9 de septiembre de 2017

MARÍA, CENTRO DE UNIDAD Y ESPERANZA

Ella estaba al pie de la Cruz, y junto a ella algunas mujeres y Juan. Ella era, en ese momento, centro y nexo de unidad entre todo el grupo que seguían a su Hijo. En ella se sostenían agrupados en torno al dolor y sufrimiento de la Madre. Atraídos por su soledad silenciosa permanecían juntos a ella, firmes y pacientes a los pies de la Cruz. Unidos a la Pasión del Hijo de María, que ella compartía e invitaba a todos a vivir ese dolor de fe y esperanza.

Ella era la dolorida, la Madre, viuda y ya sin el Hijo. La soledad de María de la que emanaba ese grito de convocatoria a la unidad y esperanza de todos aquellos que, como los de Emaús, habían emprendido el camino de regreso a lo viejo, a la costumbre, a la rutina y a una vida resignada y desesperanzada.

Y, en ella, permanecen esperanzados y unidos. María fue en aquellos tres días, previo a la Resurrección, la clave de la esperanza y la firmeza. María asumió todo el dolor, después de la muerte de su Hijo, entrelazando al grupo dolorido, desorientado, desencantado y perdido en la desesperanza. María estaba al pie de la Cruz, y su dolor, en lugar de dispersar, unía y fortalecía. ¡Madre del dolor y sufrimiento, ayúdanos a sostenernos en la fidelidad y esperanza en tu Hijo! María sirvió de pausa, de paréntesis, de silencio y firmeza. María esperó y ayudó a espera hasta el momento de la Gloria, del triunfo, de la Vida y la Resurrección.

Y fue ella la que, ocupando el centro de su Hijo, acogió, unió y esperó el regreso del Mesías, del Libertador, de Hijo de Dios Vivo que se había hecho Hombre dentro de su seno. Para, de nuevo, acogerlo y presentarlo a aquellos discípulos despistados, indecisos y faltos de la fe que María guardaba en silencio dentro de su corazón.

Madre de fe y unidad, muestranos el camino de la paciencia y fortaleza para perseverar en la fe sin desfallecer. María, luz y esperanza de resurrección, pues tu semblante, Madre, aún siendo de dolor y sufrimiento, traslucía paz y confianza en aquella promesa que, treinta y tres años, aproximadamente, le había anunciado Dios por medio del Arcángel San Gabriel.

María, Madre de Dios y Madre nuestra, intercede por nosotros para que perseveremos fieles a tu Hijo. Amén.