4 de abril de 2014

La Biblia

La Biblia, la Sagrada Escritura, como piadosamente la conocemos, es una creación ya lejana en el tiempo de gente del antiguo pueblo de Israel y de la primitiva Iglesia. Como creyentes afirmamos la Biblia nos revela lo que Dios ha comunicado a los hombres y ha hecho por ellos. Por eso cuando recitamos el credo confesamos que “el Espíritu Santo habló por los profetas”, que es tanto como decir que, a través de mediadores humanos, habla en lenguaje humano, por eso Jesucristo, al que vieron y oyeron los apóstoles, su vida, su mensaje, es la palabra definitiva de Dios.

La palabra es el medio normal de comunicarse que tenemos los humanos, por eso no es extraño que Dios acepte la palabra como medio de acercase al ser humano. Por la palabra salimos de nosotros mismos y nos acercamos a los demás. Por la palabra me doy al otro a la vez que espero que el me reciba y me descubra su misterio. Sin palabra no hay comunicación y los humanos permanecen alejados los unos de los otros. Si la palabra es donación reclama por parte del otro la atención, la actitud de escucha. Escuchar en el fondo es ofrecer hospitalidad a aquel que me dirige su palabra y se me entrega en ella. El creyente es un verdadero oyente de la palabra, sabe escuchar a Dios allí donde Dios nos ha hablado, en la naturaleza, en la historia, en Jesús, donde nos lo ha dicho todo acerca de sí mismo, él es al que tenemos que escuchar.

A comienzos del siglo XX Paul Claudel afirmaba que “el respeto hacia la Sagrada Escritura no tiene límites: se manifiesta sobre todo estando lejos”.

Debemos tener presente que durante siglos entre los católicos, más concretamente entre los laicos, se dio una cierta lejanía respecto a la Sagrada Escritura, no estaba bien visto que un laico leyese la Biblia. Cosa que quedaba reservada a los clérigos, sería por eso que doctores tiene la santa Madre Iglesia, y que llevaría al poeta León Felipe a hablar del secuestro del salmo: “Y siempre me preguntó al entrar en las iglesias: ¿dónde estará el salmo?, ¿dónde le habrán escondido los canónigos?”

En este alejamiento de los fieles frente a la Biblia juegan distintos factores. Hay que tener en cuenta que hasta bien época contemporánea era sólo minoría la que sabía leer y escribir, y la lectura es indispensable para tener un acercamiento directo al texto bíblico. Debemos señalar como causa del alejamiento de la Biblia el precio prohibitivo de los libros, que son caros y no estaban al alcance de todos, y la Biblia es un libro, o con junto de libros. No hay que dejar en el olvido que a partir de la Edad Media se dio una cierta desconfianza de la jerarquía eclesiástica hacia la lectura de la Biblia por parte de los laicos, el mundo del espíritu queda reservado a clérigos y monjes, mientras que el laicos tiene por tarea las cosas del mundo, el trabajo cotidiano. San Juan Crisóstomo en su Homilía sobre San Mateo sale al paso de este alejamiento del pueblo de la Escritura. Frente a aquellos que decían: “No es asunto mío el conocer a fondo la Escritura, sino de los que están separados del mundo y viven en las cumbres de los montes”, Juan Crisóstomo afirmaba que “lo que ha echado todo a perder es que pensáis que la lectura de las divinas Escrituras conviene sólo a los monjes, cuando a vosotros os es más necesaria que a ellos. A los que se revuelven en medio del mundo, a los que día tras día reciben heridas, a ésos más que a nadie son necesarias las medicinas. Así, peor que no leer las Escrituras, es pensar que su lectura es cosa ociosa. Tal excusa es de satánica malicia”.

Esta desconfianza se va a mantener a raíz de la Reforma protestante que promovía el contacto directo de todo creyente con la Sagrada Escritura, lo que llevará a en la Iglesia católica que los papas Pablo IV, 1559, y Pío IV, 1564, al promulgar el índice de libros prohibidos, prohibiese imprimir y tener biblias en lengua vulgar, a no ser con un permiso especial. Esto es lo que nos explica el cabreo que se cogió santa Teresa cuando prohibieron las versiones de la Biblia en la lengua vulgar, la del pueblo. La pasión que ella siente por la lectura de la escritura, más concretamente por el evangelio, traduce el enamoramiento que siente por la persona del mismo Jesucristo. Para ella esa prohibición era como haber perdido al mismo Señor, y es, como ella dice, “siempre he sido aficionada y me han recogido más las palabras de los evangelios que libros muy concertados”


El Vaticano II fue toda una revolución en cuanto al aprecio que recomienda tener a la Sagrada escritura. En la constitución dogmática Dei Verbum se afirma la Iglesia, lo mismo que ha hecho con el cuerpo y sangre, la Eucaristía, ha venerado siempre la Sagrada Escritura, sobre todo en la liturgia. En el capítulo VI de esta misma constitución, que lleva por título La Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia, enuncia un principio fundamental: “Toda la predicación de la Iglesia, como toda la religión cristiana, se ha de alimentar y regir con la Sagrada Escritura”. A continuación aplica este principio, recomendando la traducción de la Biblia a las lenguas modernas, la lengua del pueblo, a partir de los textos originales y, si es posible, en colaboración ecuménica. Afirma la necesidad de profundizar en el estudio de los textos sagrados por parte de los exegetas y señala la importancia de la Sagrada Escritura en la teología: “la Escritura debe ser el alma de la teología”. Recomienda la lectura de la Sagrada Escritura a los sacerdotes, a los diáconos y catequistas, y pide que la predicación se alimente de la Sagrada Escritura. Finalmente recomienda la lectura de la Biblia a todos los fieles para “adquirir la ciencia suprema de Jesucristo”. Invita a los fieles a que “acudan de buena gana al texto por medio de la llamada lectura piadosa”, lectura que debe ir acompañada de la oración, para que pueda realizarse el coloquio entre Dios y el ser humano, ya que en expresión de San Ambrosio “a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras”.

Javier de la Cruz