25 de abril de 2014

Los sentidos

Todo hombre religioso sabe que el fin del ser humano es servir a Dios en esta vida, conservándola y actuando positivamente en ella, y es que la misma realidad creada se nos ha dado no para que la destruyamos, convirtiéndonos, que a veces es a lo que hemos llegado a ser, en auténticos depredadores, sino para disfrutar de ella, se nos ha dado para nuestro deleite. Para ello hemos sido dotados de una serie de facultades, como son los sentidos, que nos ayudan a percibir, usar y valernos de la propia realidad. Los sentidos son los que nos ponen en relación con el mundo material. Una persona privada de alguno de los sentidos está un poco separado de la realidad externa que le rodea. 

El ser humano ha sido dotado de una serie de facultades, unas para obrar, otras para sentir, como son los sentidos exteriores o los sentidos interiores, la imaginación, la memoria sensitiva, otras para apetecer y querer las cosas sensuales, el deseo de comer, de ver, de oír cosas agradables, de sentir cosas gustosas. Pero no solamente tenemos estas facultades o sentidos externos, sino que también hemos sidos dotado de toda una serie de facultades espirituales como el entendimiento, que nos da la capacidad de conocer, la memoria, que nos ayuda a recoordar lo conocido, o la voluntad, que nos permite apetecer y querer lo conocido. Unas y otras se necesitan. Si sólo nos quedaramos con lo que nos proporciona los sentidos externos seriamos unos seres un tanto pobres, y es que la información suministrada por nuestros sentidos externos y procesada por las que llamamos las facultades espirituales, han ayudado a que el ser humano se desarrolle como tal, y haya sido capaz de ser un ser cultural, desarrollando la ciencia, el pensamiento abstracto, el arte, el sentimiento religioso. Ya decían los clásicos autores espirituales que el entendimiento se nos dio para que a través del conocmineto, de toda la información que nos proporcionan los sentidos, diríjamos nuestro pensamiento y nuestro obrar hacia Dios, y es que aunque pensemos muchas cosas que son de nuestro agrado, y aparentemente no se refieren a Dios, todas ellas nos aydudan a pensar en Dios. Lo mismo decían de la memoria, que debe ayudarnos, a partir del recuerdo de la información sensible, acordarnos de Dios y de sus beneficios; y, por supuesto, algo parecido venían a decir de la voluntad, para que a través de la información que nos transmiten los sentidos, amemos no sólo a las cosas, sino que las cosas nos ayuden a amar a Dios. Por ello una persona mística es aquella que, ayudada por todas las facultades de las que está dotado el ser humano, es capaz de percivir el fondo divino que reside en el corazón, en lo más interior de cada persona y de cada cosa. Cuenta Teilhar de Chardin que su primera sensación de Dios fue estrechando en su mano un trozo de metal, a través de la finitud del metal llegó a experimentar la infinitud de Dios. A todo esto nos ayudan los sentidos, a elevarnos de la realidad sensible a ese mundo que está más allá de los sentidos y que, desde la fe, identificamos con Dios, al que, en expresión de San Agustín, experimentamos como “totalmente Otro que yo mismo y más yo que yo mismo”.

Se ha dicho, y esta es una verdad de perogrullo, que lo que llamo los sentidos: la vista, el odio, el gusto, el olfato y el tacto, son como las ventanas que nos ponen en relación con el mundo exterior en el que vivimos inmersos y del que no podemos prescindir, de donde podemos deducir que nada hay en nuestro entendimiento, o nada recuerda la memoria, o nada apetece la voluntad, que no haya entrado por los sentidos, son ellos los que nos permiten satisfacer nuestras necesidades más elementales y a la vez que ser solidarios con la realidad externa de la que formamos parte. 

