Señor. El saludo que recorre en estos días los labios de todos es “¡Feliz Navidad! ¡Saludos por las buenas fiestas navideñas!” Verifiquemos que, también en la sociedad actual, el intercambio de los saludos no pierda su profundo valor religioso, y la fiesta no sea absorbida por los aspectos exteriores, que tocan las fibras del corazón. Efectivamente, los signos externos son hermosos e importantes, siempre que no nos distraigan, sino que nos ayuden a vivir la Navidad en su verdadero sentido --aquello sagrado y cristiano--, de modo que tampoco nuestra alegría sea superficial, sino profunda.

Con la liturgia navideña la Iglesia nos introduce en el gran Misterio de la Encarnación. La Navidad, en efecto, no es un simple aniversario del nacimiento de Jesús; es también esto, pero es más aún, es celebrar un Misterio que ha marcado y continua marcando la historia del hombre –Dios mismo ha venido a habitar en medio de nosotros (cfr. Jn. 1,14), se ha hecho uno de nosotros--; un Misterio que conmueve nuestra fe y nuestra existencia; un Misterio que vivimos concretamente en las celebraciones litúrgicas, en particular en la Santa Misa.

Cualquiera podría preguntarse: ¿cómo es posible que yo viva ahora este evento tan lejano en el tiempo? ¿Cómo puedo participar provechosamente en el nacimiento del Hijo de Dios, ocurrido hace más de dos mil años? En la Santa Misa de la Noche de Navidad, repetiremos como estribillo de respuesta al salmo responsorial estas palabras: “Hoy ha nacido para nosotros el Salvador”. Este adverbio de tiempo, “hoy”, se utiliza más veces en las celebraciones natalicias y está referido al hecho del nacimiento de Jesús y a la salvación que la Encarnación del Hijo de Dios viene a traer. En la Liturgia, tal venida sobrepasa los límites del espacio y del tiempo y se vuelve actual, presente; su efecto perdura, en el transcurrir de los días, de los años y de los siglos. Indicando que Jesús nace “hoy”, la Liturgia no usa una frase sin sentido, sino subraya que esta Navidad incide e impregna toda la historia, sigue siendo una realidad incluso hoy, a la cual podemos acudir precisamente en la liturgia. A nosotros los creyentes, la celebración de la Navidad renueva la certeza de que Dios está realmente presente con nosotros, todavía “carne” y no sólo lejano: aún estando con el Padre está cerca de nosotros. Dios, en aquel Niño nacido en Belén, se ha acercado al hombre: nosotros lo podemos encontrar todavía, en un “hoy” que no tiene ocaso.

Me gustaría insistir sobre este punto, porque al hombre contemporáneo, hombre de lo “razonable”, de lo experimentable empíricamente, se le hace cada vez más difícil abrir el horizonte y entrar en el mundo de Dios. La redención de la humanidad es sin duda, un momento preciso e identificable de la historia: en el acontecimiento de Jesús de Nazaret; pero Jesús es el Hijo de Dios, es Dios mismo, que no solo le ha hablado al hombre, que le mostró signos maravillosos, que lo condujo a través de toda una historia de salvación, sino que se ha hecho hombre y permanece hombre. El Eterno ha entrado en los límites del tiempo y del espacio, para hacer posible “hoy” el encuentro con Él. Los textos litúrgicos navideños nos ayudan a entender que los eventos de la salvación realizados por Cristo son siempre actuales, interesan a cada hombre y a todos los hombres. Cuando escuchamos o pronunciamos, en las celebraciones litúrgicas, este “hoy ha nacido para nosotros el Salvador”, no estamos utilizando una expresión convencional vacía, sino entendemos que Dios nos ofrece “hoy”, ahora, a mí, a cada uno de nosotros, la posibilidad de reconocerlo y de acogerlo, como hicieron los pastores de Belén, para que Él nazca también en nuestra vida y la renueve, la ilumine, la transforme con su Gracia, con su Presencia.

La Navidad, por tanto, mientras conmemora el nacimiento de Jesús en la carne, de la Virgen María –y numerosos textos litúrgicos hacen revivir a nuestros ojos este o aquél episodio--, es un evento eficaz para nosotros. El papa san León Magno, presentando el sentido profundo de la Fiesta de Navidad, invitaba a sus fieles con estas palabras: “Exultemos en el Señor, queridos míos, y abramos nuestros corazón a la alegría más pura, porque ha despuntado el día que para nosotros significa la nueva redención, la antigua preparación, la felicidad eterna. Se renueva en realidad para nosotros, en el ciclo anual que transcurre, el alto misterio de nuestra salvación, que, prometido al inicio y otorgado al final de los tiempos, está destinado a durar para siempre” (Sermón 22, In Nativitate Domini, 2,1: PL 54,193). Y, siempre san León Magno, en otra de sus homilías navideñas, afirmaba: “Hoy, el creador del mundo ha sido generado en el seno de una virgen: aquel que había hecho todas las cosas se ha hecho hijo de una mujer creada por él mismo. Hoy, la Palabra de Dios ha aparecido revestido de carne y, aunque nunca había sido visible al ojo humano, se ha hecho también visiblemente palpable. Hoy los pastores han escuchado por voz de los ángeles que que ha nacido el Salvador en la sustancia de nuestro cuerpo y de nuestra alma” (Sermón 26, In Nativitate Domini, 6,1: PL 54,213).

Hay un segundo aspecto al cual quisiera aludir brevemente: el evento de Belén debe ser considerado a la luz del Misterio Pascual: el uno y el otro son parte de la única obra redentora de Cristo. La Encarnación y el nacimiento de Jesús nos invitan a dirigir, desde ya, la mirada sobre su muerte y su resurrección: Navidad y Pascua, ambas son fiestas de la redención. La Pascua se celebra como victoria sobre el pecado y sobre la muerte: marca el momento final, cuando la gloria del Hombre-Dios resplandece como la luz del día; la Navidad se celebra como el entrar de Dios en la historia haciéndose hombre para restituir el hombre a Dios: marca, por así decirlo, el momento inicial, cuando se deja entrever el clarear del alba. Pero así como el alba precede y hace ya presagiar la luz del día, así la Navidad anuncia ya la Cruz y la gloria de la Resurrección. También los dos períodos del año, en los cuales están situadas las dos grandes fiestas, al menos en algunas áreas del mundo, pueden ayudar a comprender este aspecto. Efectivamente, mientras la Pascua cae al inicio de la primavera, cuando el sol vence las densas y frías nieblas y renueva la faz de la tierra, la Navidad cae justo al inicio del invierno, cuando la luz y el calor del sol no llegan a despertar a la naturaleza, envuelta por el frío; pero sin embargo, bajo su manto palpita la vida y comienza de nuevo la victoria del sol y del calor.

