Benedicto XVI: La unidad en la primera comunidad cristiana
Hoy en la Audiencia General
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 19 de enero de 2011 (ZENIT.org).-
 Ofrecemos a continuación la catequesis pronunciada hoy por el Papa 
Benedicto XVI durante la Audiencia General, celebrada en el Aula Pablo 
VI, con peregrinos procedentes de todo el mundo. 
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Queridos hermanos y hermanas,
estamos
 celebrando la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, en la 
que todos los creyentes en Cristo están invitados a unirse en oración 
para dar testimonio del profundo vínculo que existe entre ellos y para 
invocar el don de la comunión plena. Es providencial el hecho de que, en
 el camino para construir la unidad, se ponga en el centro la oración: 
esto nos recuerda, una vez más, que la unidad no puede ser un simple 
producto del actuar humano; es ante todo un don de Dios, que conlleva un
 crecimiento en la comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. 
El Concilio Vaticano II dice “Estas oraciones en comunión son, sin duda,
 un medio muy eficaz para impetrar la gracia de la unidad y constituyen 
una manifestación auténtica de los vínculos con los cuales los católicos
 permanecen unidos con los hermanos separados: ' Porque donde hay dos o 
tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos' (Mt 18,20)” (Decr. Unitatis Redintegratio, 8). El camino hacia la unidad visible entre todos los cristianos habita
 en la oración, porque fundamentalmente la unidad no la “construimos” 
nosotros, sino que la “construye” Dios, viene de Él, del Misterio 
trinitario, de la unidad del Padre con el Hijo en el diálogo de amor que
 es el Espíritu Santo y nuestro esfuerzo ecuménico debe abrirse a la 
acción divina, debe ser invocación cotidiana de la ayuda de Dios. La 
Iglesia es suya y no nuestra.
El tema elegido este año para la 
Semana de Oración hace referencia a la experiencia de la primera 
comunidad cristiana de Jerusalén, tal como es descrita por los Hechos de
 los Apóstoles (hemos escuchado el texto): “Todos se reunían asiduamente
 para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida 
común, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2,42). Debemos 
considerar que ya en el momento de Pentecostés el Espíritu Santo 
desciende sobre personas de diversa lengua y cultura: esto significa que
 la Iglesia abraza desde el principio a gente de diversa procedencia y, 
sin embargo, precisamente a partir de esas diferencias, el Espíritu crea
 un único cuerpo. Pentecostés como inicio de la Iglesia marca la 
ampliación de la Alianza de Dios a todas las criaturas, a todos los 
pueblos y a todos los tiempos, para que toda la creación camine hacia su
 verdadero objetivo: ser lugar de unidad y de amor.
En el pasaje 
citado de los Hechos de los Apóstoles, cuatro características definen a 
la primera comunidad cristiana de Jerusalén como lugar de unidad y de 
amor, y san Lucas  no sólo quiere describir una evento del pasado. Nos 
lo ofrece como modelo, como norma para la Iglesia presente, porque estas
 cuatro características deben constituir siempre la vida de la Iglesia. 
La primera característica es estar unida en la escucha de las enseñanzas
 de los Apóstoles, en la comunión fraterna, en la fracción del pan y en 
la oración. Como ya he mencionado estos cuatro elementos son todavía 
hoy, los pilares de la vida de toda comunidad cristiana y constituyen un
 único y sólido cimiento sobre el cual basar nuestra búsqueda de la 
unidad visible de la Iglesia.
Ante todo tenemos la escucha de la 
enseñanza de los Apóstoles, o sea, la escucha del testimonio que estos 
dan de la misión, la vida, la muerte y la resurrección del Señor Jesús. 
Es lo que Pablo llama sencillamente el “Evangelio”. Los primeros 
cristianos recibían el Evangelio de la boca de los Apóstoles, estaban 
unidos para su escucha y para su proclamación, pues el Evangelio, como 
afirma san Pablo, “es el poder de Dios para la salvación de todos los 
que creen” (Rm 1,16). Todavía hoy, la comunidad de los creyentes 
reconoce en la referencia a la enseñanza de los Apóstoles la propia 
norma de fe: cada esfuerzo realizado para la construcción de la unidad 
entre los cristianos pasa a través de la profundización de la fidelidad 
al depositum fidei que nos transmitieron los Apóstoles. La firmeza en la fe es la base de nuestra comunión, es la base de la unidad cristiana.
El
 segundo elemento es la comunión fraterna. En los tiempos de la primera 
comunidad cristiana, como también en nuestros días, ésta es la expresión
 más tangible, sobre todo para el mundo exterior, de la unidad entre los
 discípulos del Señor. Leemos en los Hechos de los Apóstoles – lo hemos 
escuchado – que los primeros cristianos tenían todo en común, y que 
quien tenía propiedades y bienes los vendía para distribuirlos a los 
necesitados (cfr Hch 2,44-45). Esta comunión de los propios bienes ha 
encontrado, en la historia de la Iglesia, nuevas formas de expresión. 
Una de estas, en particular, es la de la relación fraternal y de amistad
 construida entre cristianos de distintas confesiones. La historia del 
movimiento ecuménico está marcada por dificultades e incertidumbres, 
pero es también una historia de fraternidad, de cooperación y de 
comunión humana y espiritual, que ha cambiado de manera significativa 
las relaciones entre los creyentes en el Señor Jesús: todos estamos 
comprometidos a continuar en este camino. El segundo elemento es, por 
tanto, la comunión, que ante todo es comunión con Dios a través de la 
fe, pero la comunión con Dios crea comunión entre nosotros y se traduce 
necesariamente en la comunión concreta de la que hablan los Hechos de 
los Apóstoles, o sea la comunión plena. Nadie en la comunidad cristiana 
debe pasar hambre, nadie debe ser pobre: es una obligación fundamental. 
La comunión con Dios, hecha carne  en la comunión fraterna, se traduce, 
en concreto, en el esfuerzo social, en la caridad cristiana, en la 
justicia.
Tercer elemento. En la vida de la primera comunidad de 
Jerusalén era esencial también el momento de la fracción del pan, en el 
que el Señor mismo se hace presente con el único sacrificio de la Cruz 
en su entregarse completamente por la vida de sus amigos: “Éste es mi 
cuerpo ofrecido en sacrificio por vosotros… éste es el cáliz de mi 
Sangre... derramada por vosotros”. “La Iglesia vive de la Eucaristía. 
Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino 
que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia” (Enc. Ecclesia de Eucharistia,
 1). La comunión en el sacrificio de Cristo es el culmen de nuestra 
unión con Dios y representa por tanto también la plenitud de la unidad 
de los discípulos de Cristo, la comunión plena. Durante esta semana de 
oración por la unidad está particularmente vivo el lamento por la 
imposibilidad de compartir la misma mesa eucarística, signo de que 
estamos aún lejos de la realización de esa unidad por la que Cristo oró.
 Esta experiencia dolorosa, que confiere una dimensión penitencial a 
nuestra oración, debe convertirse en motivo de un esfuerzo más generoso 
todavía, por parte de todos; con el fin de que, eliminados todos los 
obstáculos para la plena comunión, llegue el día en que sea posible 
reunirse en torno a la mesa del Señor, partir juntos el pan eucarístico y
 beber todos del mismo cáliz.
Finalmente, la oración, o como dice
 san Lucas, “las oraciones”, es la cuarta característica de la Iglesia 
primitiva de Jerusalén descrita en el libro de los Hechos de los 
Apóstoles. La oración es desde siempre la actitud constante de los 
discípulos de Cristo, lo que acompaña sus vidas cotidianas en obediencia
 a la voluntad de Dios, como nos lo atestiguan también las palabras del 
apóstol Pablo, que escribe a los Tesalonicenses en su primera carta 
”Estad siempre alegres. Orad sin cesar. Dad gracias a Dios en toda 
ocasión: esto es lo que Dios quiere de todos vosotros, en Cristo Jesús” (1 Tes 5, 16-18; cfr. Ef 6,18).
 La oración cristiana, participación en la oración de Jesús, es por 
excelencia una experiencia filial, como nos lo atestiguan las palabras 
del Padre Nuestro, oración de la familia -el “nosotros” de los Hijos de 
Dios, de los hermanos y hermanas- que habla a un Padre común. Estar en 
actitud de oración implica por tanto abrirse a la fraternidad. Sólo en 
el “nosotros” podemos decir Padre Nuestro. Abrámonos a la fraternidad 
que deriva de ser hijos del único Padre celeste, y por tanto a estar 
dispuestos al perdón y a la reconciliación.
Queridos hermanos y 
hermanas, como discípulos del Señor tenemos una responsabilidad común 
hacia el mundo, debemos hacer un servicio común: como la primera 
comunidad cristiana de Jerusalén, partiendo de lo que ya compartimos, 
debemos ofrecer un testimonio fuerte, fundado espiritualmente y apoyado 
por la razón, del único Dios que se ha revelado y que nos habla en 
Cristo, para ser portadores de un mensaje que oriente e ilumine el 
camino del hombre de nuestro tiempo, a menudo privado de puntos de 
referencia claros y válidos. Es importante, entonces, crecer cada día en
 el amor mutuo, empeñándonos en superar esas barreras que aún existen 
entre los cristianos; sentir que existe una verdadera unidad interior 
entre todos aquellos que siguen al Señor; colaborar lo más posible, 
trabajando juntos sobre las cuestiones aún abiertas; y sobre todo ser 
conscientes de que en este itinerario el Señor debe asistirnos, tiene 
que ayudarnos aún mucho, porque sin Él, solos, sin “permanecer en Él” no
 podemos hacer nada (cfr Jn 15,5).
Queridos amigos, una vez más 
es en la oración donde nos encontramos reunidos – particularmente en 
esta semana – junto a todos aquellos que confiesan su fe en Jesucristo, 
Hijo de Dios: perseveremos en ella, seamos hombres de oración, 
implorando de Dios el don de la unidad, para que se cumpla en  el mundo 
entero su designio de salvación y de reconciliación. ¡Gracias!