Los sentidos, que son los que ahora nos interesa, dan al ser humano la capacidad de deleitarse en las cosas que existen en el mundo material, ya decía Santo Tomás “lo bello causa un placer sensible”.No podemos olvidar que todo nos ha sido dado, como creyentes afirmamos que por Dios, lo único que tenemos que hacer es reconocerlo, lo que lo que hacemos através de todas esas facultades con las que hemos sido dotados, y en primer lugar por los sentidos. Todo lo que nos ha sido dado en sí es bueno. La misma Escritura dice que Dios vio la obra salida de sus manos y la encontro buena, hermosa. La maldad y la fealdad con que se reviste a la realidad están en el interior del ser humano, es de allí, del corazón, como decía Jesús, de donde salen los males sentimientos, los malos de seos, las malas acciones. Por tanto es ese interior el que tenemos que saber educar, mortificar, dirían los clásicos, para que todo lo que nos suministran los sentidos pueda ser usado de forma positiva. Uno no termina de comprender muchos de esos ejemplos que se nos contaba acerca del uso de los sentidos y que la verdad a uno se le revelan como poco cristianos y menos evangélicos. Se decía que determinados santos no miraban a la cara a las mujeres, de San Francisco se decía que sólo conocía el rostro de dos mujeres, la verdad que cuesta creerlo de él que supo cantar la grandeza y la hermosura de Dios a través de las criaturas. Se recomendaba, creo que es una forma falsa de vivir el pudor, a llevar siempre los ojos bajos o como se dice de Santo Domingo “a no fijar la mirada donde hay mujeres”. Como práctica ascética se recomendaba matar el gusto a los alimentos o a darles un gusto un tanto desabrido echando para ello ajenjo en las comidas.

Hoy vemos que se da una valoración positiva de los sentidos y del uso de los mismos para captar la bomdad de la propia realidad, por supuesto el exceso, es desconocer los sentidos y la misma realidad. Se valora la belleza, los sabores agradables, los olores gratificantes, el tacto como medio de comunicación, uno gusta y se delita de los sonidos amenos. No creo que por arcaicos principios ascéticos debamos criticar esta actitud como sibaritismo. Una profesional de la concina recomienda hacer el siguiente ejercicio, y esto es saber comer con sentido, “toma un alimento de consumo cotidiano, un trozo de pan, una uva, una hoja de lechuga, mírale con determinación, descubre todos los colores que tiene, aprecia sus formas; tócale, recorre sus bordes, siente su textura con los dedos. Ahora siéntele en tus labios, huélele, trata de identificar la gama de aromas que despide, llénate de su olor”, concluso está profesional que “los sabores me dan alguna noticia de lo esencial de la existencia” y que “día tras día podemos hacer del acto de comer un júbilo, una oportunidad para sentirnos vivos en el sentido más amplio y literal d ela palabra. Nuestros sentidos están ahí para nuestro disfrute y para nuestro propio crecimiento como seres humanos y para intensificar nuestra experiencia de la vida”. La verdad que la experiencia histórica no demuestra algo de esto, el ser humano a medida que satisface las necesidades vitales, la lástima es que no todos lo hayan podido lograr, no consume en cantida, sino en calidad.

La fascinación, la admiración, que tanto se valora en la experiencia religiosa, es algo que podemos llevar a cabo a a través de los sentidos. Leyendo la Biblia nos encontramos con una serie de jemplos gráficos. Dios, al que se suele atribuir sentimientos humanos a la hora d ehablar de él, se admira al ver la obra de la creación. Adán se queda maravillado al ver a la mujer y al papalpar su cuerpo: “está si que es hueso de mis huesos y carne de mi carne”. Moisés cuando oye la voz misteriosa en el desierto, o ve la zarza ardiendo, se admira, se pasmó, se quedó sin palabras y presinte que detrás de todo eso estaba Dios. Y el viejo Simeón al ver al niño y tomarlo en sus brazos, quedó conmovido, maravillado, llegó a comprender que Dio ha cumplido la promesa y que, después de lo visto, ya puede descansar en paz: “ahora, Señor, según tu promesa puedes dejar a tu siervo irse en paz”

Javier de la Cruz

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