Los padres de la Iglesia leían siempre el nacimiento de Cristo a la luz de la entera obra redentora, que encuentra su cúspide en el Misterio Pascual. La Encarnación del Hijo de Dios aparece no solo como el inicio y la condición de la salvación, sino como la presencia misma del Misterio de nuestra salvación: Dios se hace hombre, nace niño como nosotros, toma nuestra carne para vencer a la muerte y al pecado. Dos textos significativos de san Basilio lo ilustran bien. San Basilio decía a los fieles: “Dios asume la carne justo para destruir la muerte en ella escondida. Como los antídotos de un veneno, una vez ingeridos anulan los efectos, y como la oscuridad de una casa se disuelve a la luz del sol, así la muerte que dominaba sobre la naturaleza humana fue destruida por la presencia de Dios. Y como el hielo, que permanece sólido en el agua mientras dura la noche y reina la oscuridad, se derrite de inmediato al calor del sol. Así la muerte, que había reinado hasta la venida de Cristo, apenas aparece la gracia del Dios Salvador y surge el sol de justicia, “fue devorada por la victoria” (1 Cor. 15,54), sin poder coexistir con la Vida” (Homilía sobre el nacimiento de Cristo, 2: PG 31,1461). Y también san Basilio, en otro texto, hacía esta invitación: “Celebramos la salvación del mundo, la navidad del género humano. Hoy ha sido perdonada la culpa de Adán. No tenemos que decir nunca más: “Eres polvo y al polvo tornarás” (Gn. 3,19), sino, unidos a aquel que ha venido del cielo, serán admitidos en el cielo” (Homilía sobre el nacimiento de Cristo, 2: PG 31,1461).

En Navidad encontramos la ternura y el amor de Dios que se inclina sobre nuestros límites, sobre nuestras debilidades, sobre nuestros pecados y se abaja hasta nosotros. San Pablo afirma que Jesucristo “siendo de condición divina... se despojó de sí mismo, tomando la condición de esclavo, asumiendo semejanza humana” (Fil. 2,6-7). Miremos a la gruta de Belén: Dios se abaja hasta ser acostado en un pesebre, que es ya el preludio del abajamiento en la hora de su pasión. El culmen de la historia del amor entre Dios y el hombre pasa a través del pesebre de Belén y el sepulcro de Jerusalén.

Queridos hermanos y hermanas, vivamos con alegría la Navidad que se acerca. Vivamos este acontecimiento maravilloso: el Hijo de Dios nace aún “hoy”, Dios está verdaderamente cercano a cada uno de nosotros y quiere encontrarnos, quiere llevarnos a Él. Es Él la verdadera luz, que elimina y disuelve las tinieblas que envuelven nuestra vida y a la humanidad. Vivamos la Navidad del Señor contemplando el camino del inmenso amor de Dios que nos ha elevado hacia Sí a través del Misterio de la Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de su Hijo, porque –como afirma san Agustín- “en (Cristo) la divinidad del Unigénito se ha hecho partícipe de nuestra mortalidad, a fin de que podamos participar de su inmortalidad” (Epístola 187,6,20: PL33,839-840). Sobre todo contemplemos y vivamos este Misterio en la celebración de la Eucaristía, centro de la Santa Navidad; allí se hace presente Jesús de modo real, verdadero Pan bajado del cielo, verdadero Cordero sacrificado por nuestra salvación.

Les deseo a todos ustedes y a sus familias, la celebración de una Navidad verdaderamente cristiana, de modo que también los intercambios de saludos en aquel día sean expresión del gozo de saber que Dios está cerca de nosotros y quiere recorrer con nosotros el camino de la vida. Gracias.

19 de diciembre de 2011

"Sed contantes, hermanos, hasta la venida del Señor" (St 5,7)



¿Qué significa para mí la Navidad?
Corramos con alegría hacia Belén, acojamos en nuestros brazos al Niño que María y José nos presentarán.
Autor: SS Benedicto XVI | Fuente: Catholic.net

Homilía de SS Benedicto XVI, el viernes 16 de diciembre de 2011 en el rezo de Vísperas con los universitarios de los ateneos romanos en preparación a la Navidad.


Con estas palabras el Apóstol Santiago nos indica la actitud interior para prepararnos a escuchar y a acoger de nuevo el anuncio del nacimiento del Redentor en la cueva de Belén, misterio inefable de luz, de amor y de gracia.

Queridos amigos, Santiago nos exhorta a imitar al agricultor, que "espera con constancia el precioso fruto de la tierra" (St 5,7). (...)¿Pero es realmente así? La invitación a la espera de Dios ¿está fuera de nuestra época? Una vez más, podemos preguntarnos con radicalidad: ¿Qué significa para mí la Navidad?, ¿es realmente importante para mi existencia, para la construcción de la sociedad?

Son muchas, en nuestra época, las personas, que ponen voz a la pregunta de si debemos esperar algo o a alguien; si debemos esperar a otro mesías, a otro dios; si vale la pena confiar en aquel Niño que en la noche de Navidad encontramos en el pesebre entre José y María.

La exhortación del Apóstol a la constancia paciente, que en nuestro tiempo podría dejar un poco perplejo, es, en realidad, el camino para acoger en profundidad la cuestión de Dios, el sentido que tiene en la vida y en la historia, porque es en la paciencia, en la fidelidad y en la constancia de la búsqueda de Dios, de la apertura a Él, donde Él revela su rostro. No necesitamos un dios genérico, indefinido, sino un Dios vivo y verdadero, que abra el horizonte del futuro del hombre a una perspectiva de esperanza firme y segura, una esperanza rica de eternidad y que permita afrontar con valentía el presente en todos sus aspectos. Deberíamos decir entonces: ¿dónde puedo buscar el verdadero Rostro de este Dios? O mejor todavía: ¿Dónde Dios se encuentra conmigo mostrándome su Rostro, revelándome su misterio, entrando en mi historia?

Queridos amigos, la invitación de Santiago: "Sed contantes, hermanos, hasta la venida del Señor", nos recuerda que la certeza de la gran esperanza del mundo se nos da y que no estamos solos y que no construimos nuestra historia en soledad. Dios no está lejos del hombre, sino que se ha inclinado hacia él y se ha hecho carne (Jn 1,14), para que el hombre comprenda donde reside el sólido fundamento de todo, el cumplimiento de sus aspiraciones más profundas: en Cristo (cfr Exhort. ap. postsin. Verbum Domini, 10).

La paciencia es la virtud de los que se confían a esta presencia en la historia, que no se dejan vencer por la tentación de poner la esperanza en lo inmediato, en perspectivas puramente horizontales, en proyectos técnicamente perfectos, pero lejos de la realidad más profunda, la que da la dignidad más alta a la persona humana: la dimensión trascendente, el ser criatura a imagen y semejanza de Dios, el llevar en el corazón el deseo de elevarse hacia Él.

Hay otro aspecto que quisiera destacar esta tarde. Santiago nos ha dicho: "Mirad al agricultor: este espera con constancia" (5,7). Dios, en la Encarnación del Verbo, en la encarnación de su Hijo, experimentó el tiempo del hombre, de su crecimiento, de su hacer en la historia. Este Niño es el signo de la paciencia de Dios, que en primer lugar es paciente, constante, fiel a su amor hacia nosotros; Él es el verdadero "agricultor" de la historia, que sabe esperar. ¡Cuántas veces los hombres han intentado construir el mundo solos, sin o contra Dios! El resultado está marcado por el drama de las ideologías que, al final, se ha demostrado que van contra el hombre y su dignidad profunda.

La constante paciencia en la construcción de la historia, tanto a nivel personal como comunitario, no se identifica con la tradicional virtud de la prudencia, de la que ciertamente se tiene necesidad, sino que es algo más grande y complejo. Ser constantes y pacientes significa aprender a construir la historia con Dios, porque sólo edificando sobre Él y con Él la construcción está bien fundada, no instrumentalizada para fines ideológicos, sino verdaderamente digna del hombre.

Esta tarde reencendemos de una forma más luminosa la esperanza de nuestros corazones, porque la Palabra de Dios nos recuerda que la venida del Señor está cerca, incluso el Señor está con nosotros y es posible construir con Él.

En la gruta de Belén la soledad del hombre está vencida, nuestra existencia ya no está abandonada a las fuerzas impersonales de los procesos naturales e históricos, nuestra casa puede ser construida en la roca: nosotros podemos proyectar nuestra historia, la historia de la humanidad, no en la utopía sino en la certeza de que el Dios de Jesucristo está presente y nos acompaña.

Queridos amigos, corramos con alegría hacia Belén, acojamos en nuestros brazos al Niño que María y José nos presentarán. Volvamos a partir de Él y con Él, afrontando todas las dificultades.

A cada uno de vosotros el Señor os pide que colaboréis en la construcción de la ciudad del hombre, conjugando de un modo serio y apasionado la fe y la cultura.

Por esto os invito a buscar siempre, con paciente constancia, el verdadero Rostro de Dios. (...) Buscar el Rostro de Dios es la aspiración profunda de nuestro corazón y es también la respuesta a la cuestión fundamental que va emergiendo cada vez más en la sociedad contemporánea.

(...)

Queridos amigos, esta tarde nos apresuramos unidos con confianza en nuestro camino hacia Belén, llevando con nosotros las esperanzas de nuestros hermanos, para que todos podamos encontrar al Verbo de la vida y confiarnos a Él. (...) Llevar a todos el anuncio de que el verdadero rostro de Dios está en el Niño de Belén, tan cercano a cada uno de nosotros, porque Él es el Dios paciente y fiel, que sabe esperar y respetar nuestra libertad.

A Él, esta tarde, queremos confesar con confianza el deseo más profundo de nuestro corazón: "Yo busco tu rostro, Señor, ¡ven, no tardes!" Amén.

15 de diciembre de 2011

AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA


AUDIENCIA: NUESTRA ORACIÓN ABRE LA PUERTA A DIOS


Benedicto XVI comenta la intercesión de Jesús por el ciego y por Lázaro

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 14 de diciembre de 2011 (ZENIT.org).- Benedicto XVI ha dirigido a los fieles congregados en El Vaticano de Italia y de todas las partes del mundo, para la tradicional Audiencia de los miércoles, una catequesis que continúa el ciclo sobre la oración. Se centró el santo padre en la oración de petición de Jesús vinculada a "su prodigiosa acción curativa".
Es una oración que, afirmó Benedicto XVI, “manifiesta la relación única de conocimiento y de comunión con el Padre”, mientras que Jesús “se deja implicar con gran participación humana en el sufrimiento de sus amigos, por ejemplo Lázaro y su familia, o de los muchos pobres y enfermos que Él quiso ayudar concretamente”.
El papa se ha fijado en dos de estos casos en los que Jesús intercede ante el Padre por un sordomudo y por su amigo Lázaro.
“La atención al enfermo, la atención de Jesús hacia él, están vinculados a una actitud profunda de oración dirigida a Dios”, afirmó Benedicto XVI sobre el caso del sordomudo.
“El conjunto del relato muestra que la implicación humana con el enfermo lleva a Jesús a la oración”. “Una vez más surge su relación única con el Padre, su identidad de Hijo Unigénito. En Él, a través de su persona, se hace presente la actuación benéfica y sanadora de Dios”, dijo el papa.
“En la acción sanadora de Jesús, entra de un modo claro la oración, con su mirada hacia el cielo. La fuerza que ha sanado al sordomudo está ciertamente provocada por la compasión hacia él, pero proviene del recurso hacia el Padre”, explicó el pontífice.
La misma dinámica, con una evidencia todavía mayor, se atestigua en el relato de la resurrección de Lázaro. “También aquí se entrelazan, por una parte, el vínculo de Jesús con un amigo y con su sufrimiento y, por la otra, la relación filial que Él tiene con el Padre”, afirmó el papa.
“El afecto sincero por el amigo está evidenciado también por las hermanas de Lázaro, así como de los judíos, se manifiesta en la conmoción profunda de Jesús con la vista del dolor de Marta y de María y de todos los amigos de Lázaro y desemboca en el llanto --tan profundamente humano- al acercarse a la tumba”, explicó Benedicto XVI.
Este vínculo de amistad, se vincula, en todo el relato, “con una continua e intensa relación con el Padre”, añadió.
“El momento de la oración explícita de Jesús al Padre ante la tumba es la conclusión natural de toda la historia, dado el doble registro de la amistad con Lázaro y la relación filial con Dios. También aquí las dos relaciones van unidas”, subrayó.
“Queridos hermanos y hermanas, leyendo esta narración, cada uno de nosotros está llamado a comprender que, en la oración de petición al Señor, no debemos esperar un cumplimiento inmediato de lo que pedimos, de nuestra voluntad, sino confiarnos sobre todo a la voluntad del Padre, leyendo cada suceso en la perspectiva de su gloria, de su diseño de amor, a menudo misterioso para nuestros ojos. Por esto, en nuestra oración, la petición, la alabanza y la acción de gracias deberían darse unidas, incluso cuando parece que Dios no responda a nuestras esperanzas concretas. El abandonarse en el amor de Dios, que nos precede y nos acompaña siempre, es una de las actitudes fundamentales en nuestro diálogo con Dios”, dijo el papa.
Para leer el texto de la catequesis completo, enlazar con: http://www.zenit.org/article-41119?l=spanish.
Luego, dirigiéndose a los peregrinos de lengua española, dijo: “Quisiera referirme hoy a la oración de Jesús con ocasión de sus obras de curación, como en los casos del sordomudo o la resurrección de Lázaro que leemos en los Evangelios”.
“En ellos --explicó--, vemos cómo el Señor se conmueve y se hace cargo de la pena de la persona afligida, y lo primero que hace es pedir al Padre que haga valer su acción benéfica. Así, la compasión por quien sufre provoca la plegaria al Padre, de cuya fuerza sanadora proviene la curación”.
“De este modo, Jesús pone de manifiesto su relación singular con el Padre. E ilumina también la importancia de nuestra oración de petición, pues consiste ante todo en poner el caso confiadamente en manos de Dios, capaz de superar cualquier límite humano, testimoniando su presencia entre nosotros, conscientes de que, en cualquier caso, el don más precioso cuando lo invocamos es su amistad, su amor infinito por cada uno”, añadió.
Saludó el papa en especial a la delegación del estado mexicano de Puebla, con su gobernador Rafael Moreno Rosas. “Agradezco su presencia y las muestras de la rica artesanía mexicana que han traído, y espero, con la ayuda de Dios, poder ser yo esta vez quien visite su país”.
Agradeció también la presencia de los peregrinos de España y otros países latinoamericanos.
Invitó a todos a reforzar “nuestra relación personal con Dios mediante la oración, que nos hará también más hermanos ente nosotros”.
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11 de diciembre de 2011

ADVIENTO


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Audacia y delicadeza: dos claves para el Adviento



Benedicto XVI - Card. Joseph Ratzinger


El siguiente texto corresponde a una homilía del todavía Cardenal Ratzinger, en la que el actual Papa ensaya una reflexión sobre el Adviento, como espera, que golpea al hombre y le exige a éste audacia: la audacia de ir al encuentro de la misteriosa presencia de Dios.


Desde tiempos remotos la liturgia de la Iglesia ha encabezado el Adviento con un salmo en que el Adviento de Israel, la inconmensurable espera de ese pueblo, halla una expresión condensada: «Hacia ti, Señor, elevo el alma mía, en ti, mi Dios, confío» (Sal 25 [24], 1). Tal vez esta frase nos resulte trillada y gastada, puesto que ya estamos desacostumbrados a las aventuras que llevan a los hombres hacia su propia interioridad. Mientras que nuestros mapas se han hecho cada vez más completos, el interior del hombre se ha convertido cada vez más en terra incógnita, a pesar de que en él habría que hacer descubrimientos aún mayores que en el universo visible.

«Hacia ti, Señor, elevo el alma mía»: el sentido dramático que subyace en este versículo se me ha hecho consciente de manera renovada en estos días al leer el relato que publicara el escritor francés Julien Creen sobre el camino de su conversión a la Iglesia católica. Creen narra que en su juventud se hallaba atrapado por los «placeres de la carne». No tenía convicción religiosa alguna que pudiese haberle servido de contención. Y sin embargo, hay en su experiencia algo notable: de cuando en cuando entraba en una iglesia, impulsado por el anhelo -que él no se admitía a sí mismo- de verse súbitamente liberado. «No hubo milagro alguno», continúa Green, «pero sí, desde la lejanía, el sentimiento de una presencia.» Esa presencia tenía algo cálido y prometedor para él, pero todavía le molestaba la idea de que para su salvación tuviese que pertenecer, por ejemplo, a la Iglesia.

Quería la presencia de lo nuevo, pero la quería sin renuncias, casi como por autodeterminación y sin ninguna imposición. Es así como se encontró con la religiosidad india y esperó encontrar a través de ella un camino mejor. No obstante, no faltó la decepción, e inició su búsqueda en la Biblia. Y con tanta intensidad la llevó a cabo que comenzó a aprender hebreo tutelado por un rabino. Un día le dijo el rabino: «El próximo jueves no vendré, pues es feriado». «¿Feriado?», preguntó Green sorprendido. «Es la fiesta de la Ascensión -¿Tendré que decírselo yo a usted?-», fue la respuesta del rabbi. En ese momento, el joven buscador se sintió alcanzado como por un rayo: era como si sobre él llovieran fragorosas las palabras del profeta. «Yo era Israel», dice Green, «a quien Dios clamaba, suplicante, que regresara a El. Sentía que para mí regía la frase: "Conoce el buey a su dueño y el asno el pesebre de su amo,- Israel no conoce, mi pueblo no entiende"» (Is 1,3).

Una experiencia tal de la verdad de la Escritura en nosotros mismos sería el Adviento. Esto es lo que quiere significar el versículo del salmo que nos habla de elevar el corazón, un versículo que puede pasar de moneda desgastada a algo novedoso y grande, en una aventura, si uno comienza a adentrarse en su verdad.

Lo que Julien Green cuenta de su agitada juventud reproduce de una forma asombrosamente precisa la lucha a la que también se ve expuesto nuestro tiempo. Es la obviedad del tráfago de la vida moderna, que por un lado nos parece la forma imprescindible de nuestra libertad, pero que al mismo tiempo sentimos como una esclavitud de la que lo mejor sería que nos librara un milagro -pero ciertamente no el camino de la Iglesia, que ha pasado de moda y no nos parece digno de consideración alguna como alternativa: antes que él cuenta en todo caso el extraño atractivo de religiones exóticas-, Y sin embargo, algo decisivo acontece ya en el hecho de no pisotear el anhelo de liberación y que, de cuando en cuando, ese anhelo pueda ejercer su acción en momentos de silencio vividos en la iglesia. Tal disposición a exponerse a una presencia misteriosa, a aceptar lentamente esa presencia, a dejarla entrar en uno mismo, es lo que hace que se dé el Adviento: una primera luz en medio de la noche, por oscura que sea.

En algún momento se hará pasmosamente claro: sí, yo soy Israel. Yo soy el buey que no conoce a su dueño. Y cuando entonces descendemos, estremecidos, del pedestal de nuestra soberbia, sucede lo que dice el salmista: el corazón se eleva, gana altura, y la presencia oculta de Dios penetra más hondamente en nuestra enmarañada vida. Adviento no es ningún milagro súbito, como prometen los predicadores de la revolución y los mensajeros de nuevos caminos de salvación. Dios actúa para con nosotros de forma muy humana, nos conduce paso a paso y nos espera. Los días del Adviento son como una llamada silenciosa a la puerta de nuestra sepultada alma para que tengamos la audacia de ir al encuentro de la presencia misteriosa de Dios, lo único capaz de liberarnos. 

El texto está extraído de la obra reunida por la Editorial Herder, bajo el título: "El resplandor de Dios en nuestro tiempo. Meditaciones del año litúrgico"

8 de diciembre de 2011

AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA


Benedicto XVI: La pureza de corazón permite reconocer el rostro de Dios

Comentario al Himno en que Jesús alaba la revelación a los pequeños

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 7 de diciembre de 2011 (ZENIT.org).- Les ofrecemos la catequesis que Benedicto XVI ha dirigido a los fieles congregados para la tradicional Audiencia de los miércoles, provenientes de Italia y de todas las partes del mundo. La catequesis continúa el ciclo dedicado a la oración.
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Queridos hermanos y hermanas,
los evangelistas Mateo y Lucas (cfr Mt 11,25-30 e Lc 10, 21-22) nos han regalado una “joya” de la oración de Jesús, que frecuentemente recibe el nombre de Himno de júbilo o Himno de júbilo mesiánico. Es una oración de reconocimiento y alabanza, como hemos escuchado. En el griego original de los Evangelios el verbo con el que inicia este himno, y que expresa la actitud de Jesús al dirigirse al Padre, es exomologoumai, traducido a menudo como “doy gracias” (Mt 11,25 e Lc 10,21). Pero en los escritos del Nuevo Testamento este verbo indica principalmente dos cosas; la primera es “reconocer hasta el final”, por ejemplo san Juan Bautista pedía reconocer totalmente los propios pecados a quien quería que él lo bautizase (cfr Mt 3,6), la segunda es “estar de acuerdo”. Por tanto, la expresión con la que Jesús comienza su oración contiene su reconocimiento total de la voluntad de Dios Padre, y junto a esto, su estar completamente de acuerdo, consciente y gozoso con este modo de actuar, el proyecto del Padre. El himno de júbilo es la culminación de un camino de oración en el que surge claramente la profunda e íntima comunión de Jesús con la vida del Padre en el Espíritu Santo, y se manifiesta su filiación divina. Jesús se dirige a Dios llamándole “Padre”. Este término expresa la conciencia y la certeza de Jesús de “ser el Hijo”, en íntima y constante comunión con Él, y este es punto fundamental y la fuente de toda oración de Jesús. Lo vemos claramente en la última parte del Himno, que ilumina todo el texto. Jesús dice: “Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre, como nadie sabe quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Lc 10, 22).

Jesús afirma, por tanto, que sólo el “Hijo” conoce verdaderamente al Padre. Todo conocimiento entre las personas --lo experimentamos todos en nuestras relaciones humanas- comporta una implicación, un vínculo interior entre quien conoce y quien es conocido, a nivel más o menos profundo. No se puede conocer sin una comunión del ser. En el Himno de júbilo, como en todas sus oraciones, Jesús muestra que el verdadero conocimiento de Dios presupone la comunión con Él. Sólo estando en comunión con el otro, comienzo a conocer; así también con Dios, sólo si tengo un contacto verdadero, si estoy en comunión puedo también conocerlo. Por tanto el verdadero conocimiento está reservado al “Hijo”, el Unigénito que desde siempre está en el seno del Padre (cfr. Jn 1,18), en perfecta unidad con Él. Sólo el Hijo conoce verdaderamente a Dios, estando en comunión íntima del ser; sólo el Hijo nos puede revelar verdaderamente quien es Dios. El nombre “Padre” es seguido por una segundo título, “Señor del Cielo y de la Tierra”. Jesús, con esta expresión, recapitula la fe en la creación y hace resonar las primeras palabras de la Sagrada Escritura: “Al principio Dios creó el cielo y la tierra” (Gen 1,1). Rezando, Él recuerda la gran narración bíblica de la historia de amor de Dios por el hombre, que comienza con el acto creador. Jesús se introduce en esta historia de amor, es el culmen y el cumplimiento. En su experiencia de oración, la Sagrada Escritura es iluminada y revive en su más completa amplitud: el anuncio del misterio de Dios y respuesta del hombre transformado. Pero, a través de la expresión “Señor del Cielo y de la Tierra” podemos reconocer también como en Jesús, el Revelador del Padre, se reabre al hombre la posibilidad de acceder a Dios.

Planteémonos la pregunta: ¿A quién quiere revelar el Hijo los misterios de Dios? Al principio del Himno, Jesús expresa su alegría porque la voluntad del Padre es la de esconder las cosas a los doctos y a los sabios y revelarlas a los pequeños (cfr Lc10,21).

En esta expresión de su oración, Jesús manifiesta su comunión con la decisión del Padre que abre sus misterios a quien tiene el corazón sencillo: la voluntad del Hijo es una cosa sola con la del Padre. La revelación divina no sucede según la lógica terrena, por la que son los hombres cultos y potentes los que poseen los conocimientos importantes y los transmiten a la gente más sencilla, a los pequeños. Dios tiene otro estilo: los destinatarios de su comunicación son concretamente los “pequeños”. Esta es la voluntad del Padre y el Hijo la comparte con alegría.

Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “Su conmovedor '¡Sí, Padre!' expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, de la que fue un eco el 'Fiat' de su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al “misterio de la voluntad” del Padre (Ef 1, 9)” (2603). De aquí viene la invocación que dirigimos a Dios en el Padrenuestro: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo”: junto a Cristo y en Cristo, también nosotros pedimos entrar en sintonía con la voluntad del Padre, convirtiéndonos también nosotros en hijos. Jesús, por tanto, en este Himno de júbilo expresa la voluntad de implicar en su conocimiento filial de Dios a todos los que el Padre quiere hacer partícipes; y los que acogen este don don los “pequeños”. ¿Pero qué significa “ser pequeños”, sencillos? ¿Cuál es la pequeñez que abre al hombre a la intimidad filial con Dios y a acoger su voluntad? ¿Cuál debe ser la actitud de base de nuestra oración? Observemos el Discurso de la Montaña donde Jesús afirma: “Beatos los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios” (Mt 5,8). Es la pureza del corazón la que permite reconocer el rostro de Dios en Jesucristo; y tener el corazón sencillo como el de los niños, sin la presunción de quien se cierra en sí mismo, pensando que no necesita a nadie, ni siquiera a Dios.

Es interesante destacar la ocasión en la que Jesús realiza este Himno al Padre. En la narración evangélica de Mateo está la alegría porque, no obstante todos los rechazos y las oposiciones, hay “pequeños” que acogen su palabra y se abren al don de la fe en Él. El Himno de júbilo, de hecho, está precedido por el contraste entre el elogio de Juan el Bautista, uno de los “pequeños” que han reconocido la actuación de Dios en Jesucristo (cfr Mt 11,2-19), y la acusación por la incredulidad de las ciudades del lago “en las que se habían producido la mayor parte de sus prodigios” (cfr Mt 11,20-24). Mateo considera este júbilo en relación con las palabras con las que Jesús constata la eficacia de su palabra y de su acción: “Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de escándalo!” (Mt 11,4-6).

También san Lucas presente el Himno de júbilo en conexión con un momento de desarrollo del anuncio del Evangelio. Jesús envió a los “setenta y dos discípulos” (Lc 10,1) y estos partieron con una sensación de miedo por el posible fracaso de su misión. También Lucas destaca el rechazo recibido en las ciudades en las que el Señor ha predicado y ha realizado signos prodigiosos. Pero los setenta y dos vuelven llenos de alegría, porque su misión ha tenido éxito; han constatado que, con la potencia de la palabra de Jesús, los males del hombre son vencidos. Y Jesús comparte con ellos su satisfacción: “en aquella hora”, en aquel momento Él exultó de alegría.

Hay, todavía, dos elementos que quisiera destacar. El evangelista Lucas introduce la oración con una anotación: “En aquel momento Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo” (Lc 10, 21). Jesús se alegra en los más íntimo de sí mismo, en lo más profundo: la comunión única de conocimiento y de amor con el Padre, la plenitud del Espíritu Santo. Implicándonos en su filiación, Jesús nos invita, también a nosotros, a abrirnos a la luz del Espíritu Santo, porque --como afirma el apóstol Pablo- “No sabemos... cómo rezar de forma adecuada, pero el Espíritu mismo intercede con gemidos inefables... según los designios de Dios” (Rm 8, 26-27) y nos revela el amor del Padre. En el Evangelio de Mateo, después del Himno de júbilo encontramos uno de los llamamientos más apasionados de Jesús: “Venid a mí todos los que estáis afligidos y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28). Jesús pide que vayamos a Él, que esta es la verdadera sabiduría, a Él que es “manso y humilde de corazón”; propone “su yugo”, el camino de la sabiduría del Evangelio, que no es una doctrina que hay que aprender o una propuesta ética, sino una Persona a la que seguir: Él mismo, el Hijo Unigénito en perfecta comunión con el Padre.

Queridos hermanos y hermanas, hemos gustado la riqueza de esta oración de Jesús. Que también nosotros, con el don de su Espíritu, podamos dirigirnos a Dios en la oración, con confianza de hijos, invocándolo con el nombre de Padre, Abbà.

Pero debemos tener el corazón de los pequeños, de “los pobres en espíritu” (Mt 5,3), para reconocer que no somos auto-suficientes, que no podemos construir nuestra vida solos, que necesitamos de Dios, necesitamos encontrarle, escucharle y hablarle.

La oración nos abre a recibir el don de Dios, su sabiduría, que es Jesús mismo, para llevar a cabo la voluntad del Padre en nuestra vida y encontrar así reposo en las fatigas de nuestro camino. ¡Gracias

30 de noviembre de 2011

AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA


Benedicto XVI: Las fatigas no bloquean la oración de Jesús


El papa en la audiencia general siguió el ciclo sobre la plegaria

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 30 de noviembre de 2011 (ZENIT.org).- A continuación les ofrecemos la catequesis que el Santo Padre Benedicto XVI ha realizado al dirigirse a los fieles congregados para la audiencia de los miércoles, provenientes de Italia y de todas las partes del mundo. La catequesis continúa el ciclo de la oración.
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Queridos hermanos y hermanas, en las últimas catequesis hemos reflexionado sobre algunos ejemplos de oración en el Antiguo Testamento, hoy comenzamos a mirar a Jesús, a su oración, que atraviesa toda su vida, como un canal secreto que irriga la existencia, las relaciones, los gestos y que lo guía, con progresiva firmeza, al don total de sí mismo, según el proyecto de amor de Dios Padre. Él es el maestro también de nuestra oración, incluso Él es el apoyo activo y fraternal de nuestro dirigirnos al Padre. Verdaderamente, como resume un título del Compendio del Catecismo de la Iglesia: “la oración se revela y actúa plenamente en Jesús” (541-547). A Él nos vamos a referir en las próximas catequesis. Un momento particularmente significativo de su camino es la oración que sigue al Bautismo al que se somete en el río Jordán. El evangelista Lucas dice que Jesús, después de haber recibido, junto a todo el pueblo, el bautismo por mano de Juan el Bautista, entra en una oración muy personal y prolongada.

Escribe: “Todo el pueblo se hacía bautizar, y también fue bautizado Jesús. Y mientras estaba orando, se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal, como una paloma” (Lc 3, 21-22). Es este “mientras estaba orando”, en diálogo con el Padre, lo que ilumina la acción que ha realizado junto a tantos otros de su pueblo que habían llegado a la orilla del Jordán. Rezar le da a su gesto, el Bautismo, un trato exclusivo y personal. El Bautista había hecho un fuerte llamamiento a vivir plenamente como “hijos de Abraham”, convirtiéndose al bien y dando frutos dignos de este cambio (cfr Lc 3,7-9). Y un gran número de israelitas se movió, como recuerda el evangelista Marcos, que escribe: “Toda la gente de Judea y todos los habitantes de Jerusalén acudían a él, y se hacían bautizar en las aguas del Jordán, confesando sus pecados” (Mc 1,5). El Bautista aportaba algo realmente nuevo: someterse al Bautismo debía marcar un cambio determinante, dejar una conducta ligada al pecado e iniciar una vida nueva. También Jesús acepta esta invitación, entre en la gris multitud de los pecadores que esperan en la orilla del Jordán. También a nosotros, como a los primeros cristianos, nos surge esta pregunta: ¿por qué Jesús se somete voluntariamente a este bautismo de penitencia y de conversión? Él no había pecado, no tenía necesidad de convertirse. Entonces ¿por qué realizar este gesto? El Evangelista Mateo describe el estupor del Bautista que afirma: “Juan se resistía, diciéndole: 'Soy yo el que tiene necesidad de ser bautizado por ti, ¡y eres tú el que viene a mi encuentro!'” (Mt 3,14) y la respuesta de Jesús: “Ahora déjame hacer esto, porque conviene que así cumplamos todo lo que es justo” (v.15). El sentido de la palabra “justicia” en el mundo bíblico es aceptar plenamente la voluntad de Dios. Jesús muestra su cercanía a la parte de su pueblo que, siguiendo al Bautista, reconoce como insuficiente el considerarse sencillamente hijos de Abraham, sino que quiere cumplir la voluntad de Dios, quiere comprometerse para que su propio comportamiento sea una respuesta fiel a la alianza ofrecida por Dios en Abraham.

Entrando entonces en el río Jordán, Jesús, sin pecado, hace visible su solidaridad con los que reconocen sus propios pecados, eligen arrepentirse y cambian de vida; hace comprensible que formar parte del pueblo de Dios quiere decir entrar en una óptica de novedad de vida, de vida según Dios. En este gesto, Jesús anticipa la cruz, da comienzo a su actividad tomando el lugar de los pecadores, asumiendo sobre sus hombros el peso de la culpa de la humanidad entera, cumpliendo la voluntad del Padre.

Recogiéndose en oración, Jesús muestra el íntimo vínculo con el Padre que está en los Cielos, experimenta su paternidad, asume la belleza exigente de su amor, y en el coloquio con el Padre recibe la confirmación de su misión. En las palabras que resuenan en el Cielo (cfr Lc 3,22), hay un anticipo del misterio pascual, de la cruz y de la resurrección. La voz divina le define como: “Mi Hijo, el amado”, recordando a Isaac, el amadísimo hijo que el padre Abraham estaba dispuesto a sacrificar, según la orden de Dios (cfr Gen 22,1-14).

Jesús no es solo el Hijo de David, descendiente mesiánico real, o el Siervo en el que Dios se complace, sino que es el Hijo unigénito, el amado, igual que Isaac, que Dios Padre entrega para la salvación del mundo. En el momento en que, a través de la oración, Jesús vive en profundidad su filiación y la experiencia de la Paternidad de Dios (cfr Lc 3,22b), desciende el Espíritu Santo (cfr Lc 3,22a), que lo guía en su misión y que Él difundirá después de haber sido levantado en la cruz (cfr Jn 1,32-34; 7,37-39), para que ilumine la obra de la Iglesia. En la oración, Jesús vive un ininterrumpido contacto con el Padre para realizar hasta el final el proyecto de amor para los hombres. Sobre el trasfondo de esta extraordinaria oración, está la entera existencia de Jesús vivida en una familia profundamente ligada con la tradición religiosa del pueblo de Israel. Lo demuestran las referencias que encontramos en los Evangelios: su circuncisión (cfr Lc 2,21) y la presentación en el templo (cfr Lc 2,22-24), así como la educación y la formación en Nazareth, en la Santa Casa (cfr Lc 2,39-40 y 2,51-52). Se trata de “casi treinta años” (Lc 3, 23), un largo tiempo de vida escondida, aunque con experiencias de participación en momentos de expresión religiosa comunitaria, como las peregrinaciones a Jerusalén (cfr Lc 2,41). Narrándonos el episodio de Jesús que, a los doce años de edad, va al templo y se sienta a enseñar a los maestros (cfr Lc 2,42-52), el evangelista Lucas deja entrever que Jesús, quien reza después del bautismo del Jordán, tiene una larga costumbre de oración íntima con Dios Padre, radicada en las tradiciones, en el estilo de vida de su familia, en las experiencias decisivas vividas en ella. La repuesta del niño de doce años a José y a María indica ya esta filiación divina, que la voz celestial manifiesta después del bautismo: “¿Por qué me buscábais? ¿No sabíais que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?” (Lc 2,49).

Al salir de las aguas del Jordán, Jesús no inaugura su oración, sino que continúa su relación contante, habitual con el Padre; y, en esta unión íntima con Él, da el paso de su vida escondida de Nazaret a su ministerio público. La enseñanza de Jesús sobre la oración viene, seguramente, de su forma de rezar adquirida en familia, pero que tiene su origen profundo y esencial en el hecho de ser el Hijo de Dios, en su relación única con Dios Padre.

El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica --respondiendo a la pregunta: ¿de quién aprendió Jesús a rezar?, dice- “Jesús, según su corazón de hombre, aprendió a rezar de su Madre y de la tradición hebrea. Pero su oración surge de una fuente más secreta, ya que es el Hijo eterno de Dios que, en su santa humanidad, dirige a su Padre la oración filial perfecta” (541). En la narración evangélica, las ambientaciones de la oración de Jesús se colocan siempre en la encrucijada entre la inserción en la tradición de su pueblo, y la novedad de una relación personal y única con Dios. “El lugar desierto” (cfr Mc 1,35; Lc 5,16) al que a menudo se retira, “el monte” donde sube a rezar (cfr Lc 6,12; 9,28), “la noche” que le permite la soledad (cfr Mc 1,35; 6,46-47; Lc 6,12), recuerdan momentos del camino de la revelación de Dios en el Antiguo Testamento, indicando así la continuidad de su proyecto salvífico. Al mismo tiempo, marcan momentos de particular importancia para Jesús, que conscientemente acepta este plan, plenamente fiel a la voluntad del Padre. También en nuestra oración debemos aprender, cada vez más, a entrar en la historia de salvación donde Jesús es el culmen, renovar ante Dios nuestra decisión personal de abrirnos a su voluntad, pedirle a Él la fuerza de conformar nuestra voluntad a la suya, en toda nuestra vida, en obediencia a su proyecto de amor para nosotros. La oración de Jesús toca todas las fases de su ministerio y todas sus jornadas. Las fatigas no la bloquean.

Los Evangelios, incluso, dejan traslucir, una costumbre de Jesús de pasar en oración parte de la noche. El evangelista Marcos relata una de estas noches, después de la pesada jornada de la multiplicación de los panes, y escribe: “En seguida, Jesús obligó a sus discípulos a que subieran a la barca y lo precedieran a la otra orilla, hacia Betsaida, mientras él despedía a la multitud. Una vez que los despidió, se retiró a la montaña para orar. Al caer la tarde, la barca estaba en medio del mar y él permanecía solo en tierra” (Mc 6,45-47). Cuando las decisiones se convierten en algo urgente y complejo, su oración se hace cada vez más larga e intensa. En la inminente elección de los Doce Apóstoles, por ejemplo, Lucas destaca la duración de la oración preparatoria de Jesús: “En esos días, Jesús se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió a doce de ellos, a los que dio el nombre de Apóstoles” (Lc 6,12-13).

Observando la oración de Jesús, deben surgirnos diversas preguntas: ¿Cómo rezo yo?¿Cómo rezamos nosotros?¿Qué tiempo dedicamos a la relación con Dios? ¿Es suficiente la educación y formación a la oración actualmente? ¿Quién nos puede enseñar?

En la exhortación apostólica Verbum Domini, hablé de la importancia de la lectura orante de las Sagradas Escrituras. Recogiendo todos los aspectos que surgieron en la Asamblea del Sínodo de los Obispos, destaqué particularmente la forma específica de la lectio divina. Escuchar, meditar, callar ante el Señor que habla, es un arte que se aprende practicándolo con constancia. Ciertamente, la oración es un don que exige, sin embargo, el ser acogido; es una obra de Dios, pero que exige compromiso y continuidad por nuestra parte, sobre todo la continuidad y la constancia son importantes. Justo la experiencia ejemplar de Jesús muestra que su oración, animada por la paternidad de Dios y por la comunión del Espíritu, se profundiza en un prolongado y fiel servicio, hasta el Huerto de los Olivos y la Cruz.

Hoy los cristianos estamos llamados a ser testigos de la oración, porque nuestro mundo está a menudo cerrado al horizonte divino y a la esperanza que lleva el encuentro con Dios. Que en la amistad profunda con Jesús y viviendo en Él y con Él la relación filial con el Padre, a través de nuestra oración fiel y constante, podamos abrir las ventanas hacia el Cielo de Dios. Incluso en el recorrido del camino de la oración, sin consideraciones humanas, que podamos ayudar a otros a recorrerlo: también para la oración cristiana es verdad que, caminando, se abren caminos. Queridos hermanos y hermanas, eduquémonos en una relación intensa con Dios, en una oración que no sea intermitente, sino constante, llena de confianza, capaz de iluminar nuestra vida, como nos enseña Jesús. Y pidámosle que podamos comunicar a las personas que están cerca de nosotros, a los que nos encontramos por las calles, la alegría del encuentro con el Señor, luz de nuestra existencia. Gracias.

29 de noviembre de 2011

San Gregorio Nacianceno: ¡Qué admirable intercambio!

Abramos nuestro corazón al Espíritu Santo. Las meditaciones de los Santos Padres deben ser nuestro alimento, nos ayuda a comprender los misterios de nuestra fe. Este tiempo de Adviento es tiempo de amor, para crecer en la caridad de Cristo. Hemos de perseverar atentamente a su venida.

Martes, I semana de Adviento;
San Gregorio Nacianceno. Sermón 5,9.22.26.28
¡Qué admirable intercambio!

El Hijo de Dios en persona, Aquel que existe desde toda la eternidad, aquel que es invisible, incomprensible, incorpóreo, principio de principio, Luz de luz, Fuente de vida e inmortalidad expresión del supremo arquetipo, sello inmutable, imagen fidelísima, palabra y pensamiento del Padre, Él mismo viene en ayuda de la criatura, que es su imagen: por amor del hombre se hace hombre, por amor a mi alma se une a un alma intelectual, para purificar a aquellos a quienes se ha hecho semejante, asumien­do todo lo humano, excepto el pecado. Fue concebido en el seno de la Virgen, previamente purificada en su cuerpo y en su alma por el Espíritu (ya que convenía hon­rar el hecho de la generación, destacando al mismo tiem­po la preeminencia de la virginidad); y así, siendo Dios, nació con la naturaleza humana que había asumido, y unió en su persona dos cosas entre sí contrarias, a saber, la carne y el espíritu, de las cuales una confirió la divi­nidad, otra la recibió.

Enriquece a los demás, haciéndose pobre él mismo, ya que acepta la pobreza de mi condición humana para que yo pueda conseguir las riquezas de su divinidad.

Él, que posee en todo la plenitud, se anonada a sí mismo, ya que, por un tiempo, se priva de su gloria, para que yo pueda ser partícipe de su plenitud.

¿Qué son estas riquezas de su bondad? ¿Qué es este misterio en favor mío? Yo recibí la imagen divina, mas no supe conservarla. Ahora él asume mi condición huma­na, para salvar aquella imagen y dar la inmortalidad a esta condición mía; establece con nosotros un segundo consorcio mucho más admirable que el primero.

Convenía que la naturaleza humana fuera santificada mediante la asunción de esta humanidad por Dios; así, superado el tirano por una fuerza superior, el mismo Dios nos concedería de nuevo la liberación y nos llamaría a sí por mediación del Hijo. Todo ello para gloria del Padre, a la cual vemos que subordina siempre el Hijo toda su actuación.
El buen Pastor que dio su vida por las ovejas salió en busca de la oveja descarriada, por los montes y collados donde sacrificábamos a los ídolos; halló a la oveja des­carriada y, una vez hallada, la tomó sobre sus hombros, los mismos que cargaron con la cruz, y la condujo así a la vida celestial.
A aquella primera lámpara, que fue el Precursor, si­gue esta luz clarísima; a la voz, sigue la Palabra; al amigo del esposo, el esposo mismo, que prepara para el Señor un pueblo bien dispuesto, predisponiéndolo para el Espí­ritu con la previa purificación del agua.

Fue necesario que Dios se hiciera hombre y muriera, para que nosotros tuviéramos vida. Hemos muerto con él, para ser purificados; hemos resucitado con él, porque con él hemos muerto; hemos sido glorificados con él, porque con él hemos resucitado.
(L.H. Tomo I, pág. 146-148. 1984)

27 de noviembre de 2011

EN ESTADO DE ALERTA Y ESPERANZA

MARCOS: 13, 33-37. “Por tanto, permaneced despiertos ...
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Se me ocurre traer hoy, a primera página, esta reflexión de cada día, que publico en mi blog de "Dodim a agapé", y también en "Un rincón para orar", con motivo del Adviento, como aportación a la comunidad bloguera en mi afán de compartir y de, por la Gracia del ESPÍRITU SANTO, fortalecernos, animarnos y apoyarnos en nuestro común camino hacia la Casa del PADRE.

Sólo así, entiendo, nos fortalecemos y nos motivamos para estar, como la Palabra de hoy nos invita, a permanecer vigilantes, firmes como rocas y despierto para cuando llegue la hora de presentarnos delante del SEÑOR.

Necesitamos vernos para que con nuestras palabras, nuestras miradas, nuestra presencia, también virtual, y nuestro amor transmitirnos la esperanza de que JESÚS vive entre nosotros. Necesitamos hacerlo presente entre nosotros, y vivirle al esforzarnos en amarnos entre nosotros y todos los hombres próximos a nosotros.

Necesitamos perseverar, tener paciencia y aguantarnos; soportarnos y desvivirnos los unos por los otros. Moderarnos, disponernos a ser últimos y no primeros, a servirnos, a entregarnos y a vivir en el amor. Es decir, a estar vigilantes, porque de eso se trata, no cuanto a descubrir a otros, sino a llevar las manos cargadas de amores a otros.

Sabemos por experiencia que cuando se consigue lo que se persigue se acaba un ciclo. Y, acabado este, empieza uno nuevo, pues ahí terminan nuestras esperanzas y necesitamos seguir manteniéndolas para vivir esperanzados.

La esperanza de alcanzar, lo que aquí nunca conseguiremos, nos invita a permanecer siempre en estado de alerta (ver aquí), despiertos e ilusionados en alcanzar un día lo que todos deseamos de forma ardiente y desesperada: "La vida eterna en plenitud". No buscamos otra cosa, y eso, sabido perfectamente por Quien nos creó, nos motiva y alienta a no desesperar, sino creer, sobre todo confiar, y permanecer en alerta vigilancia.

Cada bombilla, se me ocurre ahora, puede significar un trimestre del año, y puede ser un compromiso en tratar de permanecer en estado de adviento cada trimestre con nuestro corazón encendido y presto a estar preparado.

Más, ¿qué vigilancia? Vigilancia de vivirle y de, con nuestra vida, dar testimonio de su amor y corresponderle con su amor. Esa es la esencia de nuestra vida, para y por el amor hemos sido creado. De tal forma que, si no hacemos de nuestra vida un ideal de amar, sobre todo a quienes más nos cuesta, no estamos cumpliendo con nuestra actitud de permanecer en estado vigilante y de alerta.

Una vez más, la esencia de nuestra vida es el amor, y desde ahí no se entiende todo lo que sea desamor, y menos la muerte y destrucción humana de millones de niños vivos en el vientre de sus madres. Vigilantes es estar en permanente lucha para que el mundo sea cada día un poco más amor y menos desamor.

Necesitamos, SEÑOR, convertirnos cada día, hoy más
que ayer y menos que mañana, pero sólo no
sabremos hacerlo.

Necesitamos tu presencia viva en nosotros, no dormida
ni pasiva, sino activa, encendida, caliente y
ávida de quemar, de contagiar de
transmitir amor que busca
la vida y excluye
la muerte. Amén